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Uno

Erguida sobre la punta de las patas en un púlpito imaginario, muy temerosa de ser depredada por alguna idea fantasiosa o ser infame, la incrédula vizcacha sacó su cabeza fuera de la añosa madriguera. Era su costumbre mirar con enfermizo celo cada milímetro de la superficie próxima a la entrada del socavón, pendiente del menor suspiro que pudiese alterar su cosmos. Mirar desde allí hacia arriba, a lo más alto del universo, le encandilaba los ojos pero a cambio provocaba también su fascinación. Persistía en ello tal vez por instinto o quizás por algún embrujo de culebra. Ciertamente le encantaba la inmensidad de la bóveda del cielo mortecino que en aquel momento de osadía se habría impune sobre su fino y tupido pelaje.

Cada cierto tiempo la vizcacha necesitaba el cereal para el alma y ese solo se encontraba atrás de las fronteras de su subterránea geografía. Para conseguir el alimento tenía que andarse con cuidado; las culpas, los zorros y los remordimientos se ocultaban con sigilo en lo más profundo de los cerros y quebradas que flanqueaban su escondite, ávidos de comida mientras el viento asolaba en cuartinas y sixtinas sobre la hierva curtida de Tierra del Fuego.

Cada incursión de la pequeña criatura fuera del redil le significaba quedar expuesta a la depredación de los demonios de su conciencia y al encanto de los ángeles de plumas negras que solían ocultarse en el pucará de piedras al pie del cerro más próximo. En dramático contraste, dentro de la madriguera la calma y la quietud siempre la esperaban como un par de viudas. Cada vez que le venía la locura de salir más allá de la certeza de su hogar y adentrarse en lo más profundo de la noche, el resto de la camada la injuriaba; decían que ella era una marginal.

Con agilidad la temeraria vizcacha salió del interior de la cueva y corrió con nerviosismo hasta quedar oculta en la sombra nocturna de una enorme piedra caliza que colgaba de la falda del cerro; ya estaba fuera de su mundo. A lo lejos alcanzó a divisar las siluetas zigzagueantes de sus depredadores bajando y subiendo la quebrada de piedras entre cactus, rocas y llaretas secas. Allí permaneció quieta y deslumbrada un largo rato mientras la magia del caleidoscopio en sus ojos se sucedía como en un inmenso ecrán de colores tenues. Estaba acostumbrada a colocarse siempre en ese mismo lugar erguida sobre su humanidad con las orejas empinadas al cielo, la barriga titilante de resoplidos y la nariz contrayéndose con alocada celeridad.

Dos

Mientras el fogón ardía descontroladamente y el crepitar de la leña cantaba a la noche con estallidos destellantes, los dos arrieros se miraron a los ojos entre las llamas sin cruzar palabras; el único lenguaje que se podía oír en aquel momento era el sorbete que hacían las bombillas hundidas en el mate caliente. Tendidos sobre sus mantas y rodeados de perros los hombres descansaban tras una feroz jornada llevando el rebaño de ovejas al pasto de la llanura, al pie del volcán muerto. La soledad era envolvente y el frío de la noche perforaba los huesos hasta horadarlos. De vez en cuando las sacudidas de los caballos en la penumbra quebraban la monotonía del momento e interrumpían la sinfonía del viento que bajaba de lo más alto de la quebrada. Los perros se habían echado sobre el suelo y relamían sus patas; muchos de ellos acababan de comer los restos de comida dejados por los arrieros.

Los jinetes conocían la Patagonia como los pliegues de cada montura. Ambos formaban parte del paisaje y se fundían con su apariencia silvestre. Antes de dormir los dos arrieros extendieron una manta sobre el suelo pedregoso y allí jugaron dados hasta que el aguardiente, los recuerdos de sus aventuras y el charqui se les acabó.

La bóveda de la noche en el fin del mundo duraba apenas unas horas, luego continuaba pero con colores más encendidos, por eso la acotada oscuridad era aprovechada al máximo por todo ser viviente que se adentraba en la pampa, y ellos no eran la excepción. Cuando quedaron metidos en un forro de mantas y pieles la quietud se hizo patente dejando en exposición el bramar del viento del sur que bajaba de los cerros helado por la nieve y los glaciares.

Bien adentrada la noche intempestivamente los perros saltaron de sus rincones y las emprendieron furibundos cerro arriba. De inmediato los hombres se repusieron en sus lugares y llevaron la vista hasta la mitad del cerro donde se concentraron los mastines. A juicio de los dos, seguro que se trataba de una vizcacha y su piel, si es que los perros no la hacían chilpe, serviría de galardón para el próximo juego de dados. Ya tranquilos y sin más, los exhaustos arrieros se dieron un par de vueltas en el piso y continuaron con su descanso.

Tres.

Inquieta por el miedo a ser devorada la pequeña vizcacha se movió rauda entre las rocas del lugar. A lo lejos en la falda del cerro alcanzó a distinguir una columna de humo que subía con el viento por la quebrada. En aquel momento la noche se presentaba majestuosa ante sus ojos rojos y la comida se podía ver brotando por toda la superficie del lugar, como pudo se hizo de un montón de ella antes de emprender la huida de vuelta a su madriguera; a esas alturas el corazón le latía incontrolado. Nunca antes había osado llegar tan lejos, por eso la incertidumbre se le agolpaba con alevosía fomentándole el pánico a medida que el tiempo avanzaba. Sin embargo esa misma sensación también le provocaba un perverso placer cuando imaginaba siendo la única en la camada que había osado llegar tan lejos; el resto de sus compañeras preferían la certidumbre de la vida debajo de la tierra, en las entrañas de los cerros, comiendo raíces húmedas o algunos pocos insectos en los socavones que se conectaban a través de pasadizos subterráneos, con el alma desnutrida por la monotonía y la existencia rutinaria. En cambio ella conocía la yerba fresca y el fino sabor de los brotes colgados de las piedras colgadas del cerro, y había visto más que ninguna otra las estrellas sobre sus orejas al punto de llegar a pensar en quedarse a vivir para siempre allí, fuera de los límites de su nación, como una eremita exiliada.

Con sus sentidos desbordados la peluda vizcacha contempló embrujada el panorama desde lo más alto de la quebrada casi desde los mismos glaciares enclavados en la cumbre hasta lo más bajo del valle casi llegando al mismo océano. En el cielo gris los cóndores volaban muy alto en círculos mientras que de los cerros bajaba el canto nocturno de las lechuzas y el aullido de los zorros que a veces se confundía con el zumbido de las culebras sobre las rocas. Con atrevimiento bajó hasta casi el fondo de la quebrada atraída por la columna de humo proveniente de un enorme fogón. Parada sobre un borde rocoso se detuvo a contemplar la danza frenética de las llamas alerta ante cualquier ruido. Allí estuvo largo rato hasta que la curiosidad la sedujo y nuevamente la invitó a acercarse un poco más; fue entonces cuando trastabilló una de sus patas sobre el inestable terreno lo que provocó una pequeña avalancha de piedras y peñascos, suficiente para despertar a los mastines que dormían al borde de la fogata. De inmediato la jauría comenzó una furiosa corrida hasta donde se encontraba la vizcacha; los ladridos se sucedieron uno tras otro en medio de la noche.

Aterrada la vizcacha comenzó un desesperado regreso cerro arriba. La boca de la madriguera se perdía en lo alto del cerro mientras el roedor corría dando saltos desesperados y torpes sobre las piedras mientras maldecía su actitud temeraria y la culpa a su turno, se ramificaba como un cáncer sobre su alma; turbada la condenada sintió venirse encima la jauría de perros. Antes de sentir el pinchazo fatal de los colmillos clavándose en su cuello, la vizcacha alcanzó a divisar a lo lejos la anhelada madriguera.

Cuatro.

Al abrir los ojos el arriero descubrió los jirones sanguinolentos del animal esparcidos alrededor de la fogata. El pelaje se encontraba intacto debido que los perros prefirieron engullir las tripas. Con los ojos aun lagañosos por el sueño el veterano desenfundó su corvo y sin más limpió el pelaje del desgarrado animal antes de ponerlo a secar al sol del mediodía. Por fin podría cambiar las viejas orejeras de piel de conejo por unas más abrigadoras de piel de vizcacha.

Entrada la mañana los arrieros montaron sus rocines y se apresuraron en juntar al rebaño. Los silbidos alinearon a los perros antes de emprender el regreso a casa quebrada abajo, atravesando el corazón de la Tierra del Fuego, casi bordeando el fin del mundo.

Texto agregado el 26-01-2004, y leído por 766 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
28-01-2004 Tu cuento es excelente, de fácil lectura, interesante y novedoso. Que decirte Cao, de las mejores cosas que últimamente he disfrutado. Coincido con los demás compañeros. es un gran aporte. Un beso. meci
28-01-2004 Creo que te das cuenta que tienes un gran cuento. Utilizando un personaje principal cálido y el sabido constumbrismo que bien manejas, has elaborado una historia de rebeldías, valentía y arrepentimientos que se va mimetizando con un paralelo que se cruzan para un gran final; asumir los costos de toda actitud. Me parece que tu escritura se luce con un lenguaje exquisito y esa perfecta forma de plasmar tus ideas que siempre atrapa y se hace mítida. Me ha gustado mucho, sobretodo la resolución de la historia, es muy bueno. Mis saludos y estrellas para ti. CaroStar
28-01-2004 Simplemente hermoso. moniquita
28-01-2004 Joer...me ha quedao exagerao...perdón nomecreona
28-01-2004 A ver como enfoco esto, que no te molestes, aunque sé que por nada..., que eres un solete, hermano del Falcon por mas señas, a veces como el barrasus y Barrasin, que no sabes con quien terminas hablando...Yo que tengo algún contacto con el Discovery Channel ese...creo que podría hacer incluir este cuento en la portada de alguna programación. De verdad que tiene mérito; me has hecho buscar a ver que coño es una Vizcacha, que en mi tierra sería una bizca coja...a ver que pinta una bizca corriendo cerros arriba con unos mastines detrás y encima cojeando…digo yo…este me ha copiao el estilo. Pero no, que va, pa terminar de liarme el comentario es un bicho encantador. Y encima con sentimientos y todo. Total, que te cojas a una biscacha de esas, te la traigas, que nos hacemos ricos, de verdad…que aquí lo mas que tenemos es algún conejo, que con esto de la mixomatosis esta australiana y la manía de exportarlo todo…en fin, que genial, que te quiten lo bailao y a la Vizcacha también y que dé calorcillo en las orejas… Un abrazo. nomecreona
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