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La memoria es como el alma, te embriaga de sonidos, colores, aromas.
En especial si te remite a la niñez.
Como una nube llena de romeros en flor, puedo solo al cerrar un párpado recordar a mi abuela.
Sabia, pequeña, muy delgada y muy huesuda, increíblemente hermosa a mis ojos. Tan extraña en su hablar, cantando levemente un tono lejano, que se escurría entre sus manos como el trigo que constantemente amasaba en agua para trasformarlo, alquimista, en el más delicioso manjar.
Recuerdo mirarla en éxtasis mientras impregnaba sus manos en cebollas de verdeo que picaba con fineza, carne molida que se cocinaba en sus manos calientes y cálidas y la grasa de pella que se hacía agradable cuando ella la tocaba.
Los condimentos, la hoja de parra, el arroz sazonado con miles de perfumes amorosos y de cuentos sobre otras tierras, hoy destruidas por la ignorancia humana, que en su voz, eran paraísos de color y de sabor. Con la frescura de los cedros y el aroma de la oliva, que como su piel, se tersaba con la edad, haciéndola cada día más bella, y más fragante.
El humito de sus cacerolas impecablemente plateadas, trasladaba desde Beirut la cocina de la bisabuela Jasmine y la dejaba reposando en su calle Dorrego de Junín, llena de plátanos añejos que daban sombra para hornear sin acalorarse sus platos.
Desde su delantal floreado se asomaban los paisajes de relatos encantados desprendiendo gotas de añoranza y alguna que otra lágrima de pasado interrumpido.
Para mi corta edad, ella era todo. Salvaba mis retos, y mis humillaciones se achicaban en sus brazos.
Su cocina era una cueva octogenaria que reproducía el mundo; en su voz los sonidos se convertían en música de dioses que yo imaginaba rubios y regordetes y que, según ella, eran como nosotros, pero habían comprendido la verdad suprema.
Una abuela es un precioso cofre de enseñanzas, una cajita plástica y musical que todo lo enternece, y la mía, además, tenia extraños matices, raras palabras que la enriquecían, cubitos de madera con especias que creaban un humito, que, con olores varios, te trasladaba como alfombra mágica a espacios donde la belleza y el amor estaban asegurados.
El destino quiso que no volviera a ver a su madre. Vino a los diecinueve años y aquí creó su vida, la misma que no le permitió volver, pero la esencia la mamó en matices y en detalles culinarios únicos. Como la exigencia de siempre blancos repasadores de cocina que marcaban cuando era necesario reemplazarlos. La higiene permanente en sus manos suaves y arrugadas con pliegos de vida compartida que me enorgullecía conocer.
Y el rutinario y preciso proceso en al tabla o en el mortero para cada comida. Ese mármol frío que sin embargo producía alimento de alta calidez.
Con la rigidez de su raza, cada cosa debía estar en su lugar. Y cada lugar debía estar impecable.
El trigo en remojo, estrujado luego, como abrazándolo en trapos para evitar que sus ánimos caigan, el olor húmedo remitiendo a la espiga dorada mecida al viento y su maravillosa sonrisa, de alma blanca, sorprendida por mi abrazo, que pretendía contar amor en manos pequeñas que no lograban apretarla.
El cabello canoso y natural, como los ingredientes, era ondeado y sabroso y la mirada era algo dura para la frescura del rostro. La guerra y la vida estaban reflejadas, siempre tenía la nostalgia del inmigrante, aún en días felices. Pero para mí, de un metro treinta en esa época, era un signo de altivez y no de tristeza y se me hacía una gran emperatriz o una noble distinguida que por suerte había venido a este país para que yo existiera.
Cuando la veía armar empanaditas árabes, con albahaca y carne cortadita pequeña, el tomate minucioso y el suave movimiento que realizaba con suma pericia, como danzando en el repulgue, agradecía a mi dios, al cotidiano, que casualmente no era el de ella, por tenerla.
Giraba su rostro y me bendecía riendo juntas y frotando nuestras narices perfumadas de pimientos y hojas verdes.
El color estaba presente siempre en los vestidos de florcitas pequeñas con puntillas a pesar de la base negra de un duelo ya de de veinte años, y sus huesos arqueados eran el sinónimo a la belleza de la edad.
Cuando finalizaba la tarea culinaria, nos sentábamos a tomar agua fresca con limón en altos vasos de vidrio grueso, que hoy es imposible conseguir, y su: ¡ah, que rico!, era tan simple como efectivo para avivar mi sed. Las cartas, eran el siguiente paso, mientras controlaba la cocción. Escoba de quince, chin-chón , algún solitario con maníes conversados, juegos y suaves consejos, una mañana maravillosa repleta de herencia que no me gustaba desperdiciar.
El ajo, que me sabía terrible, pasaba a ser rico bien picado y con oliva, acompañado de un vademécum de virtudes sanadoras en la voz mas amada. Y la posibilidad de mojar pan en orégano con pimiento rojo bañados en aceite sonaba a máxima expresión de alta cocina si ella lo proponía. Así aguantábamos hasta las doce y treinta, hora rigurosa para sentarse a almorzar.
Mientras todo esto ocurría, los hijos, mis tíos, entraban y salían “robando” algo de la humeante cocina, que aun siendo tan utilizada, tenía los azulejos más impecablemente blancos que he visto aun hoy, a mis cuarenta y tres años. Mi abuela se mantenía al tanto de sus vidas con pequeñas y sabias preguntas que no invadían pero informaban y que pronunciaba como al descuido; pícara e inteligente.
Las puertas siempre abiertas a la familia, eran la entrada perfecta a su noble corazón, que no podía parar de dar, aún a costa de salud, de presión elevada y de lágrimas escondidas en salsa de tomate.
Los divorcios, tortuosas discusiones y algún arreglo amistoso también se cocían en casa, en ese ambiente delicioso y maternal. Todo pasaba por la cocina, que, como una codiciada concha tenia dentro la mejor perla preciosa, la más dedicada, la más amada, a la que todos recurrían.
Y el consejo estaba, o la caricia, o el silencio, aquello que uno necesitara, con sabiduría y paciencia lograba calmar a sus cincuentones hijos, adoctrinar a las hijas ya madres y crecidas,
o abrazar, como a mí, haciéndonos sentir su alma protectora, a mas de 15 nietos de edades varias, que como sinuosas hileras de hormigas corríamos a su falda. Y mojábamos en lavin amargo (una especie de yogurt árabe) nuestras pequeñas miserias.
Su existencia, sin ninguna duda, nos enriqueció, hizo posible nuestros sueños y porque no, alguna loca aventura, como la suya, venir muy joven, tomar por las astas su vida aunque le significara no volver a ver a su familia.
Enseñando que la familia se lleva con uno, creando el espacio para la libertad.
Nos hizo mucho más valientes y nos dio la perspectiva necesaria para caminar sosteniendo con la frente altiva su historia y su odisea.
Nunca la oí quejarse de sus decisiones ni del apoyo desmedido que a veces le pedíamos, el estoicismo era una de sus mayores virtudes.
Nadie la obligaba a hacer, por lo que no tenía porqué dar explicaciones ni pedirlas. Maravillosos pensamientos avanzados, casi índigos, que intento seguir con voluntad y pocos resultados.
Siempre tendrá en mi mente un lugar especial su fragancia, que se recreaba con miles de hojas verdes diferentes, albahaca, tomillo, orégano, romero, salvia y alguna otra que no recuerdo y que se enredaban en su cuerpo perfumándolo para que nunca fuera olvidado. Maravillosa sensación.
El placer en pedacitos de infancia reconstruida, que como rompecabezas clásico pierde siempre una pieza pero no el sentir: en el tacto, el olfato y la memoria, que refresca todo el tiempo nuestra vida, haciendo que sea más llevadera y logrando posibles recursos que provienen del pasado, recorriéndonos milenarios, para hacernos un poco menos burdos.
Volviendo a sus recetas, al niñito envuelto y a la clásica torta de trigo, o las ensaladas del mismo cereal con tomate y cebollitas; mi abuela, Faride, era toda una experta, y le encantaba transmitir su tradición.
El poema de su cuerpo en movimiento, ágil, concreto y a la vez tan etéreo hizo que ame la poesía; la corrección de sus cuentos me hizo escribir sobre ella, sobre su patria culta y bella, sobre su espíritu en trocitos de pan tibio, sobre su ternura verde de vides y de cepas, sobre su exquisito sabor a madera, si la olía, porque el horno era casero, como ella.
Una mujer pacífica de una casta luchadora, una abuela sabrosa y contundente, como un buen plato caliente y hogareño, aunque viniera de otra tierra.

Texto agregado el 23-01-2007, y leído por 213 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
06-03-2007 Un homenaje a tu abuela, muy bien escrito con hermosas descripciones. doctora
21-02-2007 Es el tercer relato que leo, y francamentye, ahora ya no me sorprende la forma en que escribes. A mi, personalmente, me inspiras paz, bondad y esa nostalgia de lo añejo que siempre llega al corazón cuando está bién escrito.Eres una verdadera maestra en estos relatos y estoy seguro de que la bondad está siempre a flor de piel en cuanto escribes, hasta me aventuraría a decir, que también lo está en tu propia vida.Cinco estrellas. kamasultra
27-01-2007 Una bella recreaciòn del formidable universo de esos seres maravillosos... las abuelas aashajuijekechi
23-01-2007 Hay abuelas que dejan huella. Mis ssludos y mis estrellas -Vera-
23-01-2007 Es una hermosura, siempre me sorprenden gratamente tus historias, pero está en especial tiene recuerdos para mí, muy parecidos a los tuyos. Un aplauso!! TEQUENDAMA
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