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Inicio / Cuenteros Locales / marsiposa / EL SAPITO QUE QUERÍA VOLAR

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Érase que se era, hace no mucho y no muy lejos, un charco. En ese charco una hoja de loto. Y en esa hoja de loto un sapo. El típico sapo que todos hemos visto, si la suerte nos ha acompañado, algo rechoncho, con ojos saltones, una lengua muy larga y de colores verdes con rayas en su espalda.
Pero este sapo, aunque no se crea, si se ve de cerca –aunque también de lejos si la vista no engaña- no era como cualquier otro sapo. Este sapo tenía un sueño. Y ese sueño era volar. Volar tan alto e ir tan lejos como la golondrina o el zorzal.
Y así pasaban los días de este sapito, mirando hacia el cielo y soñando... Soñando y envidiando a aquellas aves que se pavoneaban frente a sus ojitos con sus miradas altivas y sus acrobacias y que luego se le acercaban diciéndole en burlesco tono: “Iremos a sobrevolar los bosques y hacer piruetas entre las ramas... ¿Seguro que hoy tampoco deseas acompañarnos? -Para luego agregar a coro- ¡Ah, cierto! ¡Tu no puedes volar!”. Y entre risas y carcajadas se alejaban por sobre las copas de los árboles para después volver con su rutina a la mañana siguiente.
Y Sapito, con sus ojitos brillando de pena aunque sin perder la ilusión por ello, les seguía el vuelo desde su hojita de loto mientras que en su mente continuaba imaginando que plumas brotaban de sus extremidades y que junto a ellas se alzaba por los aires recorriendo los bosques y ríos mientras que, con su boca bien abierta, atrapaba moscas y mosquitos para desayunar.
Y en eso se encontraba cuando de pronto, no muy lejos de allí, aunque tampoco no tan cerca, divisó la pequeña y revoltosa silueta de su única y mejor amiga, la mariposa Talaya, la cual, al verle, se acercó rápidamente para saludarle y con esto, Sapito dejó sus ensoñaciones por un rato y así poder disfrutar de la refrescante compañía de su pequeña amiguita el resto del día.
Talaya se posó en el reborde de la hojita y con una constante agitación de sus pequeñas antenitas, lo cual usualmente terminaba enervando a sus padres, le propuso a su amigo que fueran donde Don Fermín el Castor, quien el día anterior, les había convidado para que vieran sus últimos inventos.
Don Fermín vivía en el borde de un arroyuelo que se situaba cruzando el extremo opuesto del charco. Su casa era un conjunto de diversos tipos de ramas unidas con tallos de hojas en un muy singular modo y que daban la forma de un perfecto hexágono, que luego había sido pintado con diversos tonos de verde, preponderando siempre hacia los más oscuros. Esto quedaba exactamente debajo de un árbol algo regordete y bastante bajo que le proporcionaba una perpetua sombra y mantenía así su tierra siempre húmeda. “¡Una verdadera delicia!” – como usualmente solía él decir cuando a su hogar se refería.
Sapito y Talaya adoraban aquel lugar e iban a verle cada vez que les fuese permitido y, como era de suponer, no desperdiciarían una oportunidad como esta para ver sus novedosos y sagaces inventos, los cuales a pesar de que no siempre funcionasen del modo en que se suponía no dejaban de ser intrigantes y entretenidos de ver.
Cuando llegaron al lugar, Don Fermín se encontraba cabizbajo y colgado de un pie desde lo alto de una rama. Su frente empañada de sudor hacía que sus múltiples cabellos se le pegasen al rostro y el inagotable aleteo de sus brazos les hizo recordar aquel molino que se encontraba por encima de la colina un poco más al norte del charco. “¡Estoy probando mi nuevo cazafisgones! –les gritó con jovialidad desde lo alto- ¡Y funciona perfectamente!... Aunque tendré que agregarle algún dispositivo que me permita librarme desde aquí por si volviese a caer en ella”. Don Fermín siempre se empeñaba en probar el mismo todas sus nuevas creaciones “No hay que importunar a terceros”-solía decir. Pero la verdad era que ya nadie en el bosque tenía la osadía de ser su conejillo de indias.
Luego de soltarle, entre grandes y sonoras risotadas, los tres se dirigieron a la casa del Castor y éste sirvió, para cada uno, un tazón de su mejor cosecha de lodo hirviente. Luego, en total confidencialidad y misterio, les enseñó su más última y novedosa creación: El estirapatalado.


Sapito y Talaya miraron absortos aquel artefacto. Estaba conformado por pequeños trozos de delgadísimas fibras de ramas entrepegadas con miel de abeja y, a su vez, estos trozos estaban unidos, uno a uno, con cera. Simulaban una “K”recostada por las puntas aunque algo más angosta en su lado inferior. Las extremidades superiores, para la sorpresa de Sapito, estaban recubiertas con finísimas plumas grises y blancas, e inmediatamente se percató para que servía y sus pequeños ojitos comenzaron a brillar con intenso entusiasmo. Así es, Don Fermín había inventado el primer artefacto para volar.
-Ya ven niños -irrumpió Don Fermín- he inventado el primer y único aparato que permitirá que todos nosotros que estamos aquí postrados en el suelo, con tu permiso Talayita, podamos experimentar el disfrute del vuelo. Y tú querido niño puedes ser el primero en probarlo.
-¡¿Enserio que puedo Don Fermín?! – vociferó Sapito de más en más exaltado.
-Por supuesto – afirmó regocijadamente - después de todo, tu fuiste quien me dio la idea y si no fuese por eso, talvez nunca se me habría ocurrido.
Los tres salieron campantemente de la casa con el artefacto entre sus manos y se dirigieron a un costado del charco donde la pradera era menos tupida. Don Fermín examinó minuciosamente el césped y luego de encontrar el sitio preciso le colocó a Sapito el estirapatalado. Tanto los bracitos como las piernas de Sapito quedaron completa y dolorosamente rígidas. Sus manitas, las únicas en libertad, servirían para mover las plumillas y dirigir el rumbo de vuelo.
-En cuanto sientas la brisa detrás de tu espalda impúlsate con los deditos de tus pies y cuando te hayas elevado medio junco comienza a agitar bien tus manitas y trata de adoptar un ritmo parejo y constante, como lo es el aleteo de Talayita - le indicó Don Fermín, y luego dirigiéndose a la mariposa con una sonrisa y guiñándole el ojo- A ver si le muestras a nuestro amiguito como se hace.
Talaya inmediatamente se elevó un poco y dio algunas piruetas mientras Sapito y Castor la observaban cuidadosamente desde el prado. Poco después Sapito siguió las instrucciones de Don Fermín y ascendió cada vez un poco mas alto mientras sus manitos ya cansadas seguían batiendo el aire. Poco a poco se fue acostumbrando y tomando regularidad hasta que, sin darse cuenta, comenzaba a hacerlo por inercia y con un mínimo de esfuerzo lograba grandes distancias y variadas altitudes. Las horas fueron pasando hasta bien entrada la tarde y Sapito que seguía volando en los aires ya había aprendido una que otra acrobacia. Su emoción era tal que no se daba cuenta del paso del tiempo y tampoco sabía con certeza sobre lo que le rodeaba.
En eso estaba cuando, de pronto, sintió un pequeño golpeteo a un costado y pensó que podría tratarse de una rama, hasta que un lejano y agudo grito llegó a sus oídos. Sapito reconoció la voz inmediatamente y, cuando fijó su vista hacia el sonido, vio que su pequeña amiga caía precipitadamente hacia el medio del charco. Sin siquiera pensarlo, se deshizo del estirapatalado lo más rápido que pudo y se lanzó hacia el agua.
Don Fermín que yacía dormido en un costado del charco se despertó bruscamente cuando sintió que algo había caído a su lado. Se enderezó algo confuso y pensó que aún soñaba cuando vio a Sapito forcejeando con el agua mientras sus bracitos arrastraban el débil cuerpecito de Talaya hacia la orilla. Reaccionando ya a lo sucedido, se adentró al agua y entre los dos sacaron a su amiga. Sus alitas estaban completamente pegadas en su espalda y abdomen, pero ya en tierra firme su carita aparentemente sin vida comenzó a convulsionarse y de su boquita salió toda el agua que había tragado mientras el calor del sol la iba secando poco a poco.
Cuando Talaya abrió sus ojitos, lo primero que vio fue el invento del castor completamente destrozado y algo angustiada por ello se los hizo notar, pero sus amigos estaban demasiado alegres de que ella se encontrara bien y no les preocupaba en absoluto el artefacto.
-Lo que importa es que estés bien- aseguraban al unísono.
En cuanto la mariposa ya pudo secarse por completo los tres se dirigieron de vuelta a casa del castor para una ultima ronda de lodo del día.
-Te construiré otro mañana- dijo de pronto Don Fermín a Sapito mientras iban caminando.
-Gracias Don Fermín - le respondió Sapito con una sonrisa en su rostro - pero creo que el ser un sapo y poder nadar va mejor conmigo que el intentar volar y ser un pájaro.

FIN

Texto agregado el 28-08-2006, y leído por 2164 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
07-09-2006 Muy buena metáfora! Nada mejor que aceptar lo que uno es; porque ese es nuestro sentido. Dejar y dejarse ser. Saludos! el_altazor
04-09-2006 me encantó! wonderguri
28-08-2006 Solo el titulo es causa de intriga, mas tarde lo leere. Te invito a visitarme. jpilin
 
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