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Pierre observo el reflejo de la luna sobre las aguas que deslizaban bajo el puente, con un sonido tranquilo y constante. La luz nocturna iluminaba las pequeñas crestas que se producían en el río, llenándolo de reflejos plateados que aparecían y se desvanecían en un instante. Cuando se asomo sobre el puente el agua le devolvió su propio reflejo distorsionando, tambaleante, como si su rostro bailara al ritmo del río. Si aun le quedaran lagrimas, una de ellas se hubiera escurrido en ese momento por su rostro. Pero en lugar de eso tan solo sintió un hondo vacío en lo mas profundo de si mismo.

Las cosas parecían tan distintas aquella misma mañana. Él, Pierre du Camp, señor de Lalibela, había cruzado aquel mismo puente, iluminado por el caluroso sol de verano, mientras el río cantaba alegre bajo él. Por fin regresaba a su hogar, y un montón de aromas familiares lo asaltaron. Su armadura, limpia e impecable, brillaba bajo el sol, al igual que las de todo su sequito, formado por unos 20 hombres a pie y otros 10 a caballo. Lazan, que había demostrado su enorme valor en la batalla de la Noche Corta, portaba el estandarte, y en el estandarte iba grabado su escudo, el símbolo de Pierre du Camp, aquel que los infieles tanto temían. Su caballo avanzaba con un paso majestuoso, como si el mismo animal tratase de exhibirse por el camino de tierra que llevaba al pequeño pueblo. Los aldeanos se acercaban al borde del camino, y una vez había pasado, lo seguían. Los que lo habían reconocido no querían perderse nada de lo que ocurriera, y los que no lo habían hecho se preguntaban quien era aquel apuesto caballero. Poco a poco Pierre fue reconociendo alguna de las caras. Habían pasado muchos años, diez años, diez años alejado de su hogar, y la gente había cambiado, pero aun así Pierre reconoció a la vieja costurera, que seguía igual de vieja que cuando partió, al hijo del molinero, que por lo que parecía era ahora el que se encargaba del molino, una joven campesina que no era mas que una niña y que ahora llevaba un hijo en los brazos. Las caras de muchos de ellos, llenas de polvo y suciedad, parecían tristes. Y probablemente lo fueran, pues la vida en aquel lugar no dejaba muchos resquicios para la felicidad, y seguramente en estos momentos la envidia estaba agriando sus corazones.


Ahora, en la noche, el río parecía murmurar a sus espaldas. ¿Como era posible? ¿Cómo había ocurrido? El había sido un hombre honrado ¿por qué el destino se burlaba de él de aquella manera? Pierre emitió un suspiro y ,esta vez si, una ultima lagrima se derramo de sus ojos hasta caer al río. Poco a poco, con lentitud, desabrocho su cinturón, y dejo su espada, su espada que le había acompañado durante diez años y que siempre le había sido fiel, sobre el borde del puente.


Recordó como también había cruzado aquel puente hacia ya diez años, aquella vez en una tarde nublada y lluviosa, con el frío pegado a su piel. El era el joven hijo de los du Camp, una familia de la baja nobleza, cuyas antiguas fortunas habían desaparecido hacía siglos. Nada mas que una casa algo mas amplia que las de los aldeanos y suficientes tierras como para vivir comodamente. Comodamente para un campesino, pero para una familia noble como la suya era toda una desgracia. Incluso se había visto obligado a tener que trabajar la tierra con sus propias manos. Su madre había muerto, y su hermana se había casado con un artesano. El y su padre habían sido llamados a las cruzadas, y habían acudido de buena gana. Era su oportunidad de recuperar un poco de la antigua fortuna y gloria de su familia. Atrás quedaban su hermana, con su pequeña hija en brazos, y Mariane despidiéndolos.


¡Ah, Mariane! Esa misma mañana, cuando cruzaba el puente pensaba en ella. ¿Habría cambiado? Sin duda. Sin embargo estaba convencido de que sería todavía mas bella, ahora que debía contar unos veinticinco años. La tomaría como esposa y luego ambos irían a Lalibela, su nuevo hogar.


Había pasado diez largos años en tierras extranjeras, en Jerusalén, luchando día si y día no contra hordas de infieles. Cuando llegó no era mas que un joven inexperto de una familia venida a menos. Pero había aprendido. Pronto fue uno de los mejores soldados con los que su rey contaba, y a la muerte de su padre, fue el quien heredo su titulo de nobleza. Contaba con el apoyo del rey, al que había salvado la vida en el asedio de Jerusalén, y rapidamente fue teniendo mas y mas hombres a su cargo. Finalmente era uno de los capitanes de confianza de su majestad, y este, en recompensa, le había entregado Lalibela y las tierras en 10 millas a la redonda. En total unas 7.000 almas que vivían en un pueblo y alguna que otra granja suelta, y un pequeño fuerte que dominaba la región. La guerra lo había requerido durante demasiado tiempo, pero ahora había acabado y el por fin había podido regresar en busca de Mariane.


Había comenzado a extrañarse cuando vio que el señor Cavalli, el párroco del pueblo, se acercaba a él. Cuando estuvo a su altura, bajo del caballo y saludo al hombre de dios.

- Buenos días, señor párroco.
- Buenos días, señor du Camp. Merecéis todas mis bendiciones por vuestras gestas en tierra santa. Esta noche alzaré una plegaria por vos.
- Muchas gracias- El párroco parecía dudar, y sin duda no se había acerado tan solo para saludarlo y darle sus bendiciones- ¿Desea decirme algo mas?
- Si. Veras...- dijo el párroco mientras se daba la vuelta y lo invitaba a seguirlo- Hoy habrá un entierro, y he oído que vos habéis amasado una gran fortuna en Tierra Santa.
- Si, es cierto, pero no acabo de ver la relación que puede tener eso.
- Veréis, la familia esta pasando un mal momento... han perdido a su padre hace cosa de un año, y casi no pueden trabajar sus tierras. Y ahora deberían reservar todo su dinero para no acabar mendigando por las calles... o cosas peores.
- Ya veo. Tome estas monedas- dijo Pierre mientras entregaba una pequeña bolsa llena de monedas de plata- Confío en que sea suficiente.
- Muchas gracias, buen caballero. Que dios se lo agradezca.- dijo el sacerdote sonriendo- Nos veremos a la tarde, en el entierro, y todos sabrán de su generosidad.
- No será necesario. Usted sabe rezar mejor que yo, así que ruegue usted por mi esta vez.
El monje emitió un resoplido antes de volver a hablar mientras reanudaba su marcha
- En realidad no creo que deba hacerlo. Ni siquiera debería preocuparme tanto por un tema como este. Los suicidas van al infierno. Sin embargo sus familiares no tienen la culpa. ¡Ah! Pobre Mariane, era tan buena chica.


Y ahora estaba ahí, sobre las oscuras aguas, sintiendo como una leve brisa arrastraba un aire tan frío que parecía cortar su piel y penetrar hasta lo mas hondo de sus huesos. Cruzo los brazos para protegerse del frío que sus ropas, pensadas para la comodidad de un noble de Jerusalén y no para el frío del norte de Francia, no eran capaces de contener. Al hacerlo sintió el crujido del papel al doblarse. Casi había olvidado que aun llevaba su carta encima. Rebuscando entre sus ropas la saco y volvió a leerla a la luz de la luna.

Marianne la había escrito, era su despedida. Ella lo había amado en soledad mientras él desperdiciaba su vida lejos de allí. Y cuando mas lo necesito, no estaba junto a ella. Para él aquello era como si en lugar de haberse suicidado, el la hubiera matado poco a poco, como si cada vida que arrancara en tierra santa fuese una nueva gota de sangre que se derramaba, debilitándola más y más.

La mano le temblaba, impidiéndole seguir leyendo. Daba igual, ya sabía perfectamente lo que ponía. Estaba escrito en el interior de su cabeza, y ni aunque viviera siglos podría borrarlo de allí. Estaba decidido.

Y sin embargo una congoja aún le atenazaba el corazón. Todo cuanto había conquistado, todo cuanto había aprendido, todo cuanto había amado dejaría de existir, dejaría de importar en un instante. ¿Alguien lo recordaría? La propia Marianne había dejado aquella carta como ultimo acto de su vida, como ultima prueba de su existencia, aquello que demostraba que una vez estuvo viva y camino por este mundo.

Tomando su puñal rasgo el papel hasta que la palabra “perdón” se hizo vagamente visible en él. Luego, con sumo cuidado, dejó la carta bajo su espada para evitar que el viento pudiera arrastrarla, y se encaramó al murete que cubría los laterales del puente. Siento el áspero tacto de la soga en su cuello, que le recordó al de las gruesas armaduras que había portado durante la guerra. Pero mientras aquellas tenían como propósito proteger su vida, esta tenía un objetivo bien distinto. Alzo por ultima vez la mirada a los cielos estrellados, y puso su alma en paz con dios y con todos aquellos que le vinieron a la memoria. Luego salto hacia el olvido.


Luis imprimió un especial fuerza a estas ultimas palabras y luego dejo que un tenso silencio se adueñara de la sala. Ahora todos los ojos estaban puestos en él, preguntándose si la historia habría acabado. Lo cierto es que algunos de ellos ya conocían el final, pues la habían escuchado muchas otras veces, sin embargo no se cansaban de oírla. Echó un trago de la cerveza a la que tan generosamente le habían invitado y espero unos instantes, hasta que tal y como esperaba alguien habló.

- ¿Y que ocurrió después?- Dijo un joven de apenas 14 años

Luis tomo su laúd y dejo que sus dedos se deslizaran por las cuerdas arrancando suaves y claras notas.


Quiso reinar
y a todos los pueblos humilló
con su espada y su valor.
Por su ambición y su poder
los hombres temblaban al oír su voz
y creían que era un dios

Pero al volver a su hogar
allí se encontró
un entierro y una carta de adiós
Ni su espada ni su fuerza
le sirvió.

No pudo aguantar el dolor,
con ella enterraba su corazón,
su honor, su valor.
Así que la vida se quito
en el puente del ahorcado.

Y en un lugar
dos tumbas unidas bajo el sol,
a la orilla del mar,
recuerdan a aquel
que se mato por lealtad,
por amor a una mujer.

Porque al volver a su hogar
allí se encontró
un entierro y una carta de adiós.
Ni su espada ni su fuerza
le sirvió.

No pudo aguantar el dolor,
con ella enterraba su corazón,
su honor, su valor.
Así que la vida se quito
en el puente del ahorcado. *


Cuando acabó la canción todo los lugareños estaban realmente emocionados. La cara de Luis mostraba que aquella historia la había contado de puro corazón. Mientras él disfrutaba del plato de carne al que el tabernero le había invitado, la gente fue abandonando la posada, no sin antes dejarle unas cuantas monedas sobre la mesa. Una vez hubo acabado de cenar recogió las monedas y salió al exterior.

Era una cálida noche de verano, de estas en las que se agradece una suave brisa nocturna, con un cielo totalmente despejado y una inmensa luna llena en el. Luis recorrió los polvorientos caminos del pueblo con paso lento, ensimismado en sus pensamientos. Tan solo el suave susurro del río lo saco de sus pensamientos y le mostró que ya había alcanzado el puente, a las afueras del pueblo.

Así que aquel era el famoso puente del ahorcado. Casi podía imaginarse el cadáver de Pierre du Camp colgando sobre las aguas, y su espada cubriendo la emotiva carta de despedida. No pudo evitar que una débil sonrisa cruzara su rostro, a pesar de que sabía que aquello era cruel por su parte. Pero lo cierto es que la idea del estúpido caballero ahorcándose mientras Mariane vivía tranquilamente a pocas leguas de allí resultaba tan tristemente irónica que era mejor tomársela como una broma del destino. De hecho se hubiera echado a reír abiertamente si no supiese que a su ya fallecida madre el asunto no le hizo ninguna gracia.

Ella había conocido a un joven juglar que, al igual que él mismo hacia ahora, viajaba de pueblo en pueblo, y se había enamorado de él. Habían vivido juntos durante varios años en el pueblo, cuando llegaron las noticias del fin de la guerra. Pierre regresaría, y no iba a aceptar que un simple bufón le robase a Marianne. ¿Qué podían hacer? Tan solo se les ocurrió fingir su propia muerte. En contra de lo que se pudiera pensar, no fue difícil. Los Du Camp no eran muy queridos en el pueblo, y lo cierto es que aquel juglar parecía encantador a todos. Tan solo hubo que convencer al párroco, cosa que tampoco fue difícil.

Y luego paso lo que paso. No estaba previsto, pero ellos no habían tenido la culpa. En cierta manera, Pierre había matado cualquier amor que su madre sintiera por él al irse a las cruzadas y dejarla allí sola durante tantos años. Irónicamente su muerte era ahora una de las historias que mas le daba de comer en su vida como juglar.

Lo cierto es que podría visitar su tumba al día siguiente. Pero estaba seguro que no podría contener las carcajadas cuando viera la falsa tumba de su madre, y la de Pierre, que debía estarse revolviendose en ella.


* La letra de la canción corresponde a “El puente del ahorcado”, por Vendaval

Texto agregado el 04-09-2006, y leído por 80 visitantes. (0 votos)


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