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A través del círculo que con un dedo he vaciado en el sudor de la ventana, veo, en el suelo del patio, bajo la lluvia, la caja de música con la que hace unas horas jugaba Luisana. Hace unas horas, cuando todo era un mediodía con sol y cordero a la parrilla, que tanto les gusta a mamá Andrea y Luisana, tan graciosa para andar por las cosas, atropellándolas en su curiosidad de abrirlas por ver qué tienen dentro, como abriría yo mismo la caja que ella hacía andar, una y otra vez, encontrando en cada vuelta una cifrada novedad en la melodía. La lluvia cae sobre la bailarina, tallada en la eterna postura del baile por las manos de mi bisabuelo, que al momento de hacerlo era tan sólo un muchacho italiano de diecinueve años, aburrido en África, cargando un rifle, pensando con pasión en su novia, la abuela de mi madre; pensando ya, tal vez, que un día mandaría a construir la caja como regalo de bodas para esa mujer, mi futura bisabuela, quien con los años se la dio a mi madre, que me la dejó después. La recuerdo, ahora, sobre una repisa, cuando mis mañanas eran Delia, como una presencia silenciosa. También en la capital, durante los dos años que duró la maestría. Allí descansó sobre un mueble. Creo haberla hecho funcionar dos o tres veces en todo ese tiempo; una tarde de tristeza, una noche borracho, para producir no sé qué efecto en una mujer, después de contarle la historia de mi bisabuelo. Cuando Andrea, vieja amiga, vino por primera vez, ya lucía dentro del aparador junto con algunos adornos de murano y una serie de cubiertos que he ido coleccionando con el tiempo, regalo de amigos o viajes. Vi nacer a la niña y a Andrea separarse de su padre. Luisana creció viniendo a visitarme, de la mano de su madre, cada mes, año a año. Restauraba, de alguna manera, la ausencia de esa otra niña de su edad, a la que en algún lado, del otro lado del río, le estarían enseñando a odiarme. En tardes de lluvia que la escondía entre los almohadones del sillón, miedosa, o en días como lo fue el de hoy hasta hace unas horas, cuando el universo era sólo un mediodía, afuera, un cordero.
La caja le ha pertenecido a Luisana desde hace ya tiempo, desde una noche en la que Andrea amasaba pizza para los tres, mientras en el patio su hija me decía que me quería. Tomándome la mano, después de decirlo, me puso un anillo de plástico que traía en su saquito, deslizándolo con tierna, infantil sensualidad. Me pidió la caja como muestra de mi amor. Me hizo escribir nuestros nombres en un papel, los cuales encerró en un torpe corazón de grafito. Le gustaba la bailarina, y verla girar con la música. En los ojos de la niña, rodando por las cosas, la promesa de la felicidad durando más que el tiempo me trasmitió una tristeza y envidié, un instante pequeño, la suerte de los muertos.
Veo ahora la caja que se moja, y es tan absurda allí en el patio sin Luisana que la toca y sin las preguntas de Luisana cruzando el aire con total prescindencia del decoro.
Cuando ya habíamos comido, y con ese maravilloso café que sólo Andrea sabe preparar, supe que Luisana quería devolverme la caja o, mejor dicho, mis derechos sobre ella.
-Sé que vos le diste esa caja –dijo Andrea- aunque siempre haya estado acá.
-Sí –le dije. Comprendí que en poco me sentiría un tonto.
-Nos iremos al extranjero. Iremos a vivir.
-… –guardé silencio y clavé la vista en el café.
-Sé que no hace más de un año y medio que conozco a Daniel, pero ha sido suficiente para saber que no es un mal hombre, le gusta vivir bien y sabe administrar el dinero. Es más de lo que siempre he tenido, no hace falta que te lo diga. No estoy enamorada, pero eso también lo sabés. No es necesario. Tengo treinta y cuatro años ya, ¿qué voy a darle a Luisana?
-Tenés razón –dije por no quedarme callado.
-Luisana está muy entusiasmada con el viaje, hasta quiere comprarse un vestido para estrenar.
Sorbió el café arqueando las cejas.
La sentí irremediable, necesariamente fría en aquel momento de determinación, de necesidad, de autoconvencimiento, qué voy a darle a la nena, había preguntado retóricamente.
Sin que fuesen hábito, busqué un cheque; una infantil manera de pretender distancia, apretar una coraza, no mostrar la tristeza que subía en el preciso instante en que Andrea me miraba extrañada, como exigiendo una respuesta sin siquiera mover los labios para dejar salir la pregunta, qué hacés con esto, y yo diciéndole que era por ese vestido que quería Luisana, que no se hiciera problemas.
-Será mi regalo para el viaje, Andrea –dije.
Ya le había prometido yo a Luisana que le compraría aquel vestido. Yo ya sabía que ellas se irían. Pero ya no importaba en realidad…
Comenzaba a llover cuando habíamos terminado el almuerzo y escuchábamos música en los sillones. La niña se asustó y fue hasta mi cama, a refugiarse entre mantas, justo antes de que Andrea propusiera lo del café.
-Está bien –le dije-. Ya sabés donde están las cosas. Ahora vengo.
Fui a ver a Luisana, saber si estaba asustada. No estaba cubierta con las mantas. Estaba en silencio, pensativa. Se veía extrañamente desafiante; algo que latía en lo resuelto de su voz al decirme, cuando le pregunté si estaba bien, que sí, que lo estaba, pero que había cierta preocupación por un vestido que quería comprarse para estrenar en el viaje. El vestido que, de momento, no podía tener. Sospeché que se había ido hasta la habitación para que yo la siguiera y así hablarme del vestido.
-¿Un vestido? –dije-. Vos no sos de usar esas cosas, Luisana. Es raro…
-Pero ahora quiero uno, ahora los voy a usar –concluyó antes de hacer silencio y tomarme la mano.
Le acaricié la cara y sentí su mano. Tuve ganas de decirle algo. Decirle que quería ya verla mujer. Decirle mía. Pensé en eso y la vida fue por un instante un hueco absurdo, esos momentos donde no importan las ideas del tiempo, del yo, o si la mesa es mesa o el marrón es marrón.
-Hay otra cosa –dijo.
-¿Qué es?
-Ya no quiero la caja de música. Es tuya nada más.
-Pero Luisana, siempre te ha gustado esa caja –dije sorprendido-. ¿Por qué ya no la querés?
-No me la puedo llevar –dijo ella.
-No entiendo… ¿llevar a dónde?
-Nos iremos a vivir a otro país. Mamá todavía no te lo dijo. Pero a mí si. Vamos a vivir con su novio y el hijo de él. Ya no quiero la caja. Es tuya. Quiero un vestido ahora.
-Pero…
-¿Me das plata? –preguntó abiertamente.
Me quedé largamente en silencio. Me mordió un dedo para que le hablara. Yo no sabía que decir, pero ella estaba decidida. Me dijo que si le daba el dinero, dormiría conmigo la siesta una tarde. Todo tomó de pronto filo. Era absurdo comprobar cómo le vasta a una tarde desmoronar la idea de una felicidad. Delante de mis ojos, Luisana se borroneó como una acuosa mancha de sal. Algo monstruoso, ajeno a la niña, había dentro de ella de repente. Le solté la mano y me levanté de su lado.
-Voy a regalarte ese vestido –dije, y salí para ver si ya estaba ese café. Andrea me había dicho que tenía que hablar conmigo, contarme algo importante. Sobre la nena y ella.
-“Preparo un café y charlamos bien, ¿te parece?”.




Texto agregado el 18-11-2006, y leído por 1520 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
25-11-2008 Qué lindo es leerte, Diego. Realmente se extrañan estos cuentos. Sabés que son mis preferidos. hija
30-04-2008 *cuando digo comienzo me refiero al comienzo del cuento. O no. pulpa
30-04-2008 no viene al caso decir qué no me gustó tanto de este cuento. Pasó mucha agua debajo del puente. Es un gran cuento de un gran cuentista. Y es uno de los mejores y más conmovedores comienzos que yo leí en mi vida. pulpa
27-03-2007 Justo hoy tuve que leer este cuento que está lloviendo y terminé un L&M derian
15-02-2007 Hijo de puta! qué flor de hijo de puta! cómo me gusta este cuento! OliveriaVol_II
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