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Inicio / Cuenteros Locales / goldberg / La ilegalidad de la muerte

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De todas las amigas de mi padre, a la que siempre voy a recordar será a Silvia. No era especial, tampoco una belleza, ni siquiera tenía una personalidad imponente. Silvia sabía cocinar muy bien y vivía con el gusto de la charla y los buenos momentos.

Lo que a Silvia la hizo inolvidable en mi memoria fue la historia de su hijo Daniel.

Un día me contó que su hijo Daniel había estudiado Ciencias de la Comunicación y se había casado antes de terminar la carrera. El padre de Daniel –uno de sus esposos- era el dueño de un gran bar que funcionaba muy bien en aquella pequeña ciudad montañosa. Todos los días la caja se llenaba constante y sonante y las ganancias crecían. El señor ya estaba viejo y cansado, así que decidió vender el bar para vivir tranquilo. Llamó a Daniel. Le preguntó si quería comprar el local. Daniel se alegró con la propuesta, porque así no debería salir de su ciudad natal para encontrar trabajo y podría mantener a su esposa e hijo. Claro, le contestó a su padre, y el viejo le dijo que le daba hasta julio para que le comprara el antro, y que se lo iba a vender al mismo precio que tenía planeado hacerlo con el mejor postor. Si después de julio no había dinero, tampoco habría local.

Daniel se la pensó para poder conseguir la enorme suma que su viejo le exigió. No existía ninguna oportunidad de conseguirla por medios legales, ni siquiera ilegales.

Un día muy temprano salió en el autobús de segunda clase a la ciudad de México. El frío de enero le recordaba que tenía pocos meses para juntar la suma. En México se montó en un autobús de segunda con dirección a la frontera. Llevaba un poco más de cien dólares y muchas esperanzas en el pecho. Un amigo suyo, ilegal en los USA, le había dicho que viniera a los campos de tomate, que hacían falta trabajadores para la cosecha.

Llegó a la frontera en la noche. Siguió los consejos de su amigo: no lleves mochila para que no te asalten, ensucia tu ropa para que des lástima, no escondas tu dinero para que los asaltantes, o la policía mexicana, lo encuentren rápido y no se ensañen contigo, no hables con nadie, no hables con los coyotes, no des tu nombre verdadero e ignora los problemas de los otros.

Daniel siguió las recomendaciones al pie de la letra.

Esperó a que pasara el tren carguero con dirección a los USA, en el tramo más oscuro de las vías. Creyó que era el único, pero cuando el tren pasó frente a él, muy lento, descubrió a las sombras que se metían debajo de los vagones, entre los fierros oxidados. Daniel se metió también, acurrucándose entre los tubos hidráulicos de los frenos de algún vagón. Amarró su torso a un tubo, con el cinturón.

Las horas pasaron y el dolor de la posición se hizo insoportable. Le dio gracias a dios por la idea de sujetar su cuerpo con el cinturón, porque sus brazos ya no podían sostenerlo. El tren iba a toda velocidad. El paso de los rieles, tan cerca del rostro, le provocaba mareos, por eso mantenía los ojos cerrados, y también para evitar ver los cadáveres destrozados de aquellos que ya no pudieron sostenerse con la fuerza de sus brazos.

Por fin se detuvo el tren, en algún lugar perdido del desierto, en el lado de los USA.

Daniel salió de los tubos. No podía moverse de lo entumido que estaba, así que se arrastró para salir de las vías. Después caminó hasta la próxima pequeña ciudad. Encontró un teléfono público y llamó a su amigo.

En la cosecha de tomates podría empezar a ganar dinero. El registro había sido fácil, demasiado fácil. Sólo le pidieron su nombre, cualquier nombre, le dieron un número y le explicaron en dónde estaba la caserna a donde iría a dormir en las pausas.

El campo era enorme. Hasta donde alcanzaba la vista había tomates en espera de ser cosechados. En el horizonte rojo se marcaban las siluetas de los miles de tomates con la puesta del sol, en la lejanía.

No existía un horario fijo. Trabajas hasta que te canses y registramos las horas, pero no puedes hacer más de siete horas libres, le dijeron. La cosecha de tomates se hacía durante las 24 horas del día; por el día con la luz ardiente del sol, por la noche con la luz tupida de insectos de las enormes lámparas colocadas por el campo.

Cosechó tomates, miles de frutos rojos, agachado, con el lomo torcido. En los primeros días tuvo que trabajar bajo los efectos de las pastillas que le había dado su amigo, porque el dolor de los músculos, manos y huesos era insoportable. Después se acostumbró al trabajo bestial. Descansaba poco, y cuando el sueño le impedía salir de la cama después de dormir un par de horas, recordaba el plazo que le había puesto su padre, la cara de su hijo y las necesidades de su mujer.

A veces tenía que correr cuando se acercaban las camionetas de la migra… era un juego estúpido. Los policías sólo llegaban a cobrar su parte del trato, pero los capataces gritaban ¡Corran! y había que correr a esconderse.

Cinco meses pasaron, entre cosecha de tomates y otros frutos. Daniel pudo juntar el dinero necesario para comprarle el bar a su padre y un poco más, así que regresó a México en avión, hasta su pequeña ciudad. Llegó con regalos, amor, dólares y muchos planes.

Le compró el local a su padre, cambió el nombre del bar, dio el primer pago para una casa nueva y le regaló a su madre, a Silvia, dinero para que se fuera de viaje a Cancún.

Tres meses después pudo comprarse una motocicleta Suzuki, la que había deseado desde siempre.

Recibió la moto un sábado y al domingo siguiente salió a estrenarla. Un autobús urbano, que hacía carreras con otro autobús para ganar más pasaje, atropelló a Daniel, que esperaba el cambio de luz roja a verde.

Murió rápido, con los sesos de fuera… el periódico local sacó una foto en primera plana, con el cráneo destrozado, el cuerpo inerte, a colores.

Silvia, que siempre creyó en la presencia de los fantasmas y descubría muertos en casas ajenas, aquel día no sintió nada. A la misma hora de la muerte de Daniel ella reía con mi padre.

Ahora el bar ya no le pertenece a nadie. La familia de la esposa de Daniel decidió venderlo a mitad del precio que él había pagado.

En algún lugar de los USA miles de plantas de tomates comienzan a soltar los frutos y en la frontera acecha la mano de obra, en espera de la próxima oportunidad.


Texto agregado el 30-12-2006, y leído por 412 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
19-01-2007 Un relato que muestra en pleno la vida, los esfuerzos, los sueños de esta raza nuestra, junto a una crítica social que se revela muy nítida, por el norte, siempre por el norte la explotación y la indiferencia por el ser humano, sólo producción. Se leen muchas cosas más, aparte de la historia de Daniel, un hijo, un esfuerzo y además un padre que no le hereda al hijo, le vende... Intereante propuesta, que a mí como lectora no me deja indiferente. FaTaMoRgAnA
01-01-2007 Lleno de modismos que ene ste caso son acertados porque hablan de una realidad que pasa día a día en la frontera. Coincido con cramberria en la fluidez de tus textos, porque desde la sencillez se puede explicar lo más complejo. Saludos iolanthe
31-12-2006 me leo tus relatos de una sentada, no empleas términos rebuscados y eso le da el encanto realista y acogedor al texto. Tremendo final, uno nunca sabe lo que le depara el destino. cramberria
31-12-2006 Señor Goldberg, con este acabo leyendo todos sus cuentos que tiene en su página. Es un cuentero interesante. Este cuento en particular me parece que refleja su estilo, de relatar anécdotas reales de manera literaria. De acuerdo a sus vivencias (supongo) tiene cosas importantes que decir. Fue un gusto haberlo leido. PD. "que ha Silvia" -> "que a Silvia". roberto_cherinvarito
30-12-2006 hermoso cuento muy semejante a una realidad eli-daros
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