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El consultorio del psicólogo olía a tragedia. En medio del aroma a lavanda que la delicada estela de desodorante ambiental cubría la pequeña habitación, podía sentirse el pesado olor de la desgracia; esto es, sólo por aquellos que tienen olfato para detectarla... antes de que ésta suceda.

Antonio se encontraba de nuevo tirado sobre el sofá, como la semana anterior, contándole al doctor las nuevas desavenencias que revuelven su interior. Sus ojos fijos en el techo; sus dos brazos, ambos entrecruzados sobre el abdomen.
—¿Como se siente el día de hoy?
—!Terrible, doctor!—Fue la respuesta de Antonio.
—¿Y qué es lo que le hace sentirse así?
—Lo mismo de siempre…
—¿Quiere decir que… no ha observado ningún cambio desde la última vez que hablamos?
—No. Para nada.
—¿O sea que la depresión le volvió?
—Sí. Algo así. Temor, desconfianza, todo junto. Pero… esta vez—Antonio hizo una pequeña pausa que no pasó inadvertida.
—¿Esta vez… qué?
— Esta vez creo que es algo peor.
—Explíquese, por favor—dijo él, acomodándose en su asiento.
—La verdad, sigo sin sentirme bien. Creo que a veces me gustaría acabar con todo esto de una buena vez.
El doctor le escuchó pacientemente a Antonio por espacio de media hora, sin interrumpir; observando sus gestos y ademanes con detenimiento. Su mirada fija sobre su rostro sin perder detalle. El tono irregular de la voz de Antonio en ocasiones sonaba chillante, estruendosa. En otras, bajaba de intensidad al punto de parecer suspiro; su respiración agitada.

—¿Usted qué piensa, doctor?—Interrumpió la conversación él mismo.
—Bueno. Algunas personas están tan inmersas en sus problemas cotidianos que, por más que traten de hacerlo, no pueden esconder los efectos que ellos les causa. Por unos momentos se pueden olvidar de apreciar, aunque sean pocos, lo más significativo de sus vidas. Las cosas que los rodean, o las personas cercanas, también sufren por este tipo de situaciones. Pero nada que no pueda arreglarse con la ayuda que está al alcance. Ese es el propósito de esta profesión, de esta terapia: el poder ayudarle en ese tipo de asuntos. Pero creo el mejor recurso disponible que tiene al alcance... es usted mismo.
—¿Usted lo cree, doctor?
—Por supuesto. Seguiremos trabajando en ello en las próximas sesiones.
El reloj del doctor sonó, indicando que la sesión de cuarenta y cinco minutos había llegado a su fin. Ambos, doctor y paciente, salieron del trance que los unía, para unirse en un lazo de confidencialidad y profesionalismo.
—¿Le hago otra cita para la semana que entra entonces?
—Sí. Creo que sí.
—¿A la misma hora?
—Me parece bien.
—Pero… ¿es seguro que va a venir? Es muy importante.
—Sí. Por supuesto.
—Que le vaya bien.
—Hasta entonces.

Al salir del consultorio, después de acordar otra cita a la semana siguiente, Antonio se sintió un poco mejor; el privilegio de la confianza que se construye entre doctor y paciente le daba, en cierto modo, la seguridad de que nadie más sabría de lo que le había contado, o de lo que pensaba hacer. Al apartarse de la puerta de entrada, se dio cuenta que aquél olor seguía presente; trató de devolverse. “¡Qué locuras se me ocurren!”—Decía para sí mismo.

Siete días pueden parecer poco tiempo. Pero para quien vive constantemente presa del estrés, ese día no sólo está lejos; más aún, la espera le puede parecer eterna, principalmente cuando existen innumerables cosas en su vida que le perturban la calma. Sin embargo, a pesar de las vicisitudes que a diario acosan nuestra existencia, el mundo no se detiene… ni tampoco el tiempo nos protege de las desgracias. La policía llegó a la dirección indicada y de inmediato acordonaron el área. La ambulancia llegó unos minutos más tarde… tal vez demasiado tarde. Los cuerpos inertes de una mujer y su hijo, yacían sin vida en el suelo. El conductor de la ambulancia informó por la radio que iba en camino al hospital. Llevaba el cuerpo de un hombre que, después de matar a su esposa y a su hijo, había intentado suicidarse; su condición era crítica, tal vez no logre llegar con vida al hospital. Otra víctima más.

Mientras tanto, no lejos del lugar de los hechos, la puerta del consultorio del doctor, en el día y la hora en que se suponía debía estar abierta, ésta permaneció cerrada, tal vez para siempre. Ya no habría necesidad de volverla a abrir, al menos no para un individuo en particular. Antonio, que en medio de lo turbulento que se había convertido últimamente su existencia, pensó que la mejor decisión que pudo haber tomado en su vida, fue esa: la de cambiar de psicólogo. Pero ya no estará más allí para poder comunicárselo. En estos tiempos, ya no se puede confiar en nadie para que le ayuden a otro ser humano a salir del atolladero—piensa. Ni aún en los profesionistas de la salud. ¿Qué es lo que está pasando en el mundo? Al cruzar la calle con paso firme, da un medio giro para mirar la puerta y se aleja; el aire fresco que respira, de nuevo le trae una ligera esencia de lavanda.
©Raymond

Texto agregado el 19-10-2006, y leído por 247 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
14-06-2009 Muy buen cuento, Raymond. justine
02-02-2007 Extraño e inesperado desenlace, sorprende la fragilidad emocional de los que aparentan ser los más cuerdos. Me pareció muy original el enfoque de tu relato. galabriela
20-11-2006 Un relato. Atrapas al lector desde el principio. Buen estilo. FENIXABSOLUTO
20-10-2006 Me gusta esta historia, presenta una dualidad en su descenlace que me ha gustado. Aquí se mata quien lo quiera el lector y dejar abierta esa opción según los grados de identificación con los personajes me parece inteligente. Felicitaciones, un gusto leerlo nuevamente. anemona_
20-10-2006 Está buenísimo, Raymond, me encantó leerte!! chantal-deveraux
19-10-2006 ¿Entonces se mató el sicólogo? uyyyyyyy °°°°° Melisacampos
 
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