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Cuando llueve lo recuerdo todo con demasiada nitidez, desde mi desafortunada compra del souvenir hasta el día que quemé la base de madera rotulada con un “VENEZUELA” indeleble a la uña. Será que siempre lo tengo presente por la comezón en mis rodillas, insaciable por su ausencia, la cual jamás podré sacar de mi juguetón cerebro. Es así, me digo mientras desde mi silla motorizada contemplo los muñones en cada una de mis extremidades. Y recuerdo, siempre recuerdo…

El día que regresaba de Canaima, compré unos collares de semillas, plumas y cestas tejidas a los indígenas. Siempre me ha gustado apoyar a la economía local, y a cambio me había hecho de un rico bazar de artesanías de muchas partes del mundo, lo que me permitía decorar mi modesta casita de las afueras con un gusto más bien excéntrico y original. Al cancelar, recibí a manera de cambio una piraña disecada, de esas que siempre huelen a pescado podrido a pesar de las capas de barniz y las pinceladas rojas, en una pose de última arremetida furiosa.

No me extrañó el saludo eufórico de mi perrita Cocker: Los quejidos, el orine y la seriedad con que, como buen sabueso, estudió mi equipaje cargado de nuevos olores. Me senté en mi cama y con mi falsete agudo le expliqué a mi única compañía todo lo que había visto mientras deshacía las maletas y organizaba mis flamantes adornos. Al llegar al pez, me di cuenta de lo mal hecho y feo que era; jamás combinaría con mis tejidos de La India, mis máscaras africanas y mi platería mejicana. Con desprecio lo lancé al cuarto de lo inservible, junto a la maquina de abdominales plegable que nunca cabrá bajo mi cama y otras tantas cosas en cajas que nadie necesita hasta el día siguiente en que uno se deshace de ellas. Detrás salió corriendo mi perrita, habituada al juego de busca y trae. El sueño me venció tras su desaparición por el umbral y no preste atención a lo ocurrido entonces.

A la mañana siguiente, me desperté y busqué a mi perrita; era raro que no estuviese acurrucada a mis pies. Un quejido me llevo al cuarto de lo inservible, donde la encontré tendida tras unos libros, temblando de fiebre y con heridas sangrantes en el hocico. Pedí la mañana libre en la oficina y la llevé corriendo al veterinario. No era nada grave, según dijo el doctor, probablemente había sido atacada por un animal salvaje; un rabipelao, una rata grande o un gato enfurecido; normal para quien vive en un lote aislado. La llevé de regreso a la casa, llena de cremas y vendajes, además de unas pastillas para evitar infecciones. Esa misma tarde llamé a los exterminadores, quienes minaron la casa y sus alrededores con frutas envenenadas y trampas contra cualquier alimaña. Me volví a acostar, y al rato sentí el calor de mi perrita acurrucándose a mis pies. “ Se va a poner bien”, dije mientras me dormía.

Esa noche oí el ruido por primera vez. Me desperté de un sobresalto con mi madero de golf en mano, para acabar con ese bicho, culebra, rata, lo que fuese que este alborotando las cajas del cuarto de lo inservible. Ya mi perrita, alerta, estaba allí. A pesar de su convalecencia, la adrenalina disparada por la intrusión la tenía olisqueando y revisando los rincones. Comencé a revolverlo todo, ante cada caja que volteaba me preparaba a asestar el golpe mortal. Nada, de seguro salió por las rendijas de ventilación, o llegué demasiado tarde. Al salir, me tropecé con la base de madera sin el horrible pez. “Se cayó con el impacto o entre tanto sacudón se despegó y anda por ahí tirado”, pensé, "a fin de cuentas estaba muy mal hecho". Me di por vencido y fui a la cocina a buscar leche. En la penumbra, note algo extraño en el salón; al encender la luz vi con horror mis mascaras roídas, los tejidos deshilachados, la platería limpiamente perforada en forma de media luna, la cristalería rota…mis viajes….todo lo que eran mis recuerdos. Ahora se había convertido en una lucha personal, cuerpo a cuerpo, La muy rata, bestia, gato o lo que fuese debía matarla con mis manos o mi furia no seria expiada. Para asegurarme de que así fuese, Salí linterna en mano a deshacerme de las trampas. Ninguna había sido tocada, siquiera movida, lo que ahora perfectamente entiendo: Mi víctima de entonces, victimador ahora, era netamente carnívora y muy inteligente. La lucha sería mañana, pues debía dormir.

Al día siguiente sí fui a trabajar, como creativo de una importante agencia de publicidad tenía a mi cargo la generación de nuevas ideas para las campañas de nuestros clientes. Discutíamos acerca de una nueva campaña para trajes de baño deportivos, cuando uno de mis colegas sugirió colocar a un atleta escapando a nado de tiburones, caimanes y pirañas. La idea me gustó, y de inmediato comenzamos a investigar a nuestros protagonistas. Claro que comenzamos por las pirañas, ya que tenía fresca la imagen amazónica y el episodio de mi pestilente adorno. Al activar el motor de búsqueda en Internet, me sorprendió la cantidad de información: “piranha, the deadliest fish in the amazon basin…también conocido como Caribe…la voracidad del cardumen se exacerba con la presencia de sangre…capaz de comer una res en menos de 1 hora… se han reportado mordeduras de especimenes aparentemente muertos…” Toda esta información sanguinolenta me despertó un pensamiento absurdo, y aunque absurdo me recordó la furia que sentía por mi alimaña. De inmediato pasamos a los tiburones.

De vuelta en mi casa, me encontré nuevos estragos: El congelador abierto, todos los envoltorios de alimentos regados en el piso, mi colchón completamente roto, plumas regadas de cojines, de almohadones, de pájaros, sangre, mucha sangre, y ese ruido. Busqué desesperadamente a mi perrita, la llamé, le silvé, le grité, y nada. Ahora sí, con toda mi rabia tomé el madero y decidí que hoy era un buen día para matar. Revolví lo revuelto, sacudí lo sacudido y desordené lo desordenado; todo esto acompañado de gritos karatecas y ojos desorbitados. Nuevamente nada, o mas bien, ahora lo se, no quedaba nada. Salvo ella.

Detrás de las cortinas, allí estaba agazapada, esperándome como siempre, como nunca antes. Sus ojos eran metálicos como dos metras cromadas, sus garras afiladas por el frenesí, su expresión de odio, y la sangre, sangre en todo su cuerpo; sangre de ella, de todo lo que comió, que eventualmente se convirtió en la mía tras su embestida. De nada sirvió mi frágil defensa, que cayó ante sus dentelladas con un chasquido seco. Recordé lo afilado de sus dientes cuando cachorra, sorprendido de que la mella de sus 7 años no era tal ante el desarrollo inusitado de sus músculos y el ansia de su ataque voraz. No recuerdo mas.

Recuerdo ahora todo el tiempo libre que tuve luego, el dolor, la terapia, mi ocio, mis maneras de matar el tiempo en espera de que él me mate a mí. Pensando porqué, como fue posible que eso sucediera. Ahora lo se, en mis investigaciones posteriores me topé con el revolucionario tratamiento para despertar el hambre contra la anorexia y la bulimia, utilizando mínimas cantidades de la proteína extraída de alguna raíz amazónica, que posee un peculiar pigmento rojo ampliamente utilizado por los indígenas de esa zona.

Texto agregado el 13-05-2006, y leído por 546 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
14-05-2006 ***** Ciiara
 
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