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Capítulo VII

Salió del cuarto con sus maletas remendadas y sus tiliches a la espalda y bajó por las estrechas escaleras del edificio a la cuidad que estaba tan fría como se veía desde la ventana. El vaho congelado le cortaba el aliento a cada respiración que daba y el farol alumbraba pobremente y hacía ver la calle espectral, como un cementerio de edificios lúgubres y fríos. Caminó hacia el mismo horizonte oscuro por el que había llegado a esa cuidad homogénea, tratando de aguantar el frío que le hacía no sentir las manos ni los pies. Empezaba a dejar la luminosidad y los grandes edificios; también los pequeños. Caminaba hacia la nada. Lo único que pensaba era que le quería volver a ver. No sabía cómo podría legar a su pueblo caminando, pero no le importó. Iba decidido a no dejarse vencer por el fracaso, ni el frío, ni el hambre. La necesitaba otra vez, sentirla; cuatro años sin verla eran como cuarenta siglos de Dios interminables y equívocos, en los que su recuerdo lo visitaba todos los días y le pedía que regresara junto a ella al lugar al que pertenecía. Tenía los labios morados y la cara pálida. Tiritaba de frío y de determinación. Dejó a sus espaldas la ciudad iluminada; no volteó la vista para mirarla por última vez, porque estaba decidido a no volver jamás para nunca jamás apartarse de ella una vez que estuviese a su lado de nuevo. Caminaba ya desorientado y todo el cuerpo le temblaba; sentía ganas de dejarse caer, de desistir, de dormir y de meterse a una tina con agua en su punto de ebullición y de tomarse, primero, un chocolate bien caliente y, después, un mezcal que le retuviera el calor adquirido por la bebida anterior. Su cuerpo, tan viril y fuerte siempre, se convertía en un escuálido resquicio de carne envuelta en una figura esbelta. Por más que trataba de impedirlo ya no dio para más y, finalmente, cayó al suelo dejándose llevar por el dolor en los pulmones y la inutilidad de las extremidades congeladas.

Dos ladronzuelos pasaban por ahí envueltos en ropas de lana que, aunque amortiguaban el frío, no lo eliminaban del todo. Encontraron el cuerpo inmóvil, tan vigoroso antes y ahora tan desgastado por el frío y el cansancio y las aletas a sus lados. Sin perder el tiempo, las tomaron y vaciaron sus bolsillos apresurados, temiendo que, por azares del destino, el joven despertase de repente. Tomaron todo lo que pudieron; también el dinero que había estado guardando detrás del espejito de su habitación durante todo el tiempo que había permanecido en aquella ciudad de luces perpetuas. Luego huyeron con el motín, dejándolo desprotegido e inerte, tendido boca abajo en la tierra fría del único camino que había viajado alguna vez hacia un lugar que, realmente, jamás deseó visitar. Era un lugar que sólo había utilizado como un refugio que le alejó de aquello a lo que tanto anhelaba, deseaba y amaba, pero que nunca logro refugiar del recuerdo de aquella joven aperlada de dientes perfectos y mirada oscura y cabellos desmayados y tristes, pero brillantes como cuando la luna se reflejaba sobre algún lago y le brindaba luz.

Aún tendido en la tierra pensaba: recordaba la noche triste en que la dejó esperanzada, sentada en el balconcito repleto de flores coloridas que resaltaban su blancura y la oscuridad etérea de su mirada, así como la melancolía que éste reflejaba. Al igual que como ella le había mirado alejarse y adelantarse poco a poco en un oscuro horizonte de distancia, él también había visto alejarse la escena que más bien parecía una pintura, porque, tanto ella como el resto de la familia, permanecían inmóviles observando cómo se perdía en la oscuridad.

Texto agregado el 17-01-2007, y leído por 72 visitantes. (0 votos)


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