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Riiing, suena el teléfono. “su” teléfono: Tecnología de punta: Porque a él nunca le ha gustado que lo dejen por fuera de las cosas que pasan en el mundo.

-¿Aló? ¿Quién es?

-Otra vez yo señor, lo siento. Es que quisiera, quisiera preguntarle cuándo va a ser. Lo que sucede es que no tengo mucho tiempo y ya sabe, mi esposa todo el día con eso de ¿Ya llamaste?, recuérdale, sabes que no hay tiempo, y esto y lo otro. Claro señor, lo entiendo. Se lo diré. Ah, dejé un mensaje en su contestador esta madrugada, si señor, muchas gracias. Sí, lo sé. Hasta pronto.

Riiing. Buenos días. ¿Cómo se encuentra? Sólo quería recordarle mi petición de ayer… es apremiante… claro, sí, bla bla bla…. Riiing. ¿Se encuentra usted muy ocupado? Bien. Como debe saberlo mi hijo murió ayer. Y… no se, si fuera posible quisiera que me lo explicara. No, no entiendo. ¿Porqué no otro? ¿Porqué mi hijo? ¿Por qué? Si usted revisa sus cuentas he hecho miles de donaciones. Sí, yo entiendo eso, pero necesito otra explicación… ya se que el proceso es irreversible. Pero, ¿No dice usted acaso que lo puede todo? ¿Qué hay con eso?... Disculpe, me solicitan en la otra línea, vuelvo a marcar. Buen día.

Riiing. Riiing… Soy yo, el del lunes. Sí, ese. Quería agradecerle por lo del otro día. No, está bien. Pero ahora el asunto es mayor. Resulta que… Ah, y otra cosa, es supremamente urgente. Gracias señor, estaré al tanto.

Cuando empezó a llover, habían sido no menos de treinta o cuarenta llamadas, y el “Sí señor… Es urgente… Claro… Lo que sucede… Por favor… Para hoy…” daba tumbos en su cabeza. Estiró las piernas y se tumbó en el reclinable de mullido cuero negro.

Con las yemas de sus largos dedos de una blancura insólita (una blancura casi azul, casi negra, casi amarilla, casi india y casi, casi transparente), intentó calmar con pequeños círculos el martilleo en las sienes. Riing, riiing…

-Buen día, Señor, ¿Cómo se encuentra hoy?
-Gracias, muy bien…
-Bueno, bueno. Interrumpió la voz de muy allá de la línea. Sólo quería agradecerle el favorcillo de ayer. No lo molestaré hasta dentro de un buen rato. Mi secretaria le envió un ramo para su señora madre. ¿Lo ha recibido ya?

Miró a su alrededor: Había un hermoso arreglo de llorosos girasoles junto a la puerta.
-Muchas gracias, eh, titubeó. Es usted muy…
-Tit, tit, tit, tit… Lo siento, una llamada por la otra línea. Señor, estaré en comunicación. Hasta pronto.

Riiing, riiing…

La lluvia golpeaba con los cascos insistentes de mil potros salvajes desbocándose sobre los tejados y el sonido lejano y abrumador arrancó de pronto un soplo de pesada melancolía.

Si pudiera…

No. Dijo la voz en su interior, esa que no salía de un aparato de teléfono.

Sólo un poco… Y se levantó de repente del asiento con un levísimo chirriar de resortes. El camino hacia la ventana era eterno: “Los caminos al cielo son inmensurables”, pensó. Y la voz en su interior le traía un eco como proveniente de esas montañas inalcanzables a las que tal vez no volvería nunca. No. No lo hagas. Riiing, Riiing… El repicar del teléfono era ahora tan, pero tan lejano, como esa lluvia que se esparcía como un ruego allá abajo, a lo lejos. Por momentos cesaba y luego insistía, insistía, insistía. Riiing, riiiing….

Se acercó a la ventana y entonces lo vio: Tan grande como su propia mano, tan extraño y maravilloso como los cinco largos dedos que se apoyaban en el cristal. Si abriera la ventana, un momento no más, las ráfagas de aire entrarían furiosas y desatarían el torrente en vilo de su alma desnuda. ¿Cuándo fue la última vez? Lo recordaba bien. –Fue ayer, precisamente ayer- se dijo. Un ayer tangible que le pisaba los talones. Aún tenía en los pies ese saborcito húmedo de la tierra nueva y un chasquillido de almendras secas se le atoraba en la garganta.

¿Lo ves? Repitió la voz. Te dije que no lo hicieras. Vuelve al sillón: El teléfono no da espera. Riiing, riiing. –Déjalo así- se decía. –Déjalo sonar-, -Sólo por esta vez, sólo por un momento-

Sus ojos se dirigieron fijamente al ramo de girasoles que dormían –morían- en silencio junto a la puerta de madera agreste. Qué amable, pensó. Y a su mente volaron imágenes fugaces del Jardín de Edén. “Los años del Esplendor” ¿O serán otros años? Recordaba nítidamente las pequeñas gotas sobre los pétalos vivos, inimaginablemente vivos. Los pequeños brotes que ahora serían ancianos resecos bajo la dura tumba de cemento. –Por ahí- señaló con el dedo en voz alta. ¿A quién le hablaba? ¿A la voz que le indicaba volver al sillón con el acento dulzón de quien le habla a un niño? No. Sabía que no era a la voz. –Por ahí_ y su dedo señalaba un rincón cualquiera del mundo apiñado que se resguardaba de las aguas: América del Sur.

América del Sur.
América del Sur.
América del Sur.

Lo repitió en silencio, y luego en voz baja, como un perdido clamor desde el rinconcillo tibio de una lejana y vieja carpintería que recordaba bien. Lo repitió en cántico mudo, y las palabras sonaban en sus labios como la sonrisa húmeda de un niño en la fresca de la tarde. Allá, en ese sitio de una muy lejana infancia: Una infancia sucedida en otra vida. Muy lejos.

América del Sur.

Una canción que ya se escribió, pero que no logra recordar.

América del Sur. Donde el Jardín de Edén, el viejo Jardín de Edén, dormitaba sepultado bajo toneladas de cemento infame. Entre las grietas brotarían de nuevo los capullos y las hojas y todo aquello que se pudre por los siglos de los siglos… Mira no más. Está naciendo, se levanta… Escucha….-

Riiing, riiiing. Alguien insiste en el teléfono, pero el hombre no se mueve. Está viendo llover, así no más.

-¿Y si abriera la ventana solo un poco?- No lo hagas. No desates la tormenta. No lo hagas. Afuera, el vendaval se había desatado en furiosos goterones. Muchas personas corrían en todas direcciones bajo sus paraguas inservibles, y se estrellaban en las avenidas hasta resguardarse tras las puertas, y poco a poco las calles fueron quedando desiertas: “La lluvia es un país deshabitado: El reino de los más álgidos temores. ¡Corre, huye que te toca!. Te mancha con sus garras húmedas… ¡Allí, bajo ese techo! Donde no pueda alcanzarte.”

Riiing, riiing. Cada vez más lejano.

Vamos, entra ya.

¿Qué era eso que se le acomodaba en medio del pecho? ¿Qué era ese animalito gris que hacía nidos en su garganta para quedarse para siempre? Por una pequeña grieta de la pared se colaba un vientecillo helado que le atravesaba el suéter y se le colaba hasta los huesos: Es éste. Es aquel. Las imágenes de los jardines de antaño le venían a la cabeza como repentinas oleadas de nostalgia y por un único momento se permitió la dicha de imaginar lo prohibido, lo inimaginable: Dar vuelta en la memoria para encontrarse en esos parajes que no volverían nunca jamás, y la lluvia le caía en ecos redentores sobre los tejados del alma: Llovía por dentro, y era ese regocijo de un dolorcito sutil, macabramente sutil de quien sospecha el infinito, pero no lo alcanza. De quien está a punto de encontrar las respuestas pero un algo repentino se lo impide: Ese querer gritar con todas las fuerzas del cuerpo y del alma y no poder despegar los labios. Querer abrir los brazos, despegar el vuelo y encumbrarse muy al sur… para siempre al sur, y no poder levantarse de su sitio. Querer correr, en cuando menos, y permanecer anclado dolorosamente a una certeza irremediable.

Riiing, riiiing.

-Aló? Soy yo, el de hace un rato. Ahora tengo más tiempo. Sé muy bien que usted lo puede todo, eso está claro. ¿No podría entonces explicar lo de mi hijo? ¿Dónde está? ¿Podría concederme verle una vez más? Usted no se imagina el dolor…. ¿Es que no se da cuenta de mi sufrimiento? Si usted lo puede todo, porque sé que lo puede…. ¿Por qué permite el dolor? ¿Acaso no le importa?....

Riiing, riiing…. No. No te des vuelta. No mires la ventana. Hace frío afuera.

-Hace frío adentro- Le contesta a la voz.

¿Son hermosas, verdad? ¿Las recuerdas como hace mil años? Lo recuerdo. Dice la voz. ¿Cómo podría yo olvidarlo? Pero tú sigues aquí. Y por eso, sólo por eso, únicamente por eso, todo aquello que se ha dejado sigue también aquí. Y volverá. Sabes que volverá.

Llueve afuera, y los potros alados siguen su correría por los cinco tejados del mundo. El mundo que quiere inundarse: Aguas, sigan su curso; Vientos, arrasen las pajas y los recuerdos y aquello que se pudre.

Llueve afuera, y las aguas desprenden la cal de las paredes y empañan las ventanas. Llueve adentro, y el hombre se inunda. Irremediablemente se ahogará. Terminará por ahogarse. Pero no: Su palma no se alzará para calmar los mares y detener el torrente. “Detente” Hazlo. Dice la voz. Basta con que alces tu mano, y eleves tus cinco dedos para que todo pare, Dilo ya: “Detente”, y todo cesará. Pero no. el hombre se aferra a la ventana y sus ojos inconmensurables como dos agujeros negros permanecen fijos en un punto indeterminado.

América del Sur.
América del Sur.
América del Sur.

Es una sonrisa de huérfano estirando la mano en las tinieblas. Una canción que ya se escribió, pero no logra recordar. Las palabras en su boca como las primeras, en ese lejano rancho de rústica madera al que ya no volverá.

América del Sur. El antiguo Jardín del Edén. Mi amada Edén. ¿Lo Recuerdas? ¿Cómo podría yo olvidarlo? Aves niñas migraban al sur, y era hermoso su volar pausado, hermosas su alas sin dolor extenderse en el cielo como un milagro increíblemente al alcance de las manos.

Riiing, Riiiiing…. Basta ya, detenlo. Alza tu mano.

Llueve adentro, y el hombre terminará por ahogarse en el diluvio de los otros tiempos.

Riiing, riiing…
-¿Aló?
-¡Feliz día!
-¿Sí?
-¡Un muy Feliz día! Repite una voz jubilosa del otro lado de la línea.

El hombre en el sillón negro se incorpora. –Lo siento, se ha equivocado de número-

-¡Claro que no!... Felicidades. ¿Cómo se encuentra usted en este día tan especial? ¡Qué maravilla haber logrado comunicarme! Hacía un buen rato estaba marcando, y… bueno, no me contestaban… Y la voz de júbilo viajando por los cables telefónicos logró arrancarle el tímido esbozo de una sonrisa.

-¡Cuánto lo siento! Está usted equivocado.

-No. Claro que no. Insistía. Sólo quería felicitarlo: Es realmente un muy bonito día. Perfecto para dar un paseo… de verdad. Sólo quisiera, bueno, llamaba también para… quisiera hacerle una petición. No es mucho, y usted, con todo respeto, usted lo puede todo.

-Claro. ¿Qué desea?

-Como le decía… es un hermoso día. ¿Quisiera usted venir a dar un paseo?

El hombre se puso en pie de un salto, con el auricular en la mano. –Disculpe, ¿Podría repetirme? Parece que la señal no es buena.-

-¿La señal no es buena? Dijo la voz del teléfono, asombrada. ¡Pero si le oigo a la perfección! ¡Pero si nunca la lluvia había sido tan fuerte! Siento perfectamente como golpea en el suelo. Como le digo, lo oigo perfectamente: Es una buena señal. Sólo quería, bueno, me preguntaba si podría usted salir a dar un paseo… no se, hablar. Claro, si usted quiere. Sólo así.

-¿Sólo así?

Dilo ya. Resonó la voz. Es solo un “Detente” y todos los huracanes del cielo y de la tierra cesarán y la eterna paz reinará sobre la tierra. Sabes que no lo haré, dijo a la voz, y la mano en su bolsillo apretó algo pequeño. ¿Lo recuerdas? Fue una tarde como ésta. Fue hoy, podría decir. El suelo estaba fresco, y de la montaña se colgaba un collar de plata pura, que manaba a borbotones de sus entrañas ignorando el peligro. Es una mujer hermosa, dijo la voz, coqueta, además. A ella nunca le ha gustado esa sombra oscura con que la vistieron: La opaca. Le hace sentir pobre, miserable. A ella, que le otorgaste el don de la grandeza… No le gustan esos trajes, y esas nuevas cuentas. Estoy seguro. Y cuán feliz se hallaba ese día, el día en que la rodeaste de plata y oro y la vestiste de flores nuevas… y sus cabellos de río incontenible luciendo sus piedrecillas vivas… Lo recuerdo. Todo eso le fue arrancado, y las cuentas, y el collar, y las flores del vestido y los cabellos de río, todo, toda ella fue arrancada. Ella, justo ella, matrona altiva, poderosa. ¿Dónde están?, pregunta ahora. Muchos dicen que está loca, ¿Dónde están los hombres? Pregunta. No. no estos: Los otros.

No le contestes. Da vuelta la cara y que no te vea. No se lo digas aún: Los buenos tiempos han pasado. Ya todo ha pasado.

No se lo digas aún. Solo alza tu mano, y que todo se detenga.

Lo recuerdo, continua, pero hoy no. alza tu mano, muéstranos la belleza áurea de tus palmas y alza para siempre tus dedos amarillo blanco azul para que todo se detenga. Ésta lluvia que quiere echar abajo el cielo y este diluvio que te inunda… ¡Vas a terminar por ahogarte! ¿Qué no te das cuenta? Detenlo, y respira. Por fin. Son muchos años ya: Deja de tejer, amada Penélope Milenaria, que todo habrá pasado.

Tejer y destejer es en vano. Ellos no volverán.

El café se hallaba repleto, pero él no quiso ir a otro lado. Empapados por completo se sentaron en el suelo, uno junto al otro y aspiraron el humo espeso que se deshacía en espirales azules en el aire. En el mismo aire impasible en que danzaba la música de un tango con majestuosidad casi sacramental. ¿Sería esta la canción? ¿Esa canción que se movía húmeda entre sus labios pero que no conseguía recordar? No. definitivamente. Y ésta, ¿Qué dice? ¿Acaso importa? Por momentos se extrañaba de estar ahí, entre toda esa gente, con ese hombre, y una sensación de bienestar le recorría el cuerpo. Sólo así, en silencio.

Definitivamente sí. Sólo así, en silencio. No necesitaba más.

El animalito gris que se acunaba en su garganta se hacía sentir y esa sensación, y el repicar de la lluvia en su interior eran ahora otra cosa.

Una sola frase podía recordar ahora, y le martillaba el alma: La soledad es un arte que no es para cualquiera. Este hombre es un artista, pensó. Y pidió un café, sintiéndose repentinamente mejor, repentinamente animado. De un momento a otro, todo estaba bien. O por lo menos, todo estaría bien.

La soledad es un arte que no es para cualquiera. Repitió en voz alta, y el timbre de su propia voz le empujo a la vida como a un vertiginoso abismo.

Es sorprendente, dijo la voz. Es sorprendente cuanto puede cambiar todo con una simple taza de café en el perpetuo silencio de las estelas blanquecinas que se escapan en el aire. Que siga así, que nada lo interrumpa. Que nada se atreva a profanar el solemne callar de los pastores en la madrugada, del café en medio del frío invernal. Del séptimo día ante una perfección peligrosamente cerca del abismo. y la lluvia afuera, y la lluvia adentro comienza a cesar. También ella se inclina en callada ceremonia. También ella baja la cabeza y se detiene a contemplar ese silencio infinitamente elocuente del hombre en el café: No se harán preguntas. Nada será contestado. Déjalo, por hoy, por un momento, tener el poder de un infinito oculto. Sospechar la vida, así no más, sencillo, sin certezas ni premoniciones. Déjalo, por hoy, ser un hombre que calla.

Basta por hoy, ya estuvo bien. Cierra la ventana. Baja esa persiana divina de tus párpados y vuelve al sillón. Mi amada Penélope, anciana venerada: Olvida el tejido. Guarda entre el baúl el ovillo y los telares y eso que no alcanzaste a dibujar. Vuelve al sillón, que Ítaca será una contigo. Y tal vez, en otro tiempo, en otro donde todo sea un ya olvidado, puedas sentarte en los balcones a contar mitos de historias que nunca pasaron: Porque tú nunca estuviste aquí sentada como hoy. Tú nunca esperaste lo que no iba a venir y nunca cerraste ese baúl que no existe. Quédate tranquila, que nada es cierto.

No hay un hombre en la ventana a punto de ahogarse en el diluvio creciente de su alma.

En el apartado rancho que no existió jamás un duende niño se asoma a la ventana: ¿Qué hay afuera? ¿Qué es lo que llama su atención? No llueve. ¿O acaso si? No puede recordarlo. Pero en la ventana no había cristales, eso sí, solo el marco de madera sin cepillar, porque todo, según lo recuerda, era de ese material crudo y dolido que envuelve los cuadros de su vida: De madera las sillas y las mesas. De madera las ventanas y las camas y las tablas apiladas en los rincones. De tablas sin cepillar los más viejos recuerdos de su alma.

Pero… ¿Qué recuerda un niño? ¿Qué puede mantenerle ahí, anclado en la ventana? Una mano fuerte, áspera, nervuda, se detiene en su hombro: Aquí estoy, aquí he estado siempre. Parece decirlo, pero no lo hace, porque tampoco allí, en ese rancho que no existió hay voces. ¿Para qué? Sólo esa mano en su hombro impide que el duende niño salte por la ventana y salga a correr en todas direcciones por los siglos de los siglos… correr donde no le alcancen y no se suceda lo irreversible, lo que presiente y le duele desde ya. Lo que comienza a escribirse con la pincelada amarga del perdón.

Ven, vamos a encender la chimenea. Hace frío afuera. Y el niño no piensa: “Hace frío adentro”, ni se lo dice a la voz porque allí, en ese instante, no hay frío ni hay voz. Sólo esa mano nervuda y tibia en su hombro, solo tablas sin cepillar, adorables, apiladas como un pequeño refugio.

Junto al fuego, de vez en vez escapa por la ventana sus ojillos de ciervo asustado, agujeros negros que crecerán y lo atraerán todo con fuerza misteriosa e insuperable.

El hombre de la mano junta las ramas secas. Es esa mano áspera la que sopla el fuego y le acomoda entre una manta. No es la suya. Aún no es la suya la que deberá alzarse sobre los cinco tejados del mundo para que todo se detenga. Aún no hay voz.
Llueve afuera, y la tormenta esconde a los hombres en sus pequeñas arcas de cemento armado. Llueve adentro, y el hombre se ahogará… se está ahogando, pero no se mueve.

Y el teléfono es solo un timbre aislado, a lo lejos.

Los primeros sorbos de café le escaldaron la garganta y le golpearon con fuerza en el estómago. Y era todo una sola cosa. ¿Sería este el sabor de la felicidad? No podía saberlo. ¡Pero si usted lo sabe todo! Dice con júbilo el hombre a su lado, y su sonrisa confiada, de una sencillez irresistible, le trajo entonces la respuesta: Podría ser. De cualquier manera, estaba cerca. Muy cerca.

La tormenta se arroja con furia sobre las calles, y el hombre que se ahoga ya puede sentir el saborcillo salado del agua en su garganta.

Ojos de tinto. Pensó el hombre a su lado, con un cierto temblor en el semblante. Siempre quise saberlo. Era mi único deseo. ¿Ese hombre no le temía? No. No había temor en su voz. Sus palabras sonreían con la simplicidad de un niño que encuentra las verdades de la vida. De un niño que de pronto se convierte en la redención del mundo entero, pero que ni se entera que lo es.

En silencio le observaba, y fue lo único que extractó de su mente. Ni él, todopoderoso, insigne dueño de lo que existe y lo que no, se atrevió a buscar más, porque de la magnificencia de la mente humana, de “una” mente humana, había encontrado el secreto del universo, del bien y del mal. Sabía por qué seguía allí, en el sillón y en la ventana y en el café con un hombre que le había llamado por teléfono para invitarle a que sostuviera una taza entre sus manos. Sólo así.

Ojos de tinto. Las verdades se habían revelado. Todo valía la pena, porque entre los millares de ojos que corren bajo la lluvia, uno había encontrado esos dos: Esos que saben el arte de la soledad y la abrazan en silencio, sin lástima, sin temor, sin aspavientos. Sólo así.

Sí, era cierto. Sólo así. Desde el comienzo. Así por siempre y para siempre. Así, como en un comienzo el final que será y que ya viene. Sin lástima, si temor, sin aspavientos… sólo así.

La mano áspera, nervuda, no hablaba de designios ni promesas por cumplir. Sólo prendía el fuego y apretaba entre sus brazos al niño que ya no mira por la ventana. Ese de los ojillos negros que ahora se cierran y no hace frío adentro, porque en esa pequeña carpintería de la que se hablará en otros años no está la voz, ni el diluvio que ahora lo ahoga junto a la ventana. Porque el duendecillo niño que se duerme en esos brazos presiente desde ya que la voz se detendrá y no le dirá más “Detente”, porque habrá un café y una tarde de lluvia en que todo se habrá revelado.

Porque ese minúsculo cuerpecillo que se aferra a esos brazos fuertes, ásperos, que no se hicieron para abrazar, sabe en silencio que no se ahogará en el vendaval tormentoso que desata en la ventana porque habrá un café y un hombre que lo mira y que sonríe y que se sabe seguro al contemplarse en sus dos agujeros negros. Que le abrazará el alma para no soltarle ya nunca más.

Ese duendecillo niño que sabe que no habrá frío afuera ni tormenta adentro, porque sonará el teléfono y un café en silencio levantará su humillo azuloso sobre los tejados del mundo. Y el hombre en la ventana no se ahogará.

Cae la tarde y nubes bajas se apiñan sobre el rancho de madera que jamás existió. América, del otro lado.

La mano morena, demasiado áspera para acariciar, le apresa con fuerza y susurra al oído: Ojos de Tinto. Duerme ya. Que mil Edenes te acompañen. Uno solo: América del Sur. Allá está, a lo lejos. Míralo correr: Ojos de Tinto, duerme ya. Que América está ahí, del otro lado.

El hombre en la ventana suelta ese algo que aprieta en el bolsillo y levanta su dedo, para tapar con él la grieta en la pared. Y el vientecillo helado que se cuela penetra por su piel hasta los huesos.

Te ahogarás, dice la voz. Pero al punto exacto del desastre el agua se desborda: Sale al fin. Inusitadamente de sus ojos de agujero negro se escapa una gota traslúcida de brillante felicidad. ¿Lo ves? Dice a la voz. No me ahogaré. Porque habrá un hombre y un café. Y un silencio mutuo. Y una mente humana que no intentaré penetrar más.

¿El hombre sonreía? No podría saberlo. Mil hombres y mujeres dejaban los escondites y se agolpaban en las calles. Afuera el mundo seguía igual.

Mira allá. ¿Lo recuerdas? ¿Cómo podría yo olvidarlo? América del Sur.

América del Sur.
América del Sur
América del Sur.

Divino, amado, majestuoso Edén de esos tiempos. Silencio, que duerme un duende- niño carpintero. Silencio, que unas manos fuertes lo ciñen hasta el alma: Que no lo suelten. Silencio que el hombre está de pie, en la ventana.

Levántate, Penélope anciana, dice la voz. Yo te salvo. Deja el tejido.

El hombre no se ahoga: Una minúscula gota de alma baja en silencio por su mejilla, y la atrapa con sus dedos negro azul amarillo indio. Vuelve al sillón. Suena el teléfono y habrá otra vez una voz del otro lado de la línea y un café y un silencio. Y bajará de nuevo, a manera de desagravio, ligera, imperceptible, una pequeña gota de perdón.

Texto agregado el 15-09-2006, y leído por 165 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
16-09-2006 Excelente! "“La lluvia es un país deshabitado: El reino de los más álgidos temores" 5* aruald
16-09-2006 El estilo y la fluidez de este texto son envidiables. Creo que tiene muchas imágenes originales y bien logradas, y que el ritmo se mantiene durante todo el texto. Faltan dos o tres acentos por ahí. Particularmente hay cierto cripticismo que a veces me supera, se vuelve para mí demasiado vertiginoso. Disfruté leyéndolo. CK CocinasKenia
16-09-2006 "Ojos de Tinto, duerme ya. Que América está ahí, del otro lado." Mis estrellas y toda mi admiración por tu maestría, L.***** kucho
 
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