TU COMUNIDAD DE CUENTOS EN INTERNET
Noticias Foro Mesa Azul

Inicio / Cuenteros Locales / willow / EL POZO

[C:203]



Siempre me resultó incómodo el traqueteo de los colectivos. Pero especialmente y en este caso, me molestaban las bruscas e innecesarias frenadas de un desaprensivo conductor, a quien poco le importaba que yo tratara de acomodarme en uno de los asientos más cercano a la ventanilla en la fila de butacas dobles.

-Con permiso – le solicité a un gordo y barbado señor que ocupaba el lugar más próximo al pasillo en el medio de ese micro de la línea 132.
Estaba semidormido y le costó reaccionar que yo quería sentarme en el lugar vacío.
De todos modos, ni los movimientos desusados del ómnibus ni las malas caras de mi acompañante, iban a empañarme el buen día que estaba atravesando. Luego de un buen desayuno, producto de ser el primero de diez días en que conseguía dormir bien, me dirigía a asistir a mis clases de filosofía en la facultad con óptimo estado de ánimo.
Pensé que tal vez al haberme liberado de esos graves dolores de columna, podría dormir de ahora en más con cierta comodidad y bienestar. Mientras, las imágenes pasaban por mi ocasional ventanilla a gran velocidad, a raíz de la rapidez que le imprimía el chofer de esa máquina infernal de transporte de pasajeros. No coincidía mi buena predisposición para ver las cosas y para tomar mis clases, con el desenfado y malhumor que exhibía el chofer. Vociferaba cada intervención de algún automovilista que se le cruzaba, en especial de los taxis. No le importaba cuidar su vocabulario, aunque sabía que en el pasaje viajaban muchas mujeres.
No era mi sugestión ni mi malformada impresión. El tipo era un maleducado.
Primero lo comprobé cuando trató mal a un vendedor ambulante, a quien directamente no dejó subir y le espetó:
-No, vagos acá no suben.
Luego cuando se trenzó con un pasajero demostró que no estaba preparado ni para comunicarse normalmente. Un señor que subió le preguntó si lo dejaba cerca de Avenida Santa Fe y Junín.
-¿Porqué no pregunta antes de subir? No ve que me hace perder tiempo. Acá se piensan que uno es una guía rodante – contestó de muy mal modo.

De todos modos, me propuse que nada iba a alterarme. Faltaba poco para llegar a mi destino y el hombre de al lado ya se había bajado al pasar el barrio del Once. Comencé a aprontarme para bajar.
Primero me levanté despacio, calculando la parada. Me paré delante de la puerta trasera, aferrándome de los dos caños y toqué el timbre de aviso con el dedo gordo de la mano derecha. No quise desprenderme de los pasamanos por los brincos que pegaba esa embarcación - perdón, ese ómnibus - en un picado océano de autos particulares, taxis, gente y más colectivos.
El chofer, prevenido por el timbre, abrió las puertas y puso la cuenta regresiva para volver a emprender su veloz huída, no sin antes dejar “su paquete” (ese soy yo) en plena acera.
Bajé dos escalones y me dispuse a descender con el colectivo detenido, pero justo en la puerta había un pozo enorme que me impedía poner un pie en tierra. Ya estaba en el estribo casi con una pierna en el aire, cuando le pegué casi en forma de grito, una sugerencia al conductor para que me escuchara:
-¡Córrase un poco que no puedo bajar! – dije.
- Dale que no tengo todo el día ¿Qué pasa? – contestó el chofer con su “amabilidad” característica.
- ¡Arrime a la vereda que no puedo descender! – volví a insistir.
- ¡Pero! ¿Adónde querés que te deje, en tu casa? ¡Bajá de una vez, infeliz! – soltó el hombre provocando mi vergüenza ante la gente que contemplaba el hecho.
Junté valor, a pesar de mi sonrojado rostro y acometí nuevamente.
-¡Es que no puedo bajar por el pozo que hay acá abajo!

Mientras se producía este pequeño diálogo, alcancé a divisar bien la magnitud del orificio. Salía de abajo mismo del micro y se extendía en el pavimento hasta casi tres metros de diámetro, haciendo imposible cualquier hipotético salto de mi parte para sortearlo. Inclusive tomaba una sección de la vereda misma.
Lo que más me asustaba era calcular su profundidad, ya que sólo se alcanzaba a divisar la parte superior y luego una espesa oscuridad se apoderaba del resto. Es más, ni atiné a pensar que hacía ese pozo ahí. Parecía estar esperándome.
En ese instante advertí un movimiento del ómnibus, maniobrando para darme el gusto y así poder bajar.

-¿Y... bajás ahora, retardado? – me saludó el chofer.
- La verdad que no puedo. Me voy a matar si bajo – esgrimí con tono enérgico, pero con mucho de resignación.
Para ese entonces todos los pasajeros habían prestado atención a mi problema y se asomaban por las ventanillas que daban a ese lado.
-Salte amigo. No le va a pasar nada – me sugirió un hombre canoso.
-Vamos, que se me hace tarde, muchacho. Bájese – me infirió una mujer mayor.
-¡Saltá loco! – me gritaron dos pibes con uniforme de colegio secundario.
Cuando giré mi cabeza para explicarles a todos lo que me estaba pasando, en ese momento el condenado chofer pisó bruscamente el acelerador y en el cimbronazo, mi cuerpo se desprendió del pasamanos para saltar despedido hacia el exterior y caer precipitadamente hacia el interior del pozo. Moví los brazos desesperadamente, mientras mi angustia aumentaba en la caída. Sólo alcancé a divisar el espeso humo negro e intoxicante del colectivo que se alejaba, sirviendo como un manto que cubría mi acrobático salto. Pareció un acto de magia para hacer desaparecer a una persona.
Por eso creo que nadie se percató e intentó ayudarme. Ni tampoco mi grito, por el rugir del escape de la “bestia” que me había arrojado. Aunque debo confesar que mi grito me sonó como ahogado y en medio de un gran eco que finalmente se tradujo en un silencio sepulcral.
Mi caída libre no tenía fin y junto con ella mi miedo y preocupación. Rápidamente cambiaron los colores que me rodeaban mientras descendía, al igual que la temperatura. Todo se puso negro de golpe, sin poder observar por dónde y hacia qué lugar me dirigía. El clima agradable de la mañana de primavera que reinaba en el exterior se transformó en un frío imponente y húmedo. Mientras caía, mi cabeza daba vueltas, pero podía ver como el agujero por el cuál me introduje se achicaba de manera considerable a mi vista hasta que desapareció por completo. Mi cuerpo se comportaba torpemente, sin que pudiera atinar defensa alguna.
Pensé que era el final de mis días. También razonaba la manera absurda en que me tocaba morir. Consideré que me correspondía algo mejor. Pero, me equivoqué. Pronto cambiarían las cosas.
Una corriente de viento muy fuerte apareció de golpe surgida desde abajo y amainó mi precipitada caída. Me frenó casi hasta dejarme detenido en el mismo aire. Comencé entonces a ver que las cosas a esta altura de las situaciones no eran muy normales, ya que luego de quedar suspendido por esa fuerte corriente, aparecí como en un gran jardín dónde una hoja gigante amortiguó mi cuerpo y se convirtió en un mullido colchón que me recibió.
No tenía la menor idea de dónde me encontraba y luego de comprobar que no tenía ningún hueso roto, bajé de la planta pisando una tierra no muy firme y algo barrosa. Seguramente esto se debía a la proximidad de una laguna de agua muy azul donde flotaban unas cuantas ramas que se mecían a la deriva en forma armoniosa. Desde el horizonte de la laguna provenía una luz que tenía mucho de reflejo y proporcionaba la única claridad del lugar.
Al mirar para arriba no pude localizar el túnel por el cuál yo había bajado y me preocupó. ¿Cómo saldría de ahí? No existía un techo, un cielo, una tapa. Sólo existía la nada.
Intenté no desesperarme y pensar bien cuál era mi situación. Me senté en una piedra grande, cerca del agua, que me llamó mucho la atención. Tenía la forma de una cuchara, pero sin mango.
Traté de asociar ese lugar con alguno parecido que conocía, para trazar un paralelo y poder saber dónde me hallaba. Me fue en vano. No le encontraba lógica. Hace un rato estaba en el colectivo que me trasladaría a la facultad y ahora estaba sentado en una rarísima piedra en el confín del mundo. Me serené y recordé que la solución a este problema la tenía en mi bolsillo derecho: mi teléfono celular. Metí mi mano en el bolsillo derecho de mi campera y sólo encontré tres pilas que terminaron en el fondo de la laguna. ¿Qué hacían en mi bolsillo? ¿Dónde estaba mi teléfono?
Evalué mi situación. Hacia el frente una laguna, hacia atrás una pared enorme como de tierra negra que se elevaba como un gran techo y en los costados vegetación tipo selva que no me dejaban ver nada, salvo el verde profundo del mismo follaje. Solamente y arriba de la laguna se divisaba algo de cielo celeste y sin nubes. A lo lejos un horizonte confuso.
Mientras meditaba y contemplaba el panorama, metí la mano en el otro bolsillo de la campera y al menos encontré un par de caramelos y la botellita de medicina que había aflojado mi dolor de columna.
De pronto sentí como un temblor en la tierra y me incorporé rápidamente. De nuevo de produjo una corriente de aire, entre cálido y fresco que venía desde el interior de la laguna y chocaba contra mi cara, obligándome a cerrar los ojos. Volví a sentarme. Algo asustado por la intensidad del viento, hasta que paulatinamente fue cesando, hasta parar definitivamente.
Cuando las cosas se acomodaron y los silencios profundos tomaron forma de rutina, divisé que a lo lejos se aproximaba un bote con una persona a bordo y dos remos a los costados. No dejó de parecerme raro, pero esa pequeña embarcación que llegaba, conformaba mi única esperanza de salvación.
Estando algo más cerca pude observar que el bote era tripulado por un hombre bastante mayor, con un gorro tipo marinero que dejaba aflorar algunos cabellos blancos.
Llegó a la costa y sin bajarse me saludo amistosamente:
-¿Cómo anda amigo?
Mi asombro inicial sumando a la cantidad de preguntas que se me acumulaban para hacerle, me impidió una contestación rápida. Es más, sólo saludé con la mano derecha hasta que dijo:

-¿Me ayuda con el bote?
-Sí, claro. – respondí al menos.

El hombre, que según mis cálculos tendría alrededor de setenta años bien conservados, tiró una soga que atrapé y tensé firme para que él pudiera bajar. Ya en tierra me dio la mano.

-¿Qué anda haciendo por acá? – me preguntó.
-Es lo que yo quisiera saber – le contesté.
-No lo tengo muy visto por estos lares, ¿O me equivoco?.
-No, no se equivoca. Estoy perdido y bastante desorientado. La verdad es que estoy necesitando...
-¿Ayuda? – me interrumpió, mientras amarraba su bote a unos palos de la orilla.
-Sí, claro. Quisiera irme de aquí.
-¿Irse? Pero ¿por dónde vino?
-Me caí en un pozo y llegué hasta aquí.
-Ah, bueno... siendo así le conviene esperar...
-¿Esperar? ¿Qué? ¿A quién? – contesté atribulado.
-Y... si Ud. se cayó en un pozo, seguro caerán otros, y así cuando sean más podrán intentar irse todos juntos. – dijo el hombre y se sentó sobre una piedra.
-Está bien, pero Ud. ¿no puede ayudarme?. Nos podríamos ir en su bote, por dónde vino. ¿Qué hay allá? – le pregunté señalando el horizonte.
-Ahí no hay nada. Me parece que Ud. no entiende dónde está.
-No. No entiendo nada. Ni cómo llegué hasta acá, ni que hago acá. Lo único que tengo claro es que me quiero ir. Ya debe estar comenzando mis clases en la facultad, aunque mi reloj está parado. No sé que hora es. ¿Ud. sabe qué hora es?.
-No. No uso reloj. ¿Para qué?.
-Pero... ¿adónde vive?
-Ahh, ¡Vivir! Vivir es una palabra muy difícil. Yo siempre ando de aquí para allá, sin tener un lugar fijo. Cuando me agarra el sueño, duermo; cuando tengo hambre, como algo. Ando muy libre, sin tiempos ni presiones.
-Está bien, pero a lo mejor me podría sacar de acá y llevarme aunque más no sea hasta el puerto.
-¿Al puerto? ¿Qué puerto? Acá no hay ninguno cerca. Mire amigo, yo llegué un día y me quedé. Estoy mejor que allá arriba. No pregunté mucho. Me gustó y me quedé. Los que no lo entienden, como Ud., tratan de irse y vuelven al manicomio de arriba. Siguen en sus rutinas, su apego a lo material, a las traiciones. Yo renuncié a todo eso y ahora estoy muy feliz. Solo y sin rumbo, adónde me llevé algún viento o marea.
-Realmente me sorprende ¿Don ...?
-Primitivo.
-Bueno, Don Primitivo, me sorprende su pensamiento y su forma de ver las cosas. Pero yo en realidad, sí quiero irme.
-Es que Ud. llegó aquí de casualidad. No quiso venir.
-¿Cómo es eso?
-Y... ¿cómo decirle? La tierra se abrió, cuando no tenía que abrirse y se tragó a quien no tenía que tragarse.
-Ah, claro. Ahora entiendo y detesto más a una persona.
-¿A quién se refiere, amigo?
-No. Está bien. Déjelo ahí. Yo me entiendo – respondí a la vez que mi cabeza imaginaba al colectivero arrancando con toda la furia.
-Mire, lo mejor va a ser que lo deje solo para que Ud. resuelva lo que debe hacer. Además yo tengo que ir a ver unas plantas que están creciendo atrás de aquellos matorrales.
-Pero ¿Si Ud. se va? ¿Quién me salvará? – pregunté angustiado.
-Ud. amigo. Usted sólo sabrá la respuesta. No se angustie ni se desespere. Solamente espere y reflexione. Pronto sabrá qué debe hacer. Adiós.

Se levantó, me estrecho su cálida mano y se perdió entre unas profusas matas de vegetación que casi conformaban una pared impenetrable, que no dejaba ver su interior.
Y ahí me quedé. Pensando, sentando sobre una piedra, con la mirada perdida. Tenía dos opciones: me entregaba igual que lo hizo este particular hombre que había conocido o intentaba irme con su bote, que ingenuamente dejó a mi merced. Pero ¿hacia dónde?. Estaba desorientado. Empezaba a extrañar “arriba”, como dijo Primitivo y creo que mi balanza se estaba inclinando a querer volver a mis cosas, por más tortuosas que fueran. Me pareció que aún no era mi tiempo, como sí lo era para Primitivo, que deambulaba feliz por estos sitios.
Me incorporé como para llegar hasta el bote, con la culpa de la acción que iba a realizar ya que me robaría dicha embarcación, cuando otra vez se presentó esa tempestad que se gestaba lentamente, pero que luego se tornaba impiadosa. Caí al piso torpemente, mientras sobre mi cabeza volaba todo lo que andaba suelto. Palos, hojas, tierra, ramas y otras cosas formaron un gran remolino que me retorció como si fuera yo una débil mosca, sin ofrecer resistencia. Sentí nuevamente esa sensación de flotar y trasladarme por los aires a ningún lado.
De golpe, la oscuridad, de golpe una luz que se ve a lo lejos, acompañando mis contorneos desparejos en el impensado túnel de viento.
De pronto, todo cobró realidad inexacta y cesó la fuerte corriente. Estaba acostado sobre el césped. Me asustó que era de noche y perdí por completo la noción del tiempo. Cuando reaccioné, me di cuenta que estaba a unos diez metros de dónde me había despedido por los aires aquel recordado colectivo. Había vuelto, había regresado.
Toqué mi bolsillo derecho y encontré mi teléfono perdido. Opté por llamar a un amigo y explicarle algo, pero sólo me salió:
- ¿No sabés que le ponen a esa medicina que estoy tomando para la espalda?...

Texto agregado el 20-06-2002, y leído por 597 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
13-09-2002 a mi me sucedio lo mismo! obituari
 
Para escribir comentarios debes ingresar a la Comunidad: Login


[ Privacidad | Términos y Condiciones | Reglamento | Contacto | Equipo | Preguntas Frecuentes | Haz tu aporte! ]