He visto tanto rufián
cabalgando por la comisura de tus labios;
tanta maleza
en el póstumo jardín de nuestras vidas,
que, créeme,
si ahora mismo te alcanzo
con un tiro de nubes
y disemino la consabida estructura
de tu débil ser
por sobre mi única explanada:
la lejanía desde la cual te escribo,
habré cometido un alevoso asesinato
en primer grado de amor,
y no daré explicación alguna
a los dos o tres curiosos
que me interroguen
sobre el luctuoso suceso.
Ni a mi madre,
que siempre me ha visto
como una oveja negra,
ni a Dios,
para quien todos somos
blancas palomas negras.