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Juan González no es nadie. O en todo caso, es, sin ser más que un ignoto. Sin embargo, dicen que cumple una misteriosa e ingrata tarea: esperar pacientemente en las paradas de los colectivos de línea. En verdad, Juan González no es Juan González, sino solamente el nombre que alguien, o algunos, no se sabe cuándo ni dónde ni por qué, le pusieron a un hombre que suele sentarse en las garitas y que, paradójicamente, nadie vio nunca subirse a un colectivo.

Muchos son los testimonios que versan sobre González, a quien la leyenda urbana le ha proferido el mote de “el esperador de colectivos”. Todos coinciden en alguna información básica: se trata de una persona avejentada, con pelo pajoso siempre despeinado y barba de dos días. Además, cada vez que ha sido visto en las calles de Paraná, lleva consigo un tarro de pintura vacío, un secador de palo corto y un trapo grasiento que porta por encima de uno de sus hombros. Puede inferirse, por estos datos, que se dedica a limpiar vidrios o autos, aunque nadie puede aseverar que lo haya observado realizando esa tarea.

González nunca habló con nadie. No se sabe si tiene familia, cuál es su edad, su barrio, o con qué club simpatiza. Tampoco se lo ha visto en otros lugares. Sólo se lo encuentra en las garitas, esperando un colectivo que nunca ha de tomar. Algunos lo vieron en Libertad y Perú, sentado a la siesta en una esquina abandonada, tal vez esperando el 4 que va hasta Avenida Zanni al final, o la línea E o la U. Otros lo registraron en Nogoyá y San Luis, por donde pasan el 20, el 3 de Avenida Ejército y el 3 de El Pingo, y el 10. Otros lo encontraron en Bajada Grande, quizás a la espera del 5. Otros en el centro, en la parada del 11-21, y en la del 7 y también la del 2. Algunos menos vieron a González esperando el 6 que va a Paracao, y el 1. Pero lo cierto es que él nunca fue visto tomando ninguno de todos esos colectivos.

Extraño es que, más allá del propio González, las personas no se atrevan a hablar con él, a preguntarle qué hace, hacia dónde se dirige (si es que se dirige hacia algún lado). Todos los que se topan con González, siempre lo encuentran ya instalado en la garita; nunca lo ven llegar de ningún lado, ni retirarse, y por supuesto, tampoco tomar un colectivo.

Yo me estoy preguntando, mientras escribo, si se trata de la misma persona, si sólo es un desquicio de la gente que inventa historias o que bebe en horarios inadecuados. También me pregunto, mientras voy saliendo de mi casa, si González está jugando un misterio. Quizás es un perverso, o un solitario, que quiere llamar la atención o reírse por dentro. Pero, ¿de qué?

Tengo más inquietudes, que las voy desmenuzando mientras camino por Boulevard Moreno. Creo que alguien lo inventó a González. ¿Cómo puede ser que todos lo conozcan si nadie lo conoce? ¿Quién lo vio por primera vez, y por segunda, y quién le dijo a quién que ese hombre ya había sido visto, y así sucesivamente? ¿Por qué se repara tanto, y a la vez nada se sabe, de un tipo que sólo espera colectivos?

No hallo respuestas, pero sigo caminando por Moreno hasta llegar a Avenida Ramírez. En esa esquina hay una garita. Es de noche y hay escaso movimiento de tránsito y de transeúntes (Una digresión: ¿Quiénes son los transeúntes?). No hay nadie esperando el colectivo. Entonces se me ocurre un desafío: esperar a González, pues yo nunca lo he visto. Tengo la sensación de que en algún momento aparecerá, y podré verlo llegar desde algún lado, y conversar con él para develar sus misterios. Pero ahora mismo desecho el cometido. ¡A cuántos se le habrá ocurrido esta idea! Si hubiese dado resultados, ya tendríamos noticias de este personaje oscuro.

Me resigno al emprendimiento detectivesco de averiguar sobre González. Al fin y al cabo, razono que no tiene sentido. Prendo un cigarrillo y camino unos pasos sobre Ramírez, para pispear las luces de la avenida que se diluyen hacia el sur. Pienso en las verdaderas preocupaciones que mañana mismo deberé atender. Recuerdo que no he pagado aún el teléfono, y hoy era el vencimiento. Me distrae una de las chicas que suelen “parar” en esa esquina, y que en este momento se está subiendo a una camioneta que sale raudamente hacia el fondo de calle Toscanini.

De repente, siento un ruido detrás de mí. ¡González! Me doy vuelta con la máxima velocidad que me permite mi engrosada cintura, y lo veo. González está sentado en la garita, con la mejor cara de estar esperando el colectivo.

¿Qué hago? ¿Me olvido de todo y vuelvo a casa? No, porque terminaría el cuento. Pero, ¿entonces? ¿Qué le pregunto? ¿Cómo justifico que quiero saber sobre él, si en definitiva somos dos desconocidos? (Es decir, yo soy un desconocido para él, que es lo importante en este caso). Me parece que lo mejor es acercarme como quien no quiere la cosa, y sacarle charla disimuladamente. En estas circunstancias, siempre es buena excusa hablar del clima, o incluso de la demora habitual de los colectivos. Pero esto último lo desecho porque puede levantar suspicacias.

“Yo me mando”, me digo mientras me estoy mandando. Ya cerca de él, a una distancia socialmente aceptable para no incomodar, finjo impaciencia y enciendo otro cigarrillo. González ni se inmuta. “La puta que está fresco”, lanzo al aire para testear el ambiente. González sigue en su mundo. Acomoda el trapo grasiento sobre uno de sus hombros y arrincona contra uno de los parantes de la garita el tarro de pintura vacío con el secador de palo corto. Me empiezo a incomodar porque noto en González una leve reacción de disgusto. Su rostro es agrio y distante. Entiendo que quizás por eso nunca la gente se atrevió a preguntarle nada. “Yo me mando igual”, me digo mientras me estoy mandando igual. Que quiera lo que dios sea, como dijo un ruso.

- Disculpe, Gonz … señor, ¿puedo hacerle una pregunta? – pregunto.

En los tres segundos y fracción que pasan hasta que González gira su cabeza hacia mí, un escalofrío me raspa la espalda y parece quebrarla. ¿Se habrá dado cuenta de que yo, como tantos otros, soy de los que hablamos de él sin conocerlo? ¿Sabrá González que es González? ¿Seré yo el que logre develar el misterio, o será un intento fallido como muchos otros? La respuesta me sorprende.

- Sí, cómo no – me dice González.
- Ehhhhh … - porque en realidad caigo en la cuenta de que no he pensado qué preguntarle.
- ¿Se siente bien?
- Sí, sí. Lo que pasa es que tuve un lapsus – miento porque no sé bien qué es tener un lapsus.
- Dígame nomás entonces.
- Eh, bueno, usted sabrá lo que se comenta de usted, digamos, eh …
- Perdón – interrumpe González – pero ¿nos conocemos?
- No, no. O sea, yo sí a usted pero no usted a mí, es decir …
- Disculpe, caballero, pero de verdad ¿se siente bien?
- Disculpe usted, González …
- ¿González? – pregunta González -; me parece que usted está confundido.
- Ah, puede ser – intento disimular.
- Mi nombre es Alfredo Romero, tengo 54 años, vivo en Yatay y soy, digamoslo así, un limpiavidrios profesional, de los mejores – me largó el rollo.
- Pero entonces, ¡usted no es González! – digo como exigiendo una aclaración.
- Le acabo de decir: mi nombre es Alfredo Romero, tengo 54 años, vivo en Yatay y soy, digamoslo así, un limpiavidrios profesional, de los mejores.

Me siento avergonzado y no sé qué hacer ni qué decir. ¿Qué hago yo, a la noche tarde, hablando con un desconocido conocido que, supuestamente y según la leyenda popular, tiene como particular característica ser un esperador de colectivos? ¿Estaré loco, sin nada mejor que hacer o en verdad esta historia tiene vericuetos que hay que desentrañar?

Después que termino de hacerme estas preguntas, salgo casi corriendo. Pero González, o Romero (o sea, el tipo que está sentado en la garita) me detiene con sus palabras.

- No se vaya, hombre, justo ahora que la charla se estaba poniendo buena.

Mi confusión aumenta. ¿Me estará engañando este González-Romero? Empiezo a sentir que se está riendo de mí, que el González que dice ser Romero es nomás el González esperador de colectivos.

- Siéntese, y conversemos un poco hasta que pase el 3. ¿Usted espera el 3, no? – me dice.
- Mire, Gonz … Romero, debo confesarle que yo no estoy acá para tomar ningún colectivo. Vivo a dos cuadras, en Maccarone. Y sólo vine hasta aquí a esperarlo a usted.
- Ja, ¿no me diga? Insisto con una pregunta: ¿se siente bien? – insiste.
- Sí, sí. Pero … usted … ¿sabe que para el resto de la gente su apellido no es Romero sino González? ¿Sabe lo que se dice de usted respecto de esperar los colectivos?

Antes de que González, o Romero tuviera tiempo de responder, nos sorprende el 3 viniendo a prisa por Boulevard Moreno.

- Disculpe, compadre – ya me habla con confianza – pero dejamos la charla para otra oportunidad – dice mientras se para, alza su mano derecha para que el colectivo se detenga, el colectivo se detiene y González, o Romero, sube y se pierde en la noche rumbo a Yatay.

Atónito, prendo un nuevo cigarrillo y sin pensarlo me siento en la garita. Me pregunto si Romero se burló de mí. Se hicieron las dos de la mañana. Acomodo sobre uno de mis hombros el trapo grasiento y arrincono contra uno de los parantes de la garita el tarro de pintura vacío y el secador de palo corto que González, o Romero, dejó olvidados. O no. Sigo sentado, esperando un colectivo.

Texto agregado el 02-05-2006, y leído por 158 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
09-07-2012 Bien resuelto, después de leerlo un placer! efelisa
30-11-2006 LLego a tu cuento porque me llamó la atención el título, es cómo cuando conocemos a alguien siempre hay algo que nos atrae. Soy de las que espera el colectivo, en Mendoza le llaman micro y conozco otro personaje que se para en mi misma parada y me cuenta todas las características de la línea 10, conoce todos los internos, los choferes e inclusive los pinta. Más de una vez esta parado con la pintura que hizo y se la regala al chofer. Hemos compartido numerosas charlas pero no sé como se llama será Gonzalez?????mis ***** lesu
03-05-2006 ¡Excelente! mi querido Victo... Gonz... Romero... ¡Excelente! Habitualmente tomaba el 2 temprano frente a la Plazoleta Hernandárias para ir a trabajar y me volvía en el 10 que tomaba en Avenida Ramírez, frente a la Universidad; alguna vez me pareció haberlo visto a Rom... González y por alguna razón que desconozco no me atreví a hablar con él. Ahora sé que fue porque la tarea era tuya. O porque vos sos Gonz... Romero. Ojalá algún día yo pueda escribir un cuentos como este. Ojalá. Mi sana envidia y todas mis estrellas. Recuerde que me debe usted algunas copas, y que si bien soy paciente mi sed es grande. No se siga haciendo el Rom... González y deje la garita para venirse hasta el bar. Cualquier bar. Ahí lo estaré esperando. vaerjuma
 
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