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Nueve. Inexplicablemente aparecía otra vez dando grandes alaridos ante su escéptica mirada que gravitaba en el infinito de una recta numérica circunstancial. Le miró. Luego se llevó el pequeño papel hacia su boca y lo aprisionó con sus labios semisecos. Recibía su vuelto mientras cogía con su mano izquierda algunos cuadernos de distintos tamaños. La tarde recién mostraba sus primeras señales de vida veraniega, puesto que el amanecer se entristeció con una inesperada neblina que obligó a más de un cuerpo a embutirse en diversas y coloridas chompas con aroma a naftalina. El calor incesante se plasmaba en los rostros cálidos y adustos, marcados por surcos improvisados que se resistían a circular linealmente. Por las ventanas se observaba un inmenso y variopinto mar de gentes: escolares, vendedores ambulantes, policías de tránsito, oficinistas sin saco arrebatándose las corbatas mientras maldecían al cielo; el resto, completaba anónimamente el heterogéneo cuadro matinal.
Gambino guardó el boleto entre las hojas de un cuaderno. Viajaba en un vetusto microbús que se zambullía ágilmente en el océano vehicular de la avenida Benavides. Durante el trayecto, pensó súbitamente en el boleto. La idea de un nueve rondaba las esferas de lo paradójico y se contrastaba con recuerdos pueriles que iban aumentando su curiosidad y extrañeza. Desde hacía tiempo no escarbaba en sus memorias que, como ahora, se abalanzaban sobre su mente, y detenían su mundo real por un instante. Tomó un poco de aire. Luego se detuvo el microbús para que bajase una señora que traía bolsas en la mano y cara de estar llegando muy tarde a preparar el almuerzo. Desde el exterior se logró filtrar un airecillo por la ventana entreabierta. Gambino lo sintió tan fresco como un helado jugo de naranja. Después el vehículo siguió su marcha, y fue allí que, mirando al otro lado de su asiento, se embriago con recuerdos que alucinó proyectarse en el vidrio mohoso de una ventana trasera y lo trasladaba, mil años luz, al encuentro de uniformes escolares, trompos y pelotas parchadas. Estaba con Manuel, con quien elaboraba un juego en el que predecían su futuro por medio de la lectura de un boleto. El último dígito del número era el elegido, y éste tendría un significado basándose en la Tabla de Identificación que fue arduamente elaborada, según acontecimientos inéditos que eran relacionados con el número de turno. Así habían llegado a completar la Tabla, que repartieron cuidadosamente entre los amigos más allegados, previo juramento y respeto hacia los designios, que iban a formar parte inamovible de su futuro incierto.
Los recuerdos se disolvieron así como la imagen proyectada. Pero el nueve había quedado flotando en un cielo de efímeras preguntas y anécdotas borrosas. Un círculo vicioso que comenzó en la mañana con el primer boleto en la combi que lo llevó rápidamente a la Universidad para rendir un examen de Razonamiento Matemático, y en el cual se encontró, en la novena pregunta, con una operación para hallar un número capicúa de tres cifras, que tenga en los extremos un nueve. Todo esto –hasta ese momento– lo iba relacionando con su horóscopo, que en el día de hoy le daba el número sesenta y nueve para la suerte.
Ahora, sentado en el microbús, recordó el horóscopo, pero solamente el número de suerte mas no el contenido de su signo zodiacal. Esto le hizo escrutar un poco su pasado y encontrarse con algunas cosas que sucedieron a partir del uso de la Tabla. Como el día en que estaba pensando en Rosita Carrillo, una chica que recién se mudaba al barrio y a la que quería caerle. Pues en el retorno a casa se encontró con un cuatro, que asumía, según la Tabla, el romántico significado de AMOR, y que le daría esa misma noche la grata y tan esperada respuesta afirmativa de la rubicunda recién llegada. O, también, el día que su madre iba a dar a luz, y que él se dirigía al hospital y se topaba con el siete de la FELICIDAD y nerviosamente deseaba que sea hombre y “es un bello niño regordote”, le decía una enfermera con mil años a cuestas y cara de alegría compartida y envidia maternal.
Pero, a todo esto, no pudo recordar el significado del nueve, que lo traía muy inquieto. Y más aun cuando observó que el número de su boleto –lo había extraído de su cuaderno– era un capicúa (nueve, cinco, cuatro, cinco, nueve), y que también tendría algo que ver con su horóscopo y su ejercicio matemático.
No pudo esperar más tiempo y decidió bajarse a medio camino. El sol calentaba con mucha mas fuerza. Vio que había un gran tumulto: gente protestando por algo que no le interesó. También escolares de algún colegio de pitucos, porque llevaban unos uniformes que se diferenciaban entre la multitud. En el instante que el semáforo se puso en rojo, cruzó. Buscó un teléfono público y llamó de inmediato. Esa llamada fue un poco extraña por el distanciamiento que existía entre ellos desde un tiempo no muy lejano. Quería encontrar en esa llamada alguna respuesta que le brindara la calma que se le escapó de las manos y lo dejó inmerso en este tormento. También dudo al hacerla pero ya estaban contestando. Sintió que el auricular se le resbalaba. Lo cogió fuerte y seguro. “¿Qué quieres?”, se escuchaba el tono desdeñoso de la voz de Manuel. Gambino preguntó por la Tabla, sin mencionar lo que sucedía. Tampoco sería de importancia para Manuel, pues tal vez reiría por una pregunta tan infantil. “No entiendo. Me llamas con un pretexto tan absurdo”, Manuel levantó algo la voz, “si quieres disculparte sólo dilo. Yo ya lo pensaré.” Gambino tuvo ganas de mandarlo a la mierda por su arrogancia, pero se contuvo, ya que era necesario saber el significado del nueve. “Sólo dímelo. Después hablamos y te invito unas cervezas.” Gambino ya estaba un poco resignado a la negativa. Tal vez seria mejor, y ya no ocuparse de cosas que pertenecen al pasado. Pero Manuel habló: “No sé que diablos te pasa. Tampoco me interesa. Pero... bueno... jódete con tus cojudeces... nueve es PELIGRO.” Manuel colgó el teléfono mientras Gambino se atragantaba con saliva. Sus manos empezaron a sudar y su rostro empalideció. Una corriente fría fue escalando su cuerpo desde la punta de sus pies hasta abofetearlo de improviso. Sentía que la cara le ardía, y luego se preocupó cuando recordó al chato Paredes con la pierna fracturada después de un inefable nueve.
Su preocupación fue creciendo estrepitosamente. Algo recorrió su mente cuando vio a un pequeño con uniforme de colegio fiscal. Entonces telefoneó: “Tu hermano todavía no vuelve”, le contestaba su madre, “el auto siempre se demora. Ya le he dicho al viejo Carranza que maneje más rápido. Y tú, ¿a qué hora llegas. No pienso calentarte la comida”.
Estuvo más tranquilo después de la llamada. Había olvidado que su único hermano era recogido por Carranza, un tipo cincuentón que transportaba alumnos de distintos colegios en una camioneta verde.
Decidió olvidarse del asunto. Tomó una combi. Se sentó. Pensó en llegar rápido a casa. Su madre siempre le jodía cuando llegaba tarde y tenía que calentarle la comida. También pensó en que se pondría esta noche para ir al cine con Rosita. Ella estaba cada día más bella. Pagó su pasaje. Miró de soslayo el boleto. Era otro nueve. Sonrió y lo arrojó por la ventana. Este se perdió entre autos y el cercano olor a comida caliente.

Texto agregado el 09-07-2002, y leído por 694 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
02-03-2003 ke bueno, el estudio de la cabala a un nivel infantil...jaajjaj. en fin, insisto, sacas un 7 en descripcion dulcilith
24-02-2003 Uno siente que se mete en la mente del personaje y se pasea por todos los pensamientos. Me gustó mucho. Saludos. mcavalieri
10-07-2002 Tu cuento es dinámico. Me gusta el manejo de los tiempos y el buen hilo de los sucesos. Parece un largo viaje en colectivo. Saludos. merlina
 
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