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Y ella me dijo, como desde muy lejos: olvídame y volveré a ti.

Marcel Schwob: El libro de Monéele
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El meridiano señalaba las 12:05 p.m. de un día canicular, Martha Gutiérrez pensaba llegar a su apartamento y pegarse un baño, llenar la bañera con esencias y bastante espuma como en las películas, ya sentía el contacto del agua recorriendo su piel. Siempre imaginaba lo mismo en medio del calor sofocante del viaje en el TransMilenio, después de abrirse espacio entre muchos cuerpos, un mínimo espacio que le permitiese llegar hasta el portal de Usme, donde debía quedarse para luego tomar el alimentador y caminar unas cuantas cuadras, subir por una empinada y angosta escalera con un ambiente donde se respiraba un fuerte olor a caño que llegaba desde el río Tunjuelito hasta su apartamento de un solo cuarto, herencia que le dejó su madre. Pero todavía nada de eso ha ocurrido y ahora el TransMilenio se ha detenido, y Martha comienza a inquietarse por la demora inexplicable, y también el resto de los pasajeros, hasta que alguien dice que la causa es por la manifestación de los maestros. ¡Mierda!, dice ella en voz baja, y acto continuo vuelve a pensar en el agua, en la magia del agua para matar el cansancio del cuerpo y la fatiga del espíritu, después de ocho horas parada frente a una enorme banda mecánica que transporta hilera de botellas llenas de cerveza que ella debe revisar para garantizar la calidad de la producción. Por fin, la protesta pasa y el TransMilenio prosigue el viaje, llevando en su interior a más de ciento ochenta almas anhelantes de arribar a su destino, y de escapar del encierro y del calor pegajoso que a esa hora del día era poco más que un suplicio.
De repente, percibe un aire fresco en la nuca, algo así como un soplo o el aliento de alguien que está casi encima de ella. Intenta voltear, pero dos mujeres gordas se lo impiden. Estoy acorralada, murmura, y vuelve a sentir el extraño soplo en la nuca, y se le erizan los cabellos que no quedaron recogidos en el eterno moño que se hace todos los días para acudir al trabajo. No sabe lo que ocurre, pero presiente que algo indeseable se aproxima. Su padre, -que en paz descanse- le decía: Cuando sientas el peligro, no huyas, ¡dale la cara, carajo! Palabras que ahora parece estar oyendo y que la incitan a volverse otra vez, pero inútilmente: los colesteroles están ahí como dos postes, sólidos e inconmovibles. Espera unos minutos para verificar si el soplo fue casual o intencionado. Si se repite, no tendré dudas, y entonces me voltearé, aunque tenga que empujar a las gordas, y enfrentaré al maldito maricón que está jugando conmigo a esta hora que lo más que deseo en la vida es darme un baño, largo y tranquila, que restituya mi fe, piensa. No era la primera vez que un tipo se metía con ella, ya sea con piropos -la mayoría de las veces vulgares-, o pellizcándole las nalgas, aprovechándose del tumulto y de la resignación de viajar unos encima de otros, acto que se ha convertido, el decir de una amiga, es parte del folclor. Pero hoy es distinto, porque en realidad el juego se le antoja manso o más bien sutil, y en el fondo no la molesta tanto, quizás lo que experimenta es curiosidad por conocer al dueño de la chanza -supone que es un hombre- el de ese aliento cálido que la traspasa y le eriza la carne de la nuca, y eso le recuerda a otro hombre que acostumbraba a besarla en esa zona, y le susurraba palabras tiernas que le ponían la piel de gallina, al punto que no tardaba en arrancarse el vestido y entregarse a las furias divinas del sexo. Pero eso es cosa del pasado, se dice.
Frenazo. Los cuerpos se estrujan y se amalgaman, y hay gritos: Martha percibe un cuerpo que la empuja contra el asiento, y luego el soplo, ahora más fuerte, en la nuca, y una lengua que se atreve a rozarla con un leve pinchazo, y unas manos calientes que la sujetan para que no caiga entre las gordas sudorosas que también dan gritos y le recuerdan toda la familia al infausto conductor, causante del caos en una tarde en la que todos los pasajeros desean llegar a sus respectivas casas a darse una ducha que los haga olvidar que es febrero, al menos por unas horas. Trata de acomodarse el bolso que en el empellón ha quedado a su espalda. El viaje continúa y las mujeres barriles, ya calmadas, retoman su posición hostil. Ojalá que me diga alguna grosería -piensa-, entonces él va a conocer mi lado oscuro y de lo que soy capaz. Mira por la ventanilla para tratar de olvidar el asunto, pero al rato el aliento vuelve a la carga y ahora lo nota mucho más nítido, y hasta cree sentir su perfume que la obliga a evocar otro perfume esparcido en una piel que todavía la incendia, en unas manos que resbalaban hondo, en una boca indecente que bajaba y subía dejando una estela de saliva. Martha conoce su capacidad para excitarse tan sólo con los recuerdos. Cada macho tiene su sello, como las cervezas, le confesaba a su compañera de labor cada vez que se acostaba con alguien. Sin embargo, ya ni se acuerda de la última vez que tuvo un orgasmo. Las relaciones muy tensas la aburrían, y un día decidió estar sola. Varios fracasos seguidos la llevaron a tomar esa decisión. No mirar hacia atrás, repetía como para darse el valor de no regresar jamás al pasado. Por eso quizás no deseaba voltearse, aunque le picaba la curiosidad por saber de dónde provenía ese soplo que la provoca y le trae remembranzas de antiguos gemidos, arqueadas estrepitosas, ritmos implacables de caderas, olores, siempre olores.
De nuevo un frenazo seguido de un largo gemido de las ruedas arañando el asfalto. Las puertas se abren y los pasajeros comienzan a descender con la misma premura y nerviosismo con que se subieron. Las elefantas abren una brecha por donde se escurren varias personas. Martha las observa una a una sin descubrir a su misterioso acompañante. Ya en el paradero, continúa observando con insistencia en busca de alguna señal que lo delate. Nada. A lo mejor era Dios, dice y le sonríe al crepúsculo.
Por el camino se vuelve en repetidas ocasiones con la corazonada de que alguien la sigue. Apura el paso y pronto está frente al viejo edificio donde vive en un tercer piso. Sube las escaleras y el olor a caño la acosa en cada peldaño. Al llegar al segundo piso presiona varias veces el botón de un timbre, cuyo sonido siempre la estremece. Su vecina le ha comprado el pan y la leche. Gracias amiga, si no fuera por ti yo no existiría, le dice. La llave está donde siempre, dice la anciana. Abre la puerta, y antes de que traspase el umbral, escucha nuevamente la voz de su vecina que le grita: el agua la quitaron si quieres baja a recoger un balde. ¡Carajo!, maldice ella. Desnuda, se deja caer palanganas con agua fría por el cuerpo enjabonado, y piensa con amargura en la larga ducha que soñaba darse mientras viajaba en el TransMilenio con el aliento en la nuca, prisionera entre las dos gordinflonas que sudaban a cántaros y que no la dejaron voltearse para afrontar el peligro, o simplemente el esplendor. Sin poder explicárselo, Martha comienza a acariciarse el nacimiento del pelo, y luego los hombros y el cuello, y a continuación los senos demasiados pequeños para su gusto, y finalmente su sexo cubierto de espuma. Frota con dos dedos sobre su vulva, y luego los hunde en la vagina una y otra vez, y de nuevo el roce cada vez más frenético que ya pide una consumación audaz.
Cierra los ojos y pone a vagar su imaginación, siente que un hombre la agarra por la cintura. Percibe su respiración agitada, sus manos buscando la hendidura, su lengua recorriendo las líneas blancas que ha formado el jabón sobre su piel. Sabe que es sólo un espejismo, pero lo siente, lo palpa y hasta concibe su dureza castigando su carne. Decide restregarse más fuerte y toma el estropajo. La superficie ligeramente áspera le provoca un estallido que le afloja las piernas, y no le queda otro recurso que agacharse para no caer, virgen santísima, qué es esto, susurra. Mira que la vida es extraña, piensa mientras se ciñe la toalla para salir del baño. Ya en la cocina, no acierta a definir qué comerá, y de pronto se acuerda de unas almojábanas frescas que compró en la cafetería de la esquina de la fábrica y que guardó en su bolso. Lo busca con la vista y lo encuentra encima de una vieja y única butaca que usa para ver televisión. Introduce una mano tanteando el fondo, y de pronto tropieza con un boquete de lado a lado, como hecho con una navaja bien afilada. Falta el celular, la cartera donde llevaba el dinero, tarjetas y sus papeles de identificación. Se deja caer en la butaca con una mueca de dolor retratada en su cara.
-¡Definitivamente no era Dios! – exclama, y rompe a llorar.

Texto agregado el 05-09-2006, y leído por 202 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
05-09-2006 Sorprendente, cautivante, te felicito!!!!!!***** Aytana
05-09-2006 jajjajaj, impacatnte desde comienzo. me gusto el final. anggelbueno
05-09-2006 Hay amigo, que buen cuento, que cuentaso, y nada de extraño a decir verdad, siempre que uno viaja de pie en algun bus piensa que a otros les robarám pero no a uno ya que conoce de las artes que emplean los malandras, y de joven tambien ha de haberse uno seducido por un par de pechugas femeninas que apuntan y disparan justo ahi en ese punto en que se augura un orgasmo de esos de pelicula, pero, no, metía las amnos al bolsillo para sacar la chequera. el ambiente en el bus lo mismo allá que en el Transantiago***** curiche
05-09-2006 Uf, que texto Dios mío, me caló hasta el alma de mis cromosomas. Puerto_Montt
05-09-2006 Muy bueno!! nos envolvés en la trama de los pensamientos y sensaciones de Martha hasta el final inesperado y tragicómico, pensar que su pasión se había desatado en el recuerdo de un hombre de su pasado y era un simple ladrón aprovechando el gentío. Me gustó muchísimo, gracias por avisarme. Besos y estrellas. Magda gmmagdalena
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