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Antes de empezar a relatarles mi historia, quiero decirles algo:

adhemodia balstarium
naggere abelatto
casdetencia detta nominature

Ahora puedo continuar tranquilo; aunque no lo comprendan, ya es muy tarde para ustedes. Si han llegado hasta estas líneas, ya no hay nada que puedan hacer para cambiar su destino.
Tal vez estén maldiciéndome por escribir estas palabras. Si es así, quiero que sepan que yo también me considero un maldito. Dice la Biblia: Si la mano derecha te hace caer en pecado, córtala y arrójala lejos. Fue lo que hice, pero ni siquiera así pude evitar seguir escribiendo.
Seguro ustedes no deben estar entendiendo mis palabras y querrán que empiece desde el principio; al fin y al cabo, si han de encontrar la muerte a causa de estas páginas, lo justo es que al menos sepan bien porqué.
Comencé a escribir profesionalmente hace un par de años. No era mi propósito transformarme en un escritor de cuentos de terror, pero las únicas ideas que se me ocurrían estaban relacionadas con asuntos escabrosos. En ese entonces sólo me parecía un hecho gracioso. (Se me acaba de caer la otra oreja; afortunadamente no hay nadie cerca, así que no creo que sea tan importante....)
Un día le mostré a Daniel, mi editor, “El hombre reza de rodillas”, cuento escrito de corrido durante una noche. Aunque no podía recordar bien de qué trataba (estaba completamente dormido cuando se lo entregué) sabía que era un excelente trabajo; tenía ese dejo de satisfacción de cuando uno hace algo bien, y por primera vez me sentía así respecto a algo que escribía. “Es lo mejor que he hecho”, le dije, y me fui a esperar su llamado.
Sin embargo, no hubo telefonazos durante ese día, y tampoco al siguiente. Inquieto por la indiferencia de mi editor, le entregué una copia a cada una de mis amistades, esperando obtener alguna reacción. Nadie llamó.
Empecé a temer por la calidad literaria de “El hombre reza de rodillas”. Consideré la posibilidad de que esa sensación de haber creado algo bueno se debiese meramente al sueño que tenía cuando lo escribí.
Un tanto confundido, tomé el teléfono y llamé a Daniel. No hubo respuesta, así que opté por ir a verlo en persona.
La puerta de su departamento estaba entreabierta; un débil murmullo se oía desde su interior. Me fijé en el suelo y vi un grueso rastro de sangre que iba desde la sala hasta el corredor. Lo encontré en su habitación (si es que puede decirse que eso que estaba tirado en el suelo era él). Respiraba. Volteó sus ojos hacia mí y, como si intentara mover sus ahora inexistentes brazos, torció el cuerpo para mirarme de frente:
-Fuiste tú. Tú y tu cuento.
Debe estar delirando, pensé.
-Te vas a pudrir al igual que yo –continuó- Es la maldición que nos regalaste.
De pronto sentí náuseas y un fuerte dolor de cabeza. No pude seguir ahí; corrí lo más rápido que pude y llegué a casa temblando. Me percaté entonces que no recordaba de qué trataba mi cuento, como si lo hubiese escrito otra persona. Ni siquiera sabía porqué llevaba ese nombre. Por cábala, nunca volvía a leer un cuento ya terminado hasta no tener al menos la opinión de mi editor; pero esta vez rompería la tradición: necesitaba recordar de qué trataba “El hombre reza de rodillas”.
Lo tomé en mis manos y me di cuenta que no era muy largo: Cuatro hojas. La primera página contenía el título, la segunda y tercera estaban en blanco, y en la cuarta rezaba esa frase, la que les hice leer al principio de mi relato (su nombre, como descubriría después). Eso era todo.
Vacilé por un instante; me había tomado toda una noche escribir aquellas palabras sin significado. (Miro al suelo y veo mi lengua sobre la alfombra; quién sabe cuando se me habrá caído, llevo tantos días sin hablar con nadie....)
Regresé de inmediato al departamento de Daniel, con un nudo en el estómago. Él seguía tal como lo había dejado, quizá un poco más desfigurado. Me acerqué con voz suave y le pregunté qué estaba sucediendo. Luego de un escupitajo de sangre, esbozó una sonrisa y dijo:
-Yo fui el primero en leer tu cuento. Está maldito ¿sabes? De seguro Él también se aparecerá ante ti cuando comiences a pudrirte; le encanta burlarse de los que caen.
-¿Él? ¿Él quién? –pregunté.
-Él. Para invocarlo no tienes más que leer su nombre. ¿Recuerdas todo aquello que temías cuando niño? Él.
Me senté frente a Daniel. Lo oía hablar, pero no lo estaba escuchando.
-Por más que pierdo pedazos de mi cuerpo, continúo vivo. ¿ves? Es Él, que está aquí, observándome.
Miré alrededor y no vi a nadie. No le creí ni una sola palabra; (Ahora, que veo una de mis piernas tirada en el suelo, me arrepiento de no haberle dado más crédito)
-No veo a nadie – le señalé con cierto recelo.
-Ya lo verás. No te preocupes por entenderlo ahora. Te lo dirá Él mismo, cuando llegue.
Daniel bajó la cabeza y calló; no insistí en conversarle. Cerré la puerta y me alejé a paso lento, mirando hacia atrás de vez en cuando, por si se asomaba alguien.
Regresé a casa, tembloroso y agitado; llamé por teléfono a cada una de las personas a las cuales había entregado mi cuento. Nadie respondió.
De pronto oí una áspera carcajada a mis espaldas. Me di vuelta y vi una sombra que parecía esbozar una sonrisa. En ese momento lo supe, como si siempre lo hubiese tenido claro: Era Él.
Se aproximó a mi y pude oír su respiración, jadeante, excitado. Parecía un animal contento. Era oscuro, pero pude notar que estaba mirándome. Me tomó por el cuello, acercándose, y me susurró algo al oído.
Fue entonces que supe lo que significaba aquello: su nombre. Me había usado para traducirlo, letra por letra, hasta convertir aquél lenguaje milenario en letras del alfabeto occidental, legible para cualquier persona de nuestra civilización.
En ese momento, pensé que me atacaría. Sin embargo, se mantuvo en silencio, inmóvil. Él era sólo un espectador, preparándose para disfrutar del espectáculo que venía a continuación; Al instante caí al piso, con mis dos piernas deshechas.
Comencé a arrastrarme desde la sala hasta mi pieza. En el suelo, una hoja blanca con el título del cuento : el hombre reza de rodillas.
Me percaté de que quería decirme algo. Ese título no era casualidad. Él me quería de rodillas, para que lo adorase.
Por eso soy un maldito. Porque no pude evitar escribir estas páginas. Constaté dolorosamente que estaba equivocado; para escribir basta con una sola mano; requiere un poco más de tiempo, pero a Él eso no le importa. Tiempo es lo que más tiene.
Sin darme cuenta, estaba frente al computador, viendo como mis dedos se caían de la mano a medida que tipeaba. Soy su instrumento de difusión. Gracias a mí, ahora ha llegado hasta ustedes, y no hay nada que podamos hacer.
Se me acaba de caer la mano izquierda, la que me quedaba, así que estoy escribiendo estas líneas finales con mi boca, apretando los teclados con mis dientes. Perdónenme por hacerles esto, comprendan que no es mi voluntad la que me guía. Soy de su propiedad y Él nos maneja a su antojo. Ya no me queda más que esperar la muerte, la que de seguro llegará en cuanto termine de escribir esta página.

Por eso, oigan mis palabras; ustedes ya están malditos y en cuestión de horas sus cuerpos se convertirán en despojos, así como Daniel, así como yo, así como todos los que leyeron su nombre. Y ténganle miedo, no lo subestimen; estamos hablando de Él, de todo eso que temían cuando niños.

Estoy de rodillas; no sé si le estoy rezando, pero sin dudas, estoy cumpliendo su voluntad.


Soy su discípulo, me dice....


Texto agregado el 18-12-2006, y leído por 341 visitantes. (2 votos)


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