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Observé algo en su mirada que hizo que mis pensamientos se congelaran en un fragmento de piezas y colores coloidales. Como mezcla coniforme y después trucos y magia para niños. Un mago. Una sirena. Un payaso. Un mundo completo con sus seres vigilantes; con sus sistemas arcaicos y sus violaciones gubernamentales. Vislumbré el caos, la hermosa visión del caos, y su infraestructura serena que lo mantenía latente. Fue un secreto en mi paladar.
Resulta que estaba yo sentado en el parque, tratando de leer el periódico, enterándome de protestas y marchas y huelgas de hambre. Sumergido entre el verde cemento y las azucenas, con palmas de papel reciclado y sucias palomas grisáceas, pequeñas casas de juguete; el aire contaminado no me dejaba respirar bien. Era un día como todos los días, con mi rutina fija y mi monotonía imperturbada; bostezos en la mente. El parque seguía como el parque de todos los días, con sus perros vagabundos y parejitas cachondas. Y yo. Y después ella.
Cuando me fijé en ella, deambulaba de un lado para el otro como si buscando algo ya perdido pero preciado. Estaba jorobada, con los cabellos blancamente heterogéneos, con la boca reseca, las ropas roídas. Me fije en sus manos arrugadas y desgastadas que cargaban una bolsa de mercado en condiciones aún peores que su apariencia. Era un poco curioso porque en todos mis años de caminar las veredas del mismo parque, jamás me había percatado de esta viejita. Ella por su parte, ocupada en pensamientos llenos de fantasmas y fotografías, no parecía darse cuenta de mi presencia. Seguía buscando con su mirada, con su alma entera, en el piso cemento, entre las grietas cortadas, a través de la tierra mojada. Ahí en tesoro, finalmente recogió una lata. Con su cuerpo y ser, era una viejita recolectando latas de refresco, de cerveza, de agua mineral. Entre los botes de basura con sus cáscaras de plátano, colillas de cigarro, propagandas vistosas, botellas de tequila y diminutas fracciones de polvo; entre residuos de humanidad, desechos de materialismo. La lata que recogió era de cerveza. La agarró en su mano y la apachurró con técnica experta, deformando la figura cilíndrica. Cuando acabo su meditado proceso, metió la lata, ahora comprimida, en su jocosa pero mugrienta bolsa de mercado y volteó hacia mí, regalándome una sonrisa verdaderamente radiante. Vislumbré un cambio instantáneo en su rostro, como si la juventud perdida regresará a ella por un susurro de instante; como si las duras líneas marcadas en su rostro pudieran haber desaparecido junto con las ojeras, con la flacidez, con la decadencia. Segundos de una visión enterrada. ¿Me faltaría el sueño? No, esto era más real que un sueño. La señora se dirigió hacia mí, caminando lento debido a sus piernas flacuchas y débiles, y así sin murmullo alguno, se sentó junto a mí. Al instante me sentí un poco incómodo. Yo no estaba bebiendo nada, no poseía latas; mi situación económica, aunque estable, no estaba para ser presumida; realmente estaba un poco más que vaciado. Miré a la viejita, listo con una y cien excusas premeditadas para lanzarle, pero antes de abrir la boca siquiera, me clavé en su mirada. ¡Qué poder! En aquel instante la vi por primera vez. Mientras el hechizo de sus ojos quebraba mi voluntad, miles y miles de imágenes flotaron por mi mente confusa. Damas vestidas de negro y tacones altos, brujas ardiendo en fuego, cenizas de fénix, cementerios extendidos por millas y millas de tierra, monedas en alcantarillas. Después caminos de arco iris, calderas de polvos celestiales, arcángeles con colas, el amor de una niña, valles de rosas secas, el roce con la muerte. Sentí la muerte después de la muerte y el conjunto de odio e insatisfacción de la raza humana. Fue un segundo eterno, una saturación de información indeseada y una nueva concepción. Estupefacto y un poco asustado, le pregunté quién era, que qué me hacía, que por qué yo. La mirada de mi compañera tomó un tono triste pero ella, toda ella, brillaba. Emanas luz interna, le dije en sorpresa y ella sólo sacudió la cabeza en negativa. Le pedí que me hablara, que dijera algo, que no me dejara en tal incertidumbre. Ella me agarró ambas manos entre las suyas y tras un instante congelado, me dijo que ya se tenía que ir porque ya era hora pero que en verdad le daba mucho gusto haber podido conocerme antes de partir, que yo había sido una gran ayuda, un aliviane en su carga eterna. Las palabras colgaban misteriosas en el aire, pero finalmente comprendí que cuando la veía buscar su lata, su preciada lata, no estaba pensando en fantasmas o en fotografías. Estaba pensando en mí, tratando de ingerirme a mí, a mi esencia; el verdadero yo. La viejita, de la misma manera en que se sentó junto a mí, se levantó despacio, lista para marcharse y dejarme a la deriva. Pasos cortos, lentos. Espera, le dije, tu bolsa se te olvida. No volteó a verme siquiera pero con una voz clara y serena dijo que me la quedara, que de todos modos sus viejos huesos ya eran demasiada carga para ella. No dije nada más mientras observaba su partida, nuestra despedida mental ya casi olvidada. Se fue y el parque volvió a ser el mismo. Como soy muy dado a la rutina, aunque estaba totalmente desconcertado, volví a mi periódico a pesar de que ya parecía antaño, una reliquia. Pretender leer palabras que ya no entendía, que ya no tenían significado alguno para mí, me brindaba una cobija de seguridad. Poco a poco volví a sentir un ritmo tranquilo en mi corazón, latidos estables. Al menos ya podía pararme, irme de aquel parque que había compartido su años conmigo; aquel parque al que nunca regresaría. Subconscientemente agarré la vieja bolsa de mercado, pero pesaba una tonelada. Que extraño, me dije a mí mismo, pensando que la viejita realmente había encontrado muchas latas. Miré dentro del escaso material de la bolsa y la dejé caer al suelo, reacción involuntaria de mi asombro. Adentro de aquella bolsa, estaba casi seguro, no había ni una sola lata de refresco, cerveza o agua mineral. En su lugar, se hallaba una montaña de oro; pequeñas rocas de oro macizo apiladas una sobre otra. Mi corazón se volvió a agitar y mi respiración cayó otra vez en la inestabilidad. Si no fuera porque el evento me resultó en totalidad discretamente macabro, estaría seguro que una hada me había hecho un regalo doble.

Texto agregado el 19-09-2006, y leído por 141 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
13-05-2008 no sé por que a la gente le cuesta comentar los cuentos, a mi este me pareció muy bueno en su descripción, sentí que podia ser cualquier parque del mundo, de cualquier metrópolis, el final no me gustó mucho pero el relato, lo que encierra, lo que quieres mostrar me pareció sublime. cotaro
 
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