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IV

No puedo negarlo. Siempre me sentí atraído por Amanda. Admiraba esa natural feminidad suya que se manifestaba en todos sus gestos. Me deleitaba contemplar ese rítmico balanceo de sus caderas, su caminar felino, sus manos blancas y finas que se acercaban a mi rostro cuando me saludaba y su aliento fresco que se proyectaba suavemente sobre mi rostro cuando pronunciaba su saludo: -Hola Caco. Sus delicadas manos rozaban mi rostro, mientras sus labios carnosos estampaban un cálido beso en mi mejilla. Era un beso real, no disparado al viento, como lo hacen muchas mujeres, un beso de fogueo, como diría el Guacho Ramírez, un ex compañero. -Hola Amanda -respondía yo con una voz ronca, sacada del oscuro averno. -¿Cómo te ha tratado, linda, la vida?- le preguntaba, invitándola a tomar asiento para presenciar aquél magnífico espectáculo, aquellas blancas y perfectas piernas, una sobre la otra, dejando ver un apetitoso tramo de muslo, apenas oculto por esa minifalda que se recogía cruelmente. Amanda era la mejor amiga de mi mujer y en realidad, no cabían dudas de ello. Sus periódicas visitas jamás delataron alguna intención oculta. Nunca una insinuación pese a mi constante coqueteo. Ese vocabulario soterrado que yo empleaba para experimentar, acaso para escuchar un leve pero audible click del enganche, no fueron más que palabras lanzadas al vacío, porque jamás tuve éxito. A lo sumo recibía de su parte una sonrisa angelical, un palmoteo que me regresaba a los ámbitos de la adolescencia cuando alguna chica mayor que yo me ponía en mi lugar. Amanda jamás dio a entender que sabía que me atraía. Mi afán no era sólo carnal o quizás lo era doblemente. Deseaba poseerla, sentir entre mis manos esa tibieza, ese aroma, ese encanto suyo que sin decir una palabra, sin mediar un gesto, delataba en ella a la mujer intensa que reinaba más allá de la carne y del deseo. Mi esposa jamás se dio cuenta de estos devaneos y si algo supuso, le restó importancia, como lo hacía con cada acto que yo realizaba. Me suponía un mediocre y -por supuesto- un ser de tan menguada dimensión que difícilmente se arriesgaría a afrontar una empresa de gran riesgo. Para mi pesar, Amanda parecía tener su misma opinión y yo, que me consumía en la hoguera de mi propia ansiedad, hubiese querido demostrarle a ambas que las había traicionado en más de una ocasión, con una aventurilla de poca monta pero aventura al fin. Debo reconocer sí que Amanda era la mujer de mis sueños, conocía cada uno de sus gestos, recreaba su actuación, su mirada celeste, su voz ligeramente ronca... Cierto día me sorprendí imitando sus gestos en el espejo. Tanto había llegado a adorarla que trataba de aprehenderla en mi mismo. Eso me provocó pánico, quizás que tara me estaba invadiendo, tal vez la locura comenzaba a manifestarse de ese modo. Había leído sobre sucesos de ese tipo, situaciones tan al límite que eran difíciles de catalogar. Una mañana me desperté gritando: -¡Amandaaaaaa! Y ya despejado tuve un miedo atroz. Mi esposa, tan aguda y tan bruja, lo descubriría absolutamente todo. Sabría de mi amor irrenunciable por su mejor amiga. -¿Que sucede Caco por Dios? ¿Tuviste una pesadilla o soñabas conmigo, corazón?- me susurro al oído, con voz muy dulce. Claro. Mi esposa también se llamaba Amanda. Pero no era esta Amanda con la que yo soñaba. La soltería de Amanda duró dos años más. Cierta tarde nos visitó y venía radiante. Detrás suyo apareció Javier, un hombrón alto y desmadejado que lucía una medialuna bronceada en su cabeza, puesto que era semicalvo. Odié al espantapájaros aquél, un laborioso ingeniero que a los titantos se propuso construir un hogar y para concretar su anhelo eligió a la dulce Amanda, a mi Amanda. Prepotente el tal Javier, la abrazaba sin ningún recato y de cuando en vez me lanzaba miradas despreciativas. Posiblemente intuía mi fatal atracción por ella y me replicaba de tan pueril manera que esa muñeca era suya y de nadie más. Desde ese día la amistad de ella con mujer se fue desvaneciendo. Hizo algunas esporádicas apariciones con el gorila pero ya nada era lo mismo. La Amanda que nos visitaba se había puesto ostensiblemente más gorda, esperaba un bebé y se había mimetizado con los gestos y la forma de ser de la mole.. Sus conversaciones terminaban bruscamente, con un sonsonete algo germánico. El otrora ¡Hola Caco! Era similar a ¡Heil Hitler! El bruto aquél había desdibujado a mi Amanda, masculinizándola y ella, que era tan dulce y tan perfecta, no le había transmitido ningún rasgo al odioso monstruo, aquél engendro insensible. El tiempo curó mis heridas. Pero jamás la olvidé del todo. Hojeaba antiguos álbumes familiares en los cuales aparecía la preciosa, la sin igual Amanda. Con mis niños, con mi mujer, cenando con nosotros en una olvidada nochebuena. La melancolía se fue desvaneciendo poco a poco Irremediablemente perdida, incluso para ella misma, porque Amanda era otra, yo traté de olvidarla buscando diferentes mujeres pero mi error consistió en no comprender que en ninguna estaba ella. Fueron amoríos breves, desagradables. Yo analizaba más que descubría y descartaba, descartaba siempre.
Cierta noche, mucho antes del episodio del gorila, Amanda olvidó uno de sus guantes. Este estaba confeccionado de un fino tejido blanco como la inocencia misma e impregnado de su perfume favorito. Sin pensarlo dos veces lo cogí y lo guardé cuidadosamente en mi escritorio, oculto debajo de algunos documentos. Nadie intruseaba en lo mío y confiado, guardé mi tesoro. Cuando la nostalgia arreciaba, subía a mi cuarto, me encerraba bajo siete llaves y abría lentamente el cajón, sacaba el guante y lo ceñía a mi mano. Cual un extraño titiritero, lo accionaba, emulando los movimientos de sus maravillosos dedos. Luego, apagaba la luz y en la semi penumbra la veía acercarse a mi y sentía, por el influjo de mi prodigiosa imaginación, sus suaves caricias en mi rostro, mientras escuchaba como un susurro emitido en las riberas del ensueño su tan característico saludo: -Hola Caco. Hasta que ocurrió lo impredecible. Tan abstraído estaba una noche desarrollando tan fascinante juego que no reparé en la presencia de alguien que encendía la luz de la habitación, se acomodaba a mi lado y me miraba con sus ojos curiosos. Mis pensamientos navegaban en ese momento en la quietud de un canal veneciano. De izquierda a derecha avizoraba añosos palacetes, hermosos puentes , todo ello reflejado en las azules aguas que me circundaban. A la derecha, a la derecha ¡apareció de pronto, rompiendo el ensueño, el rostro indescriptiblemente atónito de mi mujer. Aspiré de golpe todo el oxígeno existente en la habitación, para exclamar luego, sin ningún ingenio -¡Amanda! Y ella apelando al mismo recurso, retrucó ¡Caco! Posiblemente yo hubiese vuelto a repetir su nombre porque el tenor heló mi imaginación, anuló toda mi capacidad para orientarme en el plano espacio-tiempo y sólo el conminativo -¿¿Qué estás haciendo con ese guante?- me volvió a la realidad. Con voz entrecortada, ya sin ganas ni fuerzas para intentar una mentira, pero obligado a ello, le respondí: ¡Ah! EL..el guante, si... es para... para practicar la ... magia, la magia ¿sabes? Se gana harta... plata... con esto ¿qué... que te parece..? -¡Que te lleve el diablo!- contestó y salió furiosa dando un portazo. Desde ese día no pude sacudirme el mote de Mandrake. Mis hijos se reían maliciosamente y mi esposa, que indudablemente les había mencionado el asunto, me observaba con detención, acaso intentando descubrir algún rasgo de insania. Si hubiese descubierto el remedio para mi cura, seguramente me habría arrojado a la calle...


(Continúa)











Texto agregado el 20-04-2006, y leído por 263 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
21-04-2006 Cambiamos las mujeres, deseables primero, detestables despues. Me gusto. Besos y estrellas. Magda gmmagdalena
 
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