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Pasan Chopin por la radio. Me siento extraño, ajeno de mí mismo. Me gustaría saber explicarlo, detallarlo y no caer en mis típicas muletillas para escribir. "Escribir", aquella cosa que ya casi no practico; ese ejercicio del pasado, de cuando todo se veía más lejos.

Dan unos valses, los últimos tres que compuso en vida, dice la presentadora que tiene voz de periodista dormida de televisión universitaria. "Escucharon tres valses del opus 64 de Friederich Chopin en la versión de Istvan Szekely; y ahora presentaremos unos valses póstumos (resguardados por alguien) que corresponden del opus 66 al 67..." (que según Wikipedia datarían de la década de 1830).

Los valses son hermosos. Tienen esa sensación evanescente y profundamente lacónica que hace que me prende del polaco como con ningún otro pianista.
Anoche estaban dando música de Chopin por la radio, tarde. Llegué casi al final. No recuerdo donde había estado antes.

La noche estaba fría y al rato me asomé por la ventana a fumar. No quise abrigarme y decidí convertirme en estalactita; esperar a que la sangre que llegase a mis dedos fuera hielo sólido antes de actuar (cuando actuar significa cerrar la ventana, respirar más rápido e internarse a lo de siempre, a la cama que espera cubrirte para después descubrirte, al día y a la noche siguientes).

La música servía de perfecta compañía, o de perfecta droga pacificadora de los pensamientos. Además me hacía recordar varias cosas, presentes, o pasadas, sin conexión aparente. Pensaba en gente que quiere ser cosas (o cosas que quieren ser cosas). También en las cosas (o gentes) que yo mismo quería ser y que de a poco comenzaba a mirar como un ideal imposible y a lo más insustancial, como suele darse. "Perspectivas", conversaba un día con alguien. "Todo depende de las perspectivas. Ahora por ejemplo, podríamos decir que somos los sujetos más felices de la tierra por la mismas razones por las que podríamos considerarnos desgraciados. Podríamos pensar, que por hallarnos en este lugar, por tener veinte años, la cabeza llena de ideas, proyectos y desafíos estamos un paso más cerca de lo que deseamos en el fondo de nosotros. Por otro lado, podríamos pensar que estamos inmaduros, que nos falta todo para entender, que los años que hemos vivido han sido en vano, que la frivolidad ha sido el motor de nuestros actos y que todo, de acuerdo a ese espejo, no es más que el sucedáneo repulsivo de una realidad que no queremos vivir". Todo radicaría, entonces, en tener una perspectiva positiva para estar satisfecho y una negativa para sentirse desgraciado. Lamentablemente uno no elige las perspectivas a voluntad, y eso es lo que le critiqué a Ignacio cuando me mostró "El Arte de Amargarse la Vida" (de Paul Watzlawick). Las perspectivas son impuestas por un contexto que puede desfavorecerte constantemente. Como en Whisky (Rebella-Stoll, 2004), en donde Jacobo, un mínimo empresario uruguayo que oficiaba de personaje principal amargado, solitario, triste, desolado, depresivo, incomprendido e incluso digno de lástima, sigue siendo todo lo anterior aunque intente tomar cartas en el asunto, como si una fuerza inmanente, ajena a su jurisdicción, le pautease con cierta vehemencia cruel que su vida, y sólo la suya (desde su visión, que a fin de cuentas, es la única que vale desde sí mismo), estará delineada por la desgracia. Los directores no eluden la felicidad, e incluso la retratan en escenas muy lúdicas en donde los personajes realizan un viaje de relajo a Pineápolis. Pero es un simple escape, una fuga mínima que parcha de forma efímera la desolación interna, que los hace deambular solitarios por las calles, o realizar rutinas diarias soporíferas e inertes, cáusticas, inclusive.

La nicotina me hacía picar la garganta, mientras el humo parecía quedarse más tiempo en el aire (¿congelado?). Decidí entrarme. Cerrar la ventana y volver a mi vida. Dejar de forzar la vista tratando de ver meteoritos en la oscuridad de la noche. Dejar de esperar que vengan catástrofes naturales que lo encaucen todo fuera de la alienación, de la tecnología sosa, o los designios de deberes académicos, morales, sentimentales o vitales. Cerrar la ventana y asumir el futuro; el día después del otro y el lento avance a un final incomprensible, lejano, distante. A un sentido inexistente, un término ajeno. Cerrar la ventana y volverse a la pieza, a la cama, al descanso por la noche y trabajo por el día, a los saludos y las recriminaciones, las alabanzas, las películas, las pruebas.

Texto agregado el 18-11-2006, y leído por 213 visitantes. (0 votos)


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