Esta noche llueve y no puedo dormir. Con los ojos cerrados recorro el trayecto de mi casa al trabajo. Paso con el coche, como siempre, por la granja abandonada. En el sexto poste de la valla que la rodea contando desde la puerta principal, como siempre, hay un sombrero de paja. La tapa del sombrero se levanta en la parte de arriba como en un bote de tomate a medio abrir. Y como siempre que paso con mi coche imagino la misma escena: un viajero que para a descansar, se agarra al sexto poste para quitarse la mochila y mira a su alrededor. Se quita el sombrero, se limpia el sudor con la manga y cuando mecánicamente procede a colocarse de nuevo el sombrero. Le sorprende ese objeto, de pronto extraño, en su mano. Lo mira. Recuerda las batallas responsables de cada una de sus pequeñas cicatrices, pero eso no evita que ahora, en sus manos, sea algo ajeno. Lo deja en el poste y sigue su camino sin mirar atrás. No piensa el viajero en las consecuencias de su acto, ni en modernos efectos mariposas, no pretende, siquiera, dejar una señal.
Pero esta noche llueve tanto... Me temo que el sombrero no aguante en el poste.