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Había explotado la guerra en aquel y en este país. Sumados a la miseria de otros ya estábamos, nadie estaba a salvo en la nueva tragedia que nos rodeaba. Se percibía el olor a muerte en cada esquina de la ciudad capital, aquella que siempre habia estado abarrotada de turistas, ahora solo era un desierto que deshilaba lágrimas por la vida y muerte de sus hijos. Ella, mi esposa, la mujer que tanto he amado sentía miedo, al igual que yo. Ella buscaba refugio, consuelo en mis brazos que cada día que pasaba tiritaban más por lo incierta en que convertía la realidad a lo cierto. Quien haya vivido en su propio país una guerra sabe del dolor, del miedo del que hablo. Aquel que solo ha visto peliculas, no podrá imaginarse la sensación tan poderosa que nos invadía.

Mirar los ojos de mi amada era tener un consuelo entre tanto tumulto, era una especie de rincón sagrado donde sabía que siempre podría descansar. Eran sus ojos lo primero que había visto de aquella mujer que me había entregado su vida, tambien eran sus ojos lo primero de ella que me había enamorado, ese amor que no había desvanecido ni una sola pizca desde el primer día. Las primeras semanas del conflicto bélico, solía sentarme en la tarde a mirarla fijamente a los ojos y ella me sonreía. Esas tardes que eran tan silenciosas como de suspenso, siempre eran una agonía. Era como sentarnos a esperar la muerte que sabiamos que llegaría disfrazada de libertad y democracia. Y ese día llegó.

Un día los soldados asaltaron nuestro hogar, en la tarde. Se llevaron a mi amada, me llevaron a mí, a lugares distintos. Aún me atormenta su mirada desvaneciéndose entre medio de los uniformes del ejército y yo inerte, sin poderla defender, sin poderme defender. No sé a donde fue a parar, las noticias que me llegaban de las mujeres eran tan excasas como las veces que lograba ver el Sol en mi cautiverio. Contaba los días y las noches, eran como un eterno estar donde no sucedía nada bueno y cada minuto solo era el recordar de su mirada. Ví llegar a cientos, tal vez miles, nunca conté cuantos, ciudadanos de mi país que como yo, eran prisioneros de guerra. Tambien los ví irse, algunos morían de dolor y de angustia. Otros morían de un balazo en la cabeza y hasta llegué a ser testigo de torturas insufribles de parte de aquellos soldados que parecían no tener emoción ninguna. Yo mismo fuí torturado, pero el recuerdo de mi amada, el recuerdo de su mirada en aquellas tardes de espera, me mantenía vivo, era mi sacrosanto lugar hacia donde siempre me dirigía y soportaba todo el dolor. La carne puede resistir todo lo que le aguante el alma y mi alma estaba en otro lugar. Me prometí a mi mismo que no me dejaría morir hasta poder encontrar a mi esposa, al amor de mis sueños y vida.

Así pasaron los años, cuatro para ser más exacto pero menos preciso. Había visto crecer mi barba y mi desesperación. Había derramado todas las lágrimas posibles por derramarse y toda la sangre que la vida me había permitido. Un día la noticia llegó. La guerra había acabado, éramos entonces hombres libres los pocos que quedábamos allí. Pensé si mi olfato se lograría a habituar al aire fresco, luego de tanto tiempo tener que oler la peste a carne podrida, a heces humanas y y hasta la mía. Pensé en aquella vieja ciudad capital, ¿como habría quedado después de toda esta guerra? Pero por encima de todo eso, pensé en mi amada, en todo lo que habría tenido que sufrir en estos años. Pensé en su mirada, en aquella que fue mi refugio siempre. La volvería a ver, de eso estaba seguro. Ella como yo, de seguro, no se había rendido a las torturas inhumanas que nos habían hecho pasar. Mis manos sin uñas temblaban, mi boca sin dientes ya mostraba una sonrisa de medio lado y mi rostro, ahora cansado, viejo y con un tumor, mostraba cierto grado de emoción. Y fue en ese preciso momento en que mi boca se apresuró a abrirse para reir definitivamente, que sentí como la piel se me abrió de par en par hasta dejar salir el poco de sangre que me quedaba. El dolor se sumergía en mis entrañas, ya mis manos temblaban, esta vez no de emoción sino de un frío que me aterraba y se adentraba en los más reconditos lugares de mi podrida carne.

Un fanático, un soldado no quizo que fueramos libres y se decidió a disparanos a todos los que quedábamos allí. Mi cuerpo se retorcía allí tirado en el suelo cuando otros soldados detuvieron al soldado asesino. Escuché voces a lo lejos que decían que ya yo estaba muerto pero aún estaba allí, aún los escuchaba, aún mis ojos podían ver. Arrastraron mi cuerpo hasta un poso, de seguro era un poso, donde el olor a podrido era más y más. Cuando me tiraron mi rostro quedo mirando hacia la izquierda. Allí estaba ella, en aquel poso, encima de todos aquellos cadáveres. Su piel aún sin apestar, su sangre aún tibia me hizo pensar que había muerto recientemente. Sus ojos abiertos hacia los míos, los míos abiertos hacia los de ella. Nos quedamos mirando fijamente y finalmente morí. Aquel santo lugar al que siempre acudí en mi desgracia, se había vuelto lo que me había matado. No morí por balas ni por torturas, morí por su mirada, allí en la penumbra del poso, allí en la peste de la muerte. Siempre supe que su mirada lo podía todo, siempre supe que su mirada era mortal. Y allí quedamos dos cuerpos descomponiéndose al compás del tiempo y sobre nosotros una nueva ciudad emergiendo, siempre emergiendo.


Darkel

Texto agregado el 05-05-2006, y leído por 134 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
07-05-2006 carajooo... tengo la lágrima a punto de saltarseme. Que relato mas desgarrador. Buuuf, que mal rollo se me puso en el cuerpo. Mis estrellas y un susurro* susurros
05-05-2006 Mis felictaciones por tan desgarrador, pero verídico relato. Eneas eneas
05-05-2006 soy nuevo en este cuento pero de todos los que he leido esteha sido el que mas me ha gustado te felicito viejo esta fuul vacano criollocarlos
 
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