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Nubes

¿Alguna vez has tocado las nubes? - preguntó la pequeña tumbada en el pasto. Su cabello negro, ligeramente enmarañado, le servía de almohada mientras observaba el vuelo de las golondrinas. Los últimos rayos del sol rozaban sus mejillas y una suave brisa de verano agitaba la hierba a su alrededor. Ese era su momento favorito del día. El momento donde todo se detiene a observar el espectáculo que las nubes protagonizan al aproximarse aletargadas hacia el horizonte, embelesadas por el resplandor del sol.

¿Alguna vez has tocado las nubes? – oyó murmurar el niño a su compañera de juegos. El grillo que mantenía cautivo entre sus manos consumía su atención. La melodía del insecto era la culminación perfecta después de una sesión intensiva de saltos, carreras y risas. ¿Qué si he tocado las nubes? No, creo que no – contestó finalmente como si nada, liberando al prisionero. – ¿Y tú?

-Tampoco, pero me gustaría mucho. ¿Quieres tocarlas conmigo? – preguntó de nuevo mientras se ponía en pie y limpiaba y alisaba su vestido.
-Bueno. ¿Pero cómo le vamos a hacer? No es cualquier cosa. Me imagino que debe ser muy difícil.

La niña rió, tomó la mano de su amigo y lo arrastró rápidamente hacia el lugar en el que había pensado tantas y tantas veces. Él la dejó hacer. Se conocían desde que él tenía memoria y siempre había confiado en ella. El cariño que se tenían no le daba razón para dudar.

Después de unos minutos, ella se detuvo y soltó la mano de su acompañante. Como si realizara una serie de complicados cálculos matemáticos, miró pensativa hacia el cielo para después reanudar su marcha. Detrás de ella, él la seguía muy de cerca un poco intrigado. “Ya casi llegamos” contestó sin detenerse a una pregunta que él nunca formuló.

La luz del sol era cada vez más escasa y el trinar de los pájaros había cesado casi por completo; ella se detuvo en seco. Sin mirarlo, levantó el brazo y señaló hacia el frente. Una torre de agua se levantaba imponente y se reflejaba en los ojos de ambos.

-Apúrate que ya no hay tiempo - gritó la pequeña agitada – Sígueme.

Tan veloz como sus cortas extremidades les permitían, fueron subiendo los peldaños de la oxidada torre. A cada paso que daba, la sonrisa en el rostro de ella se hacía más pronunciada. Un grupo de nubes desfilaba en dirección a ellos. Su contorno, del blanco más resplandeciente, se mezclaba con las más diversas tonalidades de rojo a medida que se acercaban al horizonte. Alcanzado el final de su ascenso, los ojos atentos de la niña observaban alternativamente a uno y otro lado, esperando el momento del que alguna vez había oído hablar: el instante fugaz, justo antes del atardecer, en el que las nubes chocan con el horizonte y dejan escapar su esencia etérea y fantástica.

Dos peldaños más abajo, su amigo aguardaba expectante.

Cuando faltaban unos segundos para que la primera nube colisionara con el horizonte, la pequeña soltó uno de sus brazos y lo extendió al máximo buscando la superficie incorpórea de la volátil entidad. Nada sucedió. Se estiró un poco más. Mientras, el oxidado escalón se gastaba bajo sus pies.

La última nube se encontraba a centímetros del sol y la niña hizo el último esfuerzo.

Fue un instante lo que duró la caída y fue un instante lo que él tardaría en regresar a tierra firme. De todo lo que pasó antes y después, él no recordaría nada con tanta claridad como la posición exacta del cuerpo de la niña que estaba destinada a ser su compañera de por vida. La sonrisa más alegre que vería jamás, surcaba su rostro inerte y sus ojos bien abiertos no mostraban el más mínimo signo de dolor; sus manos cerradas junto a su pecho, dejaban escapar un pedazo de algodón.

Texto agregado el 12-12-2003, y leído por 187 visitantes. (0 votos)


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