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Rubén chutó lo más fuerte que pudo, se dejó el alma en aquel disparo. El balón salió disparado hacia la portería, oliendo a gol, con sabor a victoria, era su particular revancha contra aquel ejército de niños de papá que iban a aquel barrio a jugar un rato antes de irse a la piscina del general Espinosa a refrescarse un día más de aquel tedio y asfixiante verano.

Cuando sus compañeros y sus rivales veían que aquel gol le iba a dar la victoria al equipo del barrio, cuando los más humildes se imaginaban disfrutando de la gesta mojándose la cara con la escasa agua que salía en la fuente del pueblo y los otros necesitarían un chapuzón más que de costumbre para olvidar la derrota mientras saltaban desde el trampolín, apareció la mano salvadora de Joaquín, el hijo del cocinero del cuartel, que, aunque no era pudiente ni hijo de militar, prefería estar a ese lado de la batalla, más aún cuando la sombra no es refugio en días así.

El partido había terminado y los que vestían camisetas deportivas caras y zapatillas relucientes, volvieron a ganar. Se marcharon sin despedirse y cantando y vitoreando a Joaquín, que sonreía falsamente. Rubén se fue cabizbajo en busca del balón despejado y lo vio en lo alto de la verja del cuartel. A pesar de que tenían prohibido ir hasta allí, no tuvo otro remedio puesto que el balón era lo único que tenía, era toda su vida, todo su entretenimiento, la razón por la que seguir luchando para sobrevivir en tan difíciles condiciones.

Nunca había estado allí, y se encontró con un desierto de asfalto alambrado, donde aún había restos de jirones de ropa, zapatos abandonados, excrementos… Era sólo un niño, pero había vivido lo suficiente para saber que ese no era un lugar de vacaciones precisamente. Encontró en lo alto de la valla su balón, y mientras escalaba pelándose las manos en el óxido de la verja, una persona desde el final del asfalto le observaba en silencio. Rubén le echó valor y siguió escalando torpemente. Aquella persona fue acercándose silenciosamente, aunque Rubén pretendía no verlo. Pensó que le traería problemas explicar porqué estaba allí, él sólo quería su balón.

Rubén alcanzó el irregular esférico, y de un salto, llegó al suelo. Le faltó el aliento al ver a aquella persona justo delante suya, a un metro, separados por un alambre, a salvo pero aterrorizado.

Era un chaval mas o menos de su edad, un poco mas bajo que él, con pantalón corto, camisa desabrochada y un trozo de pan en la mano. Cabeza rapada, piel morena, dientes machacados y ojeras profundas. Su cara reflejaba la dureza de ese sitio, de donde se decía que la gente entraba pero nunca salía, y su gesto reflejaba desesperación por salir de allí. Rubén nunca olvidará esa cara.

Antes de salir corriendo, Rubén volvió a chutar, volvió a dejarse el alma en aquel disparo, a la postre el último que haría con ese balón, y se quedó mirando al enclenque muchacho sonreír y correr hacia el balón, que subió hasta las estrellas y botó a pocos metros de él, en el otro lado de la verja, a miles de kilómetros de Rubén. Éste salió a toda prisa de allí, sin olvidar la cara del desgarbado preso, sonriendo, agitando la mano y con el balón bajo el brazo.

Texto agregado el 04-01-2007, y leído por 104 visitantes. (1 voto)


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