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Mi guardaespaldas



Nada indicaba esa mañana que sería un día diferente. Como cada madrugada invariablemente mi reloj interno me despertaba a la misma hora, y la rutina familiar de la mañana, contra el avance de los minutos me hacía mover con rapidez, casi mecánicamente. Nada cambiaba, el ruido de las duchas, las preguntas de lo que se extraviaba justo a última hora, desayunos sin terminar, las colaciones de mis hijos, y para mí un café apurado, pero tan necesario. Casi sentía un descanso al salir de mi casa. Así era cada día antes de encaminarme hacia mi otro mundo, ese al que dedicaba tanto tiempo. La caminata obligada hasta encontrar un colectivo con algún asiento disponible, me daba tiempo para planificar el día, para recordar las cosas que tenía pendiente y pensar en las actividades que ese día iba a hacer con los pacientes. Ya eran 8 años desde que llegamos a vivir a Temuco, me había acostumbrado al frío, a la lluvia, hasta extrañarla cuando la tierra dejaba de regalarnos ese olor húmedo tan agradable. Si algo de desgano quedaba en mi producto del poco descanso, se borraba con el aire fresco contra mi cara.

Pero algo cambió mi ánimo ese día al cruzar la calle y acercarme al quiosco de la esquina, al dar una mirada fugaz a los diarios. Quedé pegada en unas letras grandes y una imagen conocida. El trayecto al hospital no lo sentí, mi pensamiento estaba dedicado a él. A él, que tal como a tantos, conocí un día en el Servicio de Urgencia del Hospital, agitado, incontrolable, intentando escapar de los fuertes brazos de los funcionarios, que sólo cumplían la orden de contener al paciente sicótico, para luego con seguridad inyectar la dosis necesaria para calmarlo y dormirlo. Más tarde al despertar el se encontraría en una cama del servicio de psiquiatría, amarrado de pies y manos. Así comenzaba el camino desde ser un ciudadano común a ser un paciente psiquiátrico o un loco.
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- Yo siempre voy a ser su guardaespaldas señora Isabel, me decía, mientras caminábamos por los pasillos del hospital.
- Gracias Julián, lo miraba y le contestaba con un sentimiento de cariño parecido a la ternura maternal. Julián era feliz acompañándome y si se sentía útil era para él un orgullo. Tuvo más de una hospitalización como la mayoría de las personas que en algún minuto de quiebre emocional presentan un “brote sicótico” y cruzan el límite invisible de la “normalidad” a la “anormalidad”.


El día era húmedo como todos los del mes de julio temuquense, el cielo azul gris, que se hacía más gris al tiempo que se encendían las chimeneas invernales. Su ropa gastada olía a humo, también la mía. Con el tiempo nos habituamos al perfume natural del invierno sureño. Con paso rápido me acompañaba casi a cada lugar donde yo iba, ese día era a la bodega de abastecimiento del hospital a cambiar el cilindro de gas vacío por uno lleno. Era un día muy helado yl el frío se sentía diferente, era una confusión entre frío y tensión corporal. Yo no lograba sentir los pies y el piso de cemento no ayudaba a dar calor precisamente.

El día anterior Julián no había llegado a la hora acostumbrada, como lo hacía cada día infaltablemente después de terminar su trabajo en las plazas. A él no le gustaba su oficio de aseador municipal.
-Yo tengo cuatro años de universidad, me decía insatisfecho.
Todos los días en el mismo horario llegaba al taller. Ese día era diferente, cuando lo vi mi corazón se apretó, me alegré, me tranquilicé, pero en el fondo tenía una gran preocupación, mucho temor y también pena.
- Hola señora Isabel, ¿como amaneció?, voy a poner agua, ¿quiere un mate?
- Bien Julián, contesté sin pensar. Ya no estaba bien.

Él sabía que no me molestaba y me seguía hacia donde yo iba, entraba a mi oficina con confianza, siempre conversándome de sus sueños, de sus planes. Yo lo conocía muy bien, no sólo por el tiempo compartido, sino porque conmigo él siempre era transparente, sin dobleces. Aprendí a percibir sus cambios de ánimo, a reconocer cuando sus pensamientos se tornaban confusos y traspasaban el sutil límite de la “normalidad”.

- Le cuento, escribí una canción, ¿quiere escucharla? , la grabé aquí.
Y sacaba de su bolsillo un casette que había sido muchas veces regrabado con sus canciones.
- Tome, le regalo uno.
- Gracias Julián, que bueno que estés tan creativo, no dejes de hacerlo, tienes que tratar de ser constante.
Yo aprovechaba de motivarlo.
- Julián, ¿que te parece? Estaba pensando que sería bueno organizar actividades artísticas con los otros muchachos, ¿te tinca ayudarme?
El seguía con su tema.
- Los voy a vender. Voy a ir a la radio a dejarlos. Me los mostraba entusiasmado. En la tapa del casette se podía ver un dibujo que el mismo había hecho de colores fuertes y figuras confusas, al otro lado la lista de títulos.
- ¿Lo quiere escuchar?
- Claro ahí esta la radio, no muy fuerte Julián.

Mientras él me hablaba, mis pensamientos estaban en ese titular de letras rojas. No me atrevía a preguntarle nada. ¿Por qué no viniste ayer Julián?, ¿Dónde estuviste?, ¿Tú no estuviste en eso, verdad?, preguntas en mi cabeza sin respuesta. El diario de la mañana anunciaba una trágica noticia: dos monjas habían sido encontradas muertas en sus habitaciones. Sus cuerpos apuñalados y signos de lucha hacían del cuadro algo espeluznante. Ya se comentaba de los posibles autores de tan terrible crimen. Eran monjitas muy conocidas, trabajaban en el hospital. No había otro tema de conversación en los pasillos ese día, la conmoción era general.

- Le cuento señora Isabel, ayer me agarraron los pacos, pasé toda la noche en la comisaría.

Mi cuerpo se enfrió de golpe y mis piernas flaquearon.
- Pescaron a varios cabros del barrio, ¿supo que murieron unas monjitas?
- Si supe Julián, pero ¿tú, y por que estuviste detenido? , ¿Qué pasó?, ¿supieron tus hermanos?

- Me estuvieron haciendo preguntas toda la noche, más encima me quitaron los puchos y los pacos no me creían que estuve hasta tarde con los cabros de la universidad tocando guitarra y fumando unos pitos.
- ¿Te pegaron Julián?, fue la única pregunta que se me ocurrió, porque yo conocía bien a Julián, no había más preguntas.

Sentí una repentina sensación de alivio al pensar en el doctor Luis Almazán, él era la persona que me ayudaría a recuperar la tranquilidad y poder continuar trabajando ese día. Como yo, él lo conocía bien. Corrí a su oficina. Allí lo encontré y estaba solo, sin pacientes a esa hora, eso fue una suerte para mí.
- ¡Hola Isabel, pasa.
Me recibió contento, con una sonrisa, sus lentes en la mita de la nariz, y su calma de siempre.
- Que bueno que vienes a verme, tenía ganas de un cafecito.

No dejé lugar a otro tema, ni al café, ni al cigarro que nos fumábamos otras veces para hacer un alto en la mañana.
- La misma ropa Luis, estoy preocupada, el mismo porte y no estuvo esa noche en su pieza. Los carabineros lo creen sospechoso. Yo hablaba sin pausa. Una vez me contó de unas alucinaciones en que Dios se le aparecía con cuerpo de mujer y le hacía el amor, ¿y si está mal otra vez? ¿y si está escuchando voces?, ¿y si fue él?... pero no, cierto Luis, yo sé que no fue él. Vueltas y vueltas en mi cabeza. Lo acosé con mis dudas y mi angustia.
- ¿Tú que crees?, lo conoces tanto como yo, dime algo.
Buscaba con urgencia una respuesta, pero él no quería comprometerse, sus cejas se arqueaban y me miraba con cara de duda.

Volví decepcionada y más preocupada al taller. Unos pocos pacientes estaban en sus actividades acostumbradas, otros que no hacían nada sin una indicación de su terapeuta, fumaban y caminaban de un lugar a otro con esa marcha y postura estereotipada de los esquizofrénicos. Mi mente estaba en otra parte, incluso me había olvidado del frío. No podía relajarme.

- Ya Julián, ayúdame con la estufa, hace mucho frío.

Que día tan largo y nublado, necesitaba llegar a mi casa. Despedí a todos los pacientes, algunos con su cabeza inclinada por el efecto de los medicamentos, los pies arrastrando, otros molestos porque volvían al encierro. Si no había terapia ocupacional, sólo cuatro paredes, y muchas personas que les eran indiferentes, era el panorama para ellos.

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- Yo no podría trabajar allí, no se como puedes, ¿no te da miedo? – me preguntaba preocupado mi esposo.
-Tú sabes que nunca he tenido miedo.
- Me molesta que no te preocupes, ¿no viste el retrato hablado?, se veía igual que él. Las botas, los pantalones, la misma parka, ¿como puedes estar tan tranquila? – insistía irritado.
- Porque lo conozco bien, sé lo que te digo, además lo soltaron altiro, no te preocupes.
-Pero es sospechoso, y…..continuaba.
Me aburrían sus repetidos comentarios, me bastaba con mis temores.
-Ya córtala, estas igual que la gente ignorante, ¿con que derecho piensas que porque está enfermo tiene que ser él?
El continuaba hablándome, yo lo escuchaba lejano.

Julián vivía en la misma cuadra donde estaba el hogar de las monjas que asesinaron. Su casa era una pieza de tres por tres, sus pocas pertenencias eran su cama, una silla rescatada de por ahí, un par de jarros metálicos sucios y oscurecidos por el tiempo, la cuchara que servía para el té y la sopa, el anafe, una vieja tetera y su mate. Las murallas dibujadas con colores de delirio. Allí vivía, donde en su niñez estuvo la casa paterna que un día fue su hogar.
Así era hasta que su madre murió y él ya nunca más fue el mismo, decían sus hermanos. Un día se subió al techo y encendió fuego a la casa. Desde ese día él vive solo allí. Desde ese día tiene dos casas, su pieza y la del hospital psiquiátrico. Desde ese día ya no estudió más construcción civil, ya no tuvo sueños, los cambió por alucinaciones que le contestaban en las horas de soledad, por delirios que le contaban historias celestiales. Desde ese día podía ser el culpable de un crimen. Pero él era mi guardaespaldas.
- No se muera nunca señora Isabel.
- Tengo para rato Julián.

Un día nublado como casi siempre, otro titular en el diario anunciaba: Detenido el autor del crimen de las monjitas.
El culpable del asesinato era ese joven estudiante universitario que se cruzaba en la calle con Julián, su vecino que nunca lo saludó. Desde ese día otro joven también dejó de ser un estudiante.

Julián está sonriente, en la mesa hay torta, cuarenta y cinco velas y en la cocina los aromas nos abren el apetito. En el living del hogar protegido estamos todos sus amigos. Voces contentas que entregan regalos son interrumpidas por el timbre.
- Abre la puerta Julián, tienes visitas.
- ¡Feliz cumpleaños Julián!
- Gracias doctor.

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Texto agregado el 14-01-2007, y leído por 131 visitantes. (0 votos)


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