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El reloj despertador se anuncia con su habitual estridencia cuando todavía es de noche. Lo apago con un gesto maquinal y sigo durmiendo. Al despertar por segunda vez, compruebo que ya es tarde. Abandono la tibieza de las sábanas de un salto, sorprendido de hacerlo desde tu sitio habitual. La bronca me inunda cuando me doy cuenta de que ni siquiera tengo tiempo para tomar mate. Me visto mientras contemplo con envidia tu cuerpo acurrucado contra la almohada. ¡Qué ganas de faltar a la guardia! ¡Podría meterme otra vez entre las sábanas y dormirme sintiendo contra el pecho la tibia suavidad de tu espalda desnuda! Me decido y manoteo el bolso en la oscuridad. Antes de salir, bebo a grandes tragos un vaso de leche de la heladera. La náusea me acompaña hasta el ascensor, que encuentro detenido milagrosamente en nuestro piso.
Camino con pasos rápidos hasta el garage. El bolso está más pesado que de costumbre. Intento recordar los objetos que guardé en él, pero no puedo pensar con claridad. No termino de despabilarme. Al llegar a la cochera, el cuidador me saluda y, para mi sorpresa, sube corriendo por la rampa para buscar mi auto. Esa amabilidad acrecienta mi confusión. Subo al coche y lo encuentro amplio. No logro entender qué sucede. Deslizo el asiento hacia adelante, coloco el cambio y, acelerando excesivamente, salgo a la calle dando pequeños saltos.
Conduzco con lentitud y torpeza, pues no logro desprenderme de esa suerte de velo que me envuelve desde que me levanté. Sin embargo, arribo sin problemas a la localidad en cuyo Hospital trabajo, cuando compruebo que ya son las nueve menos cuarto. ¡Cuarenta y cinco minutos tarde! Cuando decido acelerar, me sorprende en una curva la policía caminera. Con fastidio, me detengo y aguardo.
-Buenos días- me saluda un agente, acompañándose con el gesto hacia la gorra-. Documentos, señorita.
-¿Qué dijo...?- respondo asombrado. Pero inmediatamente, el recuerdo del sonido de mi voz, que persiste en mi cerebro, me deja estupefacto.
-Los documentos- repite él, ya casi de mal humor-. El registro y los papeles del vehículo.
Busco en mi bolsillo habitual del saco, pero no encuentro la billetera. Mejor dicho, no encuentro el bolsillo. ¡Porque no está el saco! Un largo tapado me cubre y por debajo, asoman unas piernas pequeñas, desnudas y peladas. Cambio la posición del espejo retrovisor y te veo. Entonces, el vértigo me invade desplazando a la sorpresa.
-¡Vamos, señorita! ¿No me oyó? ¡Estoy esperando!- La impaciencia del policía introduce un factor de realidad en mi conciencia; recupero algo de lucidez y empiezo a moverme.
-Sí, disculpe; enseguida se los alcanzo- murmuro, intentando no escucharme. Busco en la guantera y luego en tu billetera, que encuentro en tu cartera (que aparece súbitamente en el asiento contiguo). Obtengo los documentos y se los entrego.
-Está bien, puede seguir- y cierra el círculo con otro movimiento de la mano hacia la gorra.
-Gracias- contesto y luego arranco. Sigo hacia el Hospital. No quiero mirarme ni tocarme. Entre tanto, pienso ya con rapidez: Ambos somos médicos y hacemos la misma especialidad, y trabajamos en el mismo servicio. Por lo tanto, puedo enfermarme y reemplazarme.
El día transcurre sin otra novedad de importancia, afortunadamente. El trabajo me distrae, y la gente me acepta con naturalidad. Pero cuando intento reflexionar acerca de lo que nos sucede, el vértigo reaparece y se vuelve intolerable. Me cuesta acudir cuando te llaman y por momentos aparento estar extrañamente distraída. Varios hombres, al cruzarlos, me han hecho muecas y caídas de ojo, y no faltó alguno que deslizó alguna frasecita subida de tono. ¡Si supieran, los muy estúpidos! Quise llamarte por teléfono durante todo el día, pero fue imposible obtener la comunicación. Pensé también que vendrías a verme, pero ahora creo que no te has atrevido a salir a la calle, tan alta y barbuda.
Por la noche, el operador del conmutador me anuncia tu llamada.
-¡Hola! ¿Cómo estás?- pregunto en cuanto llego al teléfono.
-¿Qué? ¡No se oye nada!- me contesta una voz que escuché alguna vez en el grabador. Siento que mis latidos se aceleran.
-¿Cómo estás?- repito, ya gritando.
-Nada, no oigo nada. Colgá, que vuelvo a llamarte.
Después, la comunicación se interrumpe. Para siempre. Quedo confundido, desconcertado, perdido. Entonces, alguien me llama desde el consultorio. La estridencia de unos gritos infantiles me vuelve a la realidad. Compruebo una vez más, con una súbita sensación de hormigueo en el epigastrio, que solamente ejerciendo la pediatría vuelvo a ser yo mismo a pesar de que me llamen “doctora”. Y confirmo que es allí, precisamente en el núcleo de la profesión compartida, donde básicamente se diluyen las diferencias.
Cuando termino con la consulta, acudo a cenar al pabellón médico.
Ante la comida servida, un hambre atroz me acomete y no me detengo hasta devorar mi ración. Al terminar, siento otra vez el vértigo que sube por mi vientre, unido a una dolorosa puntada. Mis compañeros se preocupan por mi salud, que no pueden comprender ni valorar. Les agradezco la intención, pero los ignoro. Me levanto de la mesa. En un cuarto vacío me encierro y me desplomo sobre una cama. Entonces, el dolor se agudiza hasta hacerse intolerable. Intuyo que si no te veo pronto, puedo llegar a morir, lacerado por esta espantosa sensación de no ser que me posee desde la mañana.
Decidido, salto de la cama, arreglo un poco mi ropa, me peino (imagino tener un aspecto muy poco profesional) y luego regreso a la sobremesa. Allí, le informo al médico interno de mi necesidad de retirarme del Hospital. Me observa entre divertido y extrañado, y finalmente accede, por lo que le presento los pacientes de cuidado que estaban a mi cargo, tomo el bolso aún sin abrir y salgo.
Vuelvo a casa, a nuestro departamento, donde espero encontrarte. Mis piernas tiemblan continuamente; el corazón quiere escaparse por el cuello y debo contenerlo respirando hondamente y tragando mi escasa saliva. Enciendo la radio y surgen como por encanto las brillantes y maravillosas notas del andante del concierto en Si bemol de Brahms. Cuando empiezo a escuchar el piano, los dedos, independientes de mi voluntad, recorren una y otra vez el teclado en el volante, recordándome tu dedicación al instrumento. Dejo de pensar; me abandono a Brahms y al camino, a ese pedazo de pavimento que se abre incompleto, iluminado por unos faros descentrados que incomodan a más de un automovilista.
Llego. Estaciono en la calle, en el primer sitio que encuentro libre y subo hasta el departamento. Toco el timbre y espero, presa de una tensión interna que me impide absolutamente pensar.
-¿Quién es?- preguntas desde adentro. Me aprieto contra la puerta y, próximo al desmayo, murmuro:
-Yo, hombre, yo. ¡Abrí!
Nos miramos y tácitamente decidimos no hablar. Terminabas de comer. Te acompaño con el postre. Bebemos vino blanco y recupero el concierto en el tocadiscos. Te miro constantemente. No puedo eludir la sensación de estar frente a un espejo. Pero tus movimientos, invariablemente, rompen mi ilusión de identidad. Siento que estoy solo, allí, mirándome desde aquí. Solamente reconozco tu mirada en los que fueran mis ojos. Nos buscamos con ansiedad creciente.
Me decido, estiro un brazo de improviso y toco tu mano. La reconozco. Subo por la piel del brazo, extrañamente velluda, y finalmente confundo mis dedos en la barba. Sí, es ella, soy yo. Recorro entonces tu cara con las puntas de los dedos. Tengo la insólita impresión de haber franqueado los límites del espejo, es decir, los de mi incierta realidad. Me acerco a tu silla, pero vuelvo a temblar y las rodillas ya se niegan a sostenerme. Caigo sobre tus piernas y te abrazo. Entonces, la sensación de absoluto vacío se intensifica, aproximándose al límite de lo tolerable. Como si un cuchillo me hubiera abierto en canal de arriba abajo: "Ahora necesito que me cubras, que me encierres con tu piel; que me recuperes y me regreses a mi sangre". Busco en tu boca mi boca y te encuentro buscándote con ella. Tus brazos me rodean y aprietan con violencia. Empiezo a revivir. Te pones de pie sin despegarte de mis labios, porque allí nos reconocemos en el antiguo nivel. Y nuestras lenguas se buscan y se esconden, mientras caminas tambaleante hacia el cuarto.
Entonces ya no importa quién es quién, y nos hundimos en esa única epidermis que nos envuelve, entregados a una nueva ceremonia de reconocimiento mutuo. Pero nada es reconocible desde una ausencia de fronteras, que no dejamos incesantemente de percibir, con una trémula, estremecida agitación. Y nos reunimos el uno en el otro, una y otra vez, buscando fundirnos en ese único instante de inefable y enajenado no ser, que surge por fin y nos cubre, derramándose repetidamente con sorprendentes, deslumbrantes y maravillosos accesos de silencioso y arrebatado delirio.


El sol, fuertísimo, atraviesa las débiles cortinas entre las rendijas de la persiana y me hiere directamente en los ojos. Despierto junto a tu cuerpo de mujer. Poseo nuevamente barba, piernas largas y todo lo que fuera habitual en mi anatomía. Te observo dormir relajada, la boca entreabierta con sus labios todavía abultados y unas sombras que oscurecen tus párpados. Te acaricio suavemente, mientras intento recordar nuestra experiencia de la víspera. Me estremezco; siento que una barrera infranqueable me lo impide y te abrazo con violencia hasta que logro despertarte.
-Buenos días, señora- murmuro, sin asombrarme ahora por el sonido de la voz. Te vuelves, extrañada, y miras directamente por debajo de las sábanas. Luego me preguntas, frunciendo el entrecejo:
- ¿Volverá a producirse...?


Texto agregado el 05-02-2004, y leído por 440 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
22-02-2004 Al final ese perdernos a nosotros y reconocernos en el otro que dicen que es el amor resulta una experiencia inquietante y atemorizante no? jajajaja.. me ha encantado, qué suerte haber pasado por aquí. Muchas gracias. Flor_marina
06-02-2004 Mmmmmm, ¿Cambio de roles?; ¿Perversa identidad...?; ¿Pasiones subterráneas...?; "Otros lo sabrán y lo olvidarán...", un beso AnaCecilia
 
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