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Matinée

Tenía 13 años y era el único de mi clase que no lo había hecho. Esa mañana (recuerdo que era miércoles), salí de mi casa decidido a terminar con las burlas de mis compañeros. Tomé el camión que me llevaba al Paseo Bravo y caminé las escasas 3 cuadras que me separaban del tan socorrido Cine Colonial, el más famoso cine porno de Puebla, la Ciudad de los Ángeles. Mi primer temor fue que no me vendieran boleto, pues mi cara de púber era innegable. Sin embargo, el dependiente de la taquilla me observó de manera tan indiferente que tuve la seguridad de que el negocio era sostenido en gran parte por escuincles curiosos como yo, además de los habituales cinéfilos perniciosos que semanalmente invertían 5 pesos en el placer que la producción en turno les proporcionaba.

Con mi mochila Samsonite roja (de esas cuadradas que parecían paracaídas), crucé el umbral que separaba mi mundo infantil del universo prohibido de los adultos (o al menos esa era la promesa). A cada paso que daba, mis ojos recorrían los carteles promocionales de las películas a exhibirse; imágenes y títulos que escapaban a mi comprensión tapizaban las rojas paredes cuarteadas, cuya pintura se caía a pedazos y que parecía no causar mayor preocupación a los demás clientes del establecimiento. Al llegar a la sala, estiré mi mano lampiña al acomodador para entregar el boleto y, sin preocuparse por el papel que indicaba Sala Uno-Doce Horas-El Crucero De La Lujuria, sonrió conspiradoramente y me hizo la seña de pasar. Un olor penetrante me recibió inmediatamente y me recordó al cloro que Petra, la lavandera, usaba en la ropa blanca, seguido por la sensación de que mis zapatos tipo choclo batallaban contra un piso pegajoso y resbaladizo a la vez.

Volteando hacia todos lados, ocupé la primera butaca de la última fila, la más cercana a la entrada flanqueada por una vieja cortina de terciopelo rojo. A pesar del día y la hora, 10 personas más aguardaban el inicio de la proyección en silencio, mientras el latir ansioso de mi corazón saturaba mis oídos. El sonido del proyector sustituyó mi ansiedad y el tradicional haz de luz atravesó la sala hasta posarse en la pantalla. No recuerdo si pasaron avances o comerciales como en los demás cines, sólo recuerdo que desde el primer momento, una peculiar música estilo caribeña llenó los altavoces, acompañada de gritos y jadeos que le daban mayor dramatismo a la secuencia inicial.

Sin pestañear un solo instante, mi mirada no se apartaba de las voluptuosas mujeres que se paseaban juguetonas por la borda de aquel barco, el "S.S. Horny", que pretendía navegar por un mar de cartón, mientras un capitán con bigote falso nalgueaba a todas las pasajeras a la menor provocación. Transcurridos cinco minutos de diálogos sin sentido (al menos para mí), un mesero entraba al camarote de una pareja de chicas que saltaba de cama en cama en ropa interior y se propinaba ligeros almohadazos que les arrancaban risillas melódicas. De pronto, una de las mujeres se acercaba al mesero y, despojándose de la poca ropa que llevaba y sin decir palabra alguna, comenzaba a besar el torso desnudo del sujeto, para después arrodillarse frente a él junto con su compañera, ahora también completamente desnuda.

Mientras esto sucedía en la pantalla, un extraño calor empezó a rodear mis orejas y una serie de escalofríos sacudieron todo mi cuerpo. “Ah-ah-ah, más-más-más, oh-Dios-no-pares”; y mi pantalón empezaba a apretar, más y más cada vez. A pesar de la situación que experimentaba en la entrepierna, no podía dejar de mirar los cuerpos de aquellas mujeres contorsionarse y, eventualmente, la molestia se convirtió en placer. A mi mente acudió el recuerdo de una mañana, algunos meses antes, cuando al despertar de un extraño pero reconfortante sueño, me encontraba con la pijama mojada y ensopado en sudor. El recuerdo de ese episodio, aumentó mi goce y sin saber por qué, mi mano buscó la cremallera y la abrió.

Como si tuviera vida propia, mi diestra maniobraba dentro del pantalón con velocidad frenética. Mi mirada alternaba entre las amorosas y solícitas damas y el proceso que se llevaba a cabo debajo de mi cintura. Ocasionalmente, sentía la necesidad de cerrar los ojos, provocada por el gozo que experimentaba. Sin embargo, la imagen de tan sublime desnudez no abandonaba mi mente y contribuía a que mi mano acelerara el paso.

“Ah-ah-ah, más-más-más, oh-Dios-no-pares”.

Sin discriminar a nadie, las caritativas féminas satisfacían a más y más tripulantes, mientras mi extremidad derecha hacía lo propio conmigo. De pronto, la conmoción se apoderó de la embarcación y el sano esparcimiento se vio interrumpido por la amenaza de zozobra.

En la pantalla, el agua penetraba el casco del "S.S. Horny" y las parejas se confesaban su desbordante-y-lujuriosa-pasión antes de morir ahogados. Entre tanto, mi cuerpo sucumbía a un torrente de placer que inundaba mi pantalón. Entonces, el movimiento autónomo de mi mano cesó. Saqué mi diestra del pantalón, subí la cremallera, tomé mi mochila y me levanté en busca de la salida. Antes de abandonar por completo la sala, eché un último vistazo a la película, donde a pesar del hundimiento de la embarcación, los tripulantes pedían a las chicas “Ah-ah-ah, más-más-más, oh-Dios-no-pares”.

Al salir a la calle no me sentía muy diferente que digamos. Lo único que me quedaba claro era una cosa: nunca más pensaría en una matinée de la misma forma.

Texto agregado el 12-12-2003, y leído por 272 visitantes. (0 votos)


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