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El iluso soñador

Había un niño que quería ser soñador. Planeaba su voz al viento, mientras que su madre le transportaba a la realidad, de nuevo, con sus palabras. Sin embargo, él quería soñar.

Era un día soleado, azulado, despejado. Las nubes parecían estar absortas en algún otro sitio, porque por allí no habían aparecido desde hacia unos días. Altanero en el horizonte, se encontraba el sol calentando la tierra.
Los campos parecían cobijarse bajos los rayos de luz, con su superficie verdusca recogiendo cada grado de calor, como tomando el sol en ese día cálido de primavera.

Era abril. Veintidós de abril.

Una voz lejana chilló un nombre, con la vaga esperanza de que el que fuera se diera por aludido en ese día. Pero el nombrado, aquel soñador, se encontraba sentado en la cima de una pequeña colina a la espera de la tarde. Parecía que no le importara lo que dijera aquella voz, mas un segundo grito le despertó de su letargo.
Ayudado por sus manos comenzó a bajar, prestando atención de no tropezar y caer por las piedras sueltas que derramaba la montaña. En un descuido, su pie izquierdo resbaló en la superficie pulida de una roca. Rápidamente con su mano asió la rama de un arbusto cercano que le sirvió de palanca para volver a alzarse y caminar. Su mano dolorida le comentó que no había sido buena idea agarrarse a una zarza.

La voz lejana volvía con su cantinela sinuosa entre el viento circundante, consiguiendo que el soñador se apresurara en su bajada. Los últimos metros los culminó con un salto y corriendo por la pradera llegó hasta la casa baja, hecha de piedra y madera, que adornaba el paisaje primaveral.

En la puerta, la voz lejana tornó en figura. Una mujer alta, delgada, de rasgos de carácter pétreo, voz ronca y afilada. Una mujer que le recordaba todo lo que debería hacer y no hacía, pues su carácter soñador le hacia divagar entre las nubes inexistentes acerca de lo bello que era la vida.

Aquella señora abrió su boca áspera y como si fuera un bocado, arremetió contra su alma romántica dos o tres verdades universales. Esas que todos sabemos, esas de la vida, de lo que hay que hacer, de que no se puede mirar las estrellas con la boca abierta preguntándose qué habrá detrás. Era esa voz que no te dejaba pensar, solo actuar, como uno más del rebaño. Era esa voz que no te dejaba pensar, solo actuar, siendo un cordero más.

El soñador entró en la casa. Dejó sus zapatillas sucias de tierra en la entrada, para no ensuciar el suelo de piedra. De la cocina le vino el olor a cocido. Del salón le vino el olor a romero.

Entrando a la salita de estar dejó caer su cuerpo sobre una cómoda, vieja, áspera, tan afilada como su dueña. El soñador empezó a soñar. Imaginar su casa en la ciudad, la que había dejado para buscar tranquilidad, su jardín, su perro Bilbo, sus amigos. Todo parecía lejos, de otro mundo, de otra realidad. Parecía que esa no era ya su vida, sino que era la vida de otro, que seguía allí con ellos por lo que no le echarían de menos. Era como si él, ahora, fuera sólo el descanso de su alter ego.

Tres meses, le dijeron. Tres meses de descanso y ya habrá acabado todo.
Sin embargo, él no quería dejar de soñar. A veces cerraba los ojos para entender cómo se podría sentir cuando dejara de fantasear. Se preguntaba si la vida era una ilusión o si la ilusión era el vivir. ¿Qué habría más allá? ¿Qué le esperaría?

Tres meses le dijeron. Tres meses y ya habría acabado todo.

La voz ronca volvió a gritar su nombre. Esta vez era para que pusiera la mesa, ya que era la hora de comer. El ingenuo empezó a desplegar el mantel de cuadros que su madre guardaba en un cajón polvoriento. Cubrió la mesa de madera como si fuera un regalo, poniendo encima de ella los platos y los vasos que ellos dos iban a usar a la hora de la comida.
Los platos, a su tacto, eran fríos. Tan fríos como la muerte. Comenzó a pensar que posiblemente era la última vez que tocara esos platos. Y los tocó de nuevo. Su tacto volvía a ser frío, pero consiguió encontrar candor en sus formas, redondeadas, dulces. Llevó a su rostro su gélida superficie, intentado entender más su silueta, consciente que esa con seguridad era la primera vez que se había fijado en su aspecto. ¡Qué terrible equivocación! Se arrepintió de todas esas veces que podía haberlo hecho y no lo hizo, pendientes de otras cosas menos importantes. Era eso lo esencial, lo increíble, lo imprescindible.

Su madre entró por la puerta en el mismo momento en que se encontraba oliendo el plato. Horrorizada, consiguió vociferar al viento que qué estaba haciendo. Le llamó loco. Pero el soñador pensó que más loco era el que no disfrutaba de lo que le rodeaba, que aquel que con alma romántica lamía cada sensación del ambiente.

Como un corderito más, dejó el plato en la mesa y se volvió a sentar en la butaca. Mientras, su madre proseguía poniendo la mesa, mirándole de reojo a ver si hacia alguna otra cosa extraña. Pero él solo miraba al horizonte del fuego en la chimenea, absorto en su mente en blanco.

Fuera, las nubes seguían sin aparecer, mientras que la noche lentamente dejaba su manto oscuro sobre los campos.
La cena estaba lista.

Los dos en la mesa no se miraban a la cara. Los ojos bajos, sin apartarlos de la sopa de cocido que albergaban los platos. Esos platos gélidos. Esos platos llenos de libertad.
Su madre le tendió el pan en un arrebato de conciliación, pero el soñador le negó el acercamiento. No quería su realidad. Quería seguir soñando.

Acabada la cena él se levantó para recoger la mesa, mientras que ella se dirigió la cocina para guardar la comida restante y fregar los restos. La puerta cerrada de la cocina era como una barrera infranqueable para el soñador. Era el hogar de ella, su momento de regocijo en su mentalidad cerrada de hace cincuenta años. De esos pensamientos que dicen que ese es el lugar de la mujer, mientras que el hombre debe llegar con el sueldo. Esa era su realidad. Y él quería seguir soñando.

Tres meses y habrá acabado todo.
La noche ya había caído con fuerza más allá de lo que le enseñaban las ventanas al iluso soñador. Los campos, meciéndose al dulce viento, como cuerdas de un violín, hacían llegar a los oídos románticos notas de alegría, de paz, de pasión. Todo aquello que había sido negado a nuestro soñador. Encerrado en la buhardilla, mohosa y vieja, de aspiraciones de años remotos que no son estos.
Él quería hacer caso al viento. Al campo. Al cielo. Incluso las nubes se habían ido. Él quería seguir soñando.

Tres meses y habrá acabado todo.
Eso le habían dicho hace dos años Y esto no acababa.

El golpe de la puerta contra el marco, en un arrebato del viento, le devolvió a su realidad. La realidad de su madre, de la cocina, de la vieja casa, de la buhardilla. Y él quería seguir soñando. ¿Por qué no le dejaban? ¿Por qué se sentía cordero cuando quería ser lobo? Un lobo negro, libertario, que grita con el brazo izquierdo en alto respondiendo al sol si hiciera falta. Un lobo con ideales, que no se deje callar por nadie. Un lobo hambriento de nuevas experiencias.
Y sin embargo…era cordero.

Tres meses eternos, esperando su llegada. No podía resistir más a su madre, su realidad edulcorada, maldita y trasnochada.

Así que abrió la ventana, aquella que le enseñaba los campos de libertad, llenos del verde más intenso que jamás una noche pudiera ver. El aire golpeaba su corto cabello y bañaba su fina piel con polvo que bailaba curioso en remolinos. Se desabrochó los zapatos silenciosamente para que su madre no consiguiera oírle y no pudiera echarle atrás. La camisa y los pantalones fueron más fáciles de quitar, de forma rápida, mientras que la ropa interior le costó un poco más, fruto del nerviosismo y de su torpeza. Dobló cuidadosamente la camisa. Un pliegue de una manga, luego el otro y cuando se dispuso a doblarlos sobre el tronco, empezó a soñar. Un lobo nunca doblaría una camisa, sino que la lanzaría al vuelo y allá donde caiga sería un buen lugar para dejarla. Así lo hizo. La blusa llegó hasta la butaca donde había estado sentado antes y quedó arrugada en uno de sus brazos.
Lo mismo hizo con las demás prendas.

Orgulloso de su desnudez, se deslizó por la ventana para llegar al césped húmedo por la frescura de la noche. Era la primera vez que disfrutaba del césped. Y en ese momento se preguntó por qué no lo había hecho antes.

La primera pisada le hizo estremecer al contacto de su piel con la superficie verde. Era una sensación increíble. Era incluso más frío que el plato.
Algunas gotas de agua se colaron por su empeine, escurriéndose poco a poco por sus dedos, en un cosquilleo que le hizo relamerse de felicidad.

La segunda fue más impresionante aún. Se topó con una piedra en su camino. Era afilada, dura. Su planta se quedó resentida y comenzó a sangrar. Pero fue una sensación tan maravillosa que con una carcajada rompió el silencio que invadía la noche en el campo.

El escozor de su pie no le impidió poner otro pie en la tierra. Esta vez era barro, que ensució sus pies y que le brindaron la oportunidad de encontrarse sucio. Después de tantos años en que su madre le había cuidado, limpiado y contagiado su pasión por la pulcritud. En que ninguna mancha se había colado entre su ropa, ni en su piel, ni en su pelo. La sensación de sentirse sucio le hizo evocar una sonrisa.

El cuarto paso fue más inquietante. En el momento en que posaba su peso en el suelo, un pequeño gusano hacía acto de presencia, por lo que todo su volumen fue a parar en el pobre animal, que aplastado en el suelo murió. Se sintió miserable. Un asesino. Había tenido una vida en su poder y le había arrebatado toda posibilidad.
Primero fue la ira, luego la culpabilidad y por fin el sufrimiento los sentimientos que se reflejaron en su rostro. Las lágrimas le caían por la cara.

Al quinto paso se topó con una flor. Estaba a penas unos milímetros de su pie. Parecía estar dispuesta a dejarle ver que aunque en el mundo hay muchas cosas malas, siempre podría encontrar una flor. Era de color rosáceo, casi morado, con líneas de color amarillo que adornaban parte de su superficie. Su tallo, verde oscuro, era duro, resistente. Curioso porque su aspecto frágil se sustentaba por un gran carácter, como era su tallo. Como el amor, que parece frágil pero se sostiene por una sensación muy fuerte.

Pero a la sexta pisada llegó al río. El riachuelo que se encontraba al lado de la casa. Un agua fuerte, salvaje, de libertad. Su bravura chocaba contra las rocas, su valentía contra el propio suelo donde circulaba y su potencia resbalaba entre los dedos de aquel soñador. Y el soñador volvió a soñar. Imaginar que era río. Ilusionarse con ser agua fuerte, salvaje, de libertad. Con que también él pudiera chocar contra sus propias rocas que le hacían pensar de forma diferente. Ser valiente contra el rebaño. Sentirse potente frente a la vida.

Pero algo le decía en su interior que ya no era el momento de soñar. Su madre tenía razón. Ganaría la realidad, porque ya era demasiado tarde. Había perdido su momento, su tiempo de libertad, había derrochado su vida en no vivirla, mientras soñaba con vivirla.

Tres meses le dijeron. Y esos tres meses siguió soñando. Después, otros tres meses. Después, otros tres. Y ahora seguía soñando. Nunca viviendo lo soñado.

Quería ser el río. La libertad, lo salvaje. Saltar al horizonte, reír sin parar, carcajada continua a la vida. Ya no era por esos tres meses, ya no era por soñar, ni siquiera por el cáncer que le consumía cada día y que había destruido la palabra “futuro”.
Era por él. Por el lobo.

Por eso saltó. El río fue suyo. El agua su hermana. Se sintió bravo, salvaje, valiente.

Fue la primera vez y la última que se sintió libre.
Fue la primera y la última vez potente.
Fue la primera y la última vez un lobo.

Y el río se lo comió.

Texto agregado el 09-01-2007, y leído por 86 visitantes. (0 votos)


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