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Ahora, que estoy a escasos minutos de la muerte, creo que ya puedo contar mi vida.
Yo nací en una tumba.
Una tumba oscura, angosta, helada. Se necesitaron cuatro hombres para sacarme de aquél lugar rodeado de personas llorosas. Yo era feo, extremadamente feo, sin cabellos, con la piel gastada y la vista borrosa.
Mi madre no estaba ahí en el momento en que nací; fue la primera persona en la que pensé, la primera que necesité. Sin embargo, al nacer sólo estuve rodeado por ellos, los que se decían mis parientes. Tíos, primos, hermanos, sobrinos, hijos, nietos. Pero no mi madre, ni tampoco mi padre o siquiera mi esposa (no sabía aún que faltaba un tiempo para que yo la conociera).
Me llevaron a una gran cama blanca, en una amplia pieza amoblada. Todos me miraban con rostros enternecidos, casi de compasión, como si fuese la última vez que fuesen a verme en vez de la primera. Aunque parecían tener lazos afectivos muy estrechos conmigo, yo no lograba diferenciar bien uno de otro. Todos me parecían iguales.
Pasé varios días en esa cama, recibiendo visitas de mis familiares, que me mimaban y hablaban con palabras en diminutivo. Las que más estaban conmigo eran Laura, Clara y Flora (mis hijas). Las tres me daban comida en la boca y entibiaban la leche que iba a beber; me arropaban cuando tenía frío y cambiaban mis pijamas cuando se empapaban de sudor. Pero extrañaba a mi madre. Ella seguía ausente, como si me hubiese abandonado.
Sobre mi cabeza empezaron a aparecer mis primeros cabellos; eran grises, grises como mis cejas, grises como mis vellos. Sentí que eso me hacía aún más feo, y empecé a extrañar el tiempo en que era sinceramente calvo, con la que mostraba sin vergüenza alguna mi corta edad y mi breve tiempo de vida. Del mismo modo, mi espalda curva empezó a enderezarse lentamente, haciéndose más dura y firme, así como mis piernas. Laura, Clara y Flora me ayudaron a levantarme de la cama en un soleado día de Octubre, y con la ayuda de ellas pude dar mi primer paso, rumbo a la ventana, donde pude ver al sol por primera vez. Nunca pude explicarme porqué, a pesar de su calor y belleza, sentí el corazón oprimido al abrir las persianas.
Fue entonces que me miré en un espejo, por primera vez. Había crecido un poco, quizá porque ya no andaba con la espalda curva . Sin embargo, no me gustó lo que vi. A pesar de que aún no tenía conciencia de mi figura, siempre me había rodeado la idea de un hombre musculoso, alto, vigoroso. Nada a ver con el reflejo en la pared. En ese momento sentí nuevamente la necesidad de acudir al lecho materno, y una vez más recordé que ella me había abandonado.
Pasaron varios años antes de que pudiera conocer a mi madre. Ya me había levantado de la cama entonces, y dominaba completamente mi cuerpo, usaba mis dos piernas para caminar. Ella se encontraba en un hospital; estaba pálida, con la vista algo perdida y muchas jeringas en sus brazos. Un respirador artificial cubría su rostro. Me tendió la mano. Aunque ella padecía de cáncer, supe que desde ese momento estaría a mi lado, por el resto de mi vida.
A medida que pasaban los años, empecé a querer cada vez más a Laura, a Clara y a Flora. De cierto modo, empezaban a depender cada vez más de mí, así como yo dependía cada vez más de mi madre. Y fue entonces que apareció Bernardita, mi esposa.
La conocí en un parque floreado, en primavera. Ella estaba tendida en el suelo, y yo me recosté a su lado; apoyó su cabeza sobre mis piernas y me confesó que amaba los parques más que a nada en el mundo, y que consideraba el mejor lugar para despedirse de la vida. Yo de cierto modo ya sabía eso.
Bernardita quería a nuestras tres hijas tanto o más que yo. A medida que pasaba el tiempo iban dando más trabajo, lo que nos quitaba tiempo de intimidad a mi y a mi esposa. Si bien en un principio apenas estaban en casa, al final nos tenían casi esclavizados, obligándonos incluso a pasar noches en vela, cuidándolas. A Bernardita no parecía molestarle el hecho en absoluto, pero a mi me irritaba considerablemente el que las tres se volviesen cada día más inútiles.
Finalmente mis tres hijas terminaron por morir, una a la vez, con cerca de un año de diferencia. Y luego de 9 meses de luto, su recuerdo ya no parecía emocionarnos; más bien eran como ilusión, una bendición que ya no nos pertenecía. Estábamos solos yo y Bernardita, y teníamos todo el tiempo del mundo para nosotros, para amarnos, para juguetear, para hacer lo que se nos ocurriese. Fuimos muy felices durante ese tiempo.
Pero luego llegó el día en que Bernardita se marchó de mi vida. Fue exactamente tres años después de la muerte de nuestra primera hija, Laura. Ocurrió en una fiesta de disfraces. Hablamos toda la noche, compartimos un trago, salimos a la terraza; ella tomó distancia y me miró con una sonrisa coqueta; pensé en ese instante que era la mujer más bella que había visto jamás, y de pronto perdí la voz. Ella se acercó a la baranda, me dio la espalda y comenzó a alejarse lentamente de mí, moviendo su cintura, dando pasos pequeños. Yo me quedé petrificado viéndola marcharse, con la triste certeza de que nunca más volvería a verla en mi vida.
Entonces todo lo que me quedaba era mi madre.
Volví a ella, a la casa que compartía con mi papá, para refugiarme en sus brazos. Más que sentirme incapaz de soportar lo que se me venía por delante, no me sentía capaz de enfrentar lo que había dejado atrás. Fue por eso que, desde ese instante, me negué a seguir raciocinando; empecé a preocuparme por superficialidades, a salir con muchas mujeres a la vez y a emborracharme cada noche. Comencé a dejar mis responsabilidades de lado, hasta despojarme completamente de ellas. Por suerte entonces tenía a mis padres para que podían asumirlas por mi.
....y al final ya ni la farra nocturna me llamaba la atención. Sólo quería estar en mi casa, bajo la protectora supervisión de mi cariñosa madre, jugando en mi pieza. Ya no podía recordar absolutamente nada. Ni mi carrera, ni mis conocimientos, ni a mi esposa, ni a mis hijas. Nada. Para mí lo único que existía en la vida era el autito de madera que mi padre me había regalado.
Ahora la muerte ya se ha presentado. Así como cuando nací, llevo muchos días recostado sobre una cama, sin más alimento que leche materna , incapaz de pronunciar una sola palabra. No sé en qué minuto perdí la facultad de hablar, de raciocinar. Ahora lo único que deseo es alimentarme, no pasar frío y ser abrazado. Ni el autito de madera puedo recordar. Estoy en un hospital, desnudo y ensangrentado, en una camilla rumbo al patíbulo. No sé hablar, ni pensar, ni amar, pero sé muy bien que voy a morir: voy a marcharme de este mundo por un estrecho agujero, al cual voy a ser insertado a la fuerza y con mucho dolor, donde seré envuelto por líquidos que me comprimirán y me aniquilarán hasta reducirme lentamente al nivel de una célula. Parece denigrante, pero no me importa. Al fin y al cabo, allá abajo todos nacíamos de distinto modo, pero todos, absolutamente todos, moríamos del mismo modo.
Mi madre estaba ahí en el momento de mi muerte. Una deslumbrante expresión de felicidad iluminaba su rostro en el momento en que yo me despedía de ella.....

Texto agregado el 26-09-2006, y leído por 114 visitantes. (0 votos)


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