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Aquella noche no fueron los grillos quienes rompieron la silenciosa monotonía de la noche. Un quejido débil, que se escapó de una boca seca para esconderse y no ser escuchado llegó a los oídos que quería evitar. Con los ojos legañosos y los párpados negándose a descorrer sus cansadas persianas encendió la luz de su velador y se levantó con una rapidez contenida. Las frías baldosas del piso ayudaron a despertarlo completamente y fue entonces cuando logró distinguir con claridad la procedencia del dolor, la pieza de sus padres.
Atravesó con paso resuelto el angosto pasillo que lo separaba de la puerta y sin detenerse a golpear entró. Luego de prender la luz, miró hacia la cama donde descansaban sus padres. Su papá roncaba suavemente y su madre, de espaldas, sudaba ostensiblemente con los ojos mirando un lugar que no estaba en su pieza, su mente viajaba al pasado, al lugar donde un día todo había comenzado…
- Soledad -. El grito de la madre llenó las chacras del pequeño campo, mientras los primeros rayos del sol comenzaban a bañar de oro las cabezas de las aún verdes espigas de trigo.
- A donde te habíai metío, niña, hace como media hora que te ando buscando. ¿Ordeñaste a la vaca?, mira que tu papá ya se levantó y no hay leche pa’l desayuno.
- Ya la ordeñé, pero parece que se está secando porque ya no da lo que daba ante.
- No seay tonta cabra de mierda y corre a la cocina y tuéstale un pancito a tu papá ante que principie a rezongar.
La vida de esta niña campesina de ocho años, transcurría apacible junto a sus padres en una casa rodeada de naturaleza y vida que germinaba fresca cada año. Aún no estudiaba, pero era muy madura, y, aunque sus amigos más cercanos vivían a diez minutos caminando no se sentía sola ni se aburría. Se pasaba el día ayudándole a su madre en las labores de la casa por las mañanas, para luego, después de almorzar, salir a recorrer el campo, recoger flores, comer fruta sobre los árboles y corretear junto al viento persiguiendo los distintos animales que cohabitaban con ellos en los alrededores de su casa.
Las noches de aquella primavera llegaban tibias, vestidas de un silencio perturbador para los visitantes santiaguinos durante el verano. Las estrellas parecían multiplicarse y las manchas en la luna eran más grandes y claras que en otros lugares. Para Soledad, vivir en el campo era maravilloso (podía comparar, pues había visitado hace un año Santiago), todo lo que necesitaba se lo daba la tierra. Ella pensaba que su casa era como el paraíso del que su madre le hablaba cuando le platicaba sobre religión. Pero, lamentablemente no habitamos en el paraíso. En la Tierra, la felicidad total y la perfección son metáforas.
Una noche, distinta a las demás, el calor, poco habitual, la mantuvo despierta, acompañando por la ventana a la luna por su ronda nocturna. Pocas veces le había pasado, siempre se dormía temprano, muy cansada a causa de sus muchas actividades diarias. Pero el calor de esa noche se lo prohibía y la obligaba a estar despierta sobre la cama.

Mientras la hora la sobrevolaba, en el silencio sepulcral de los campos chilenos, interrumpido, a veces, por algún ladrido, mugido o maullido corto y doloroso, provenientes de la lejanía, Soledad agudizó el oído para tratar de reconocer los animales que recorrían los campos. Pero por más que lo intentó, nada pudo escuchar, todos dormían, bueno, casi todos, el problema era que no reconocía el sonido casi sordo que emitía al avanzar.
Tiene que ser pequeño –pensó despacio para no asustarlo. Su primera reacción fue adivinar de donde venía el ruido y cuando estaba segura, giró su cabeza y abrió los ojos. Al principio no vio nada, pero pasados unos segundos las pupilas se dilataron y pudo distinguir al ser que la acompañaba esa noche de desvelo.
Era un insecto raro, jamás había visto uno a pesar de que ella era una eminencia en lo que a animales e insectos habitantes de su casa se trataba. Cuando en su inocencia infante quiso hablarle para presentarse amistosamente sintió un escalofrío subir por su espalda. El bicho se había encaramado en su pierna desnuda y se aferraba a ella con fuerza. No se pudo mover, el temor a lo desconocido la paralizó. No pudo parar de mirarlo. Parecía que el invasor también la miraba, sonriendo irónicamente mientras saboreaba la tibia sangre de la niña, más tibia de lo normal por causa del calor de la noche y el alza de temperatura que el miedo en nosotros provoca.
Todo pasó muy rápido. Una vez satisfecho el apetito del insecto, éste se marchó por donde vino, camuflado en la oscuridad de la habitación. No llamó a su madre, ni siquiera lloró. Simplemente agarró las sábanas de su cama y se cubrió hasta la cabeza, como avergonzada. Del miedo pasó a la incertidumbre y de ella al sueño y del sueño despertó al recuerdo la mañana siguiente. Corrió a la cocina para relatar lo sucedido a su madre, pero esta no le prestó atención, sólo le explicó que las mordeduras de pulga se pasaban rápido y que la roncha desaparecería pronto y la mandó a ordeñar.
Soledad abandonó la casa, convencida que no era una pulga el ser que la había visitado tan desagradablemente. Desde ese día se prometió no volver a dormir destapada…
- Mamá, mamá, despierta. ¿Qué te pasa?. La voz del muchacho parecía salir de su boca para perderse por la ventana abierta.
- Papá, mi mamá no despierta. Su voz ya no era firme. La quebraba el temor al ver que su madre no despertaba.
- ¿Qué te pasa Pato, te sentís mal?. Preguntó el padre abriendo apenas los ojos.
- No papá, a mi nada, pero me desperté al escuchar que alguien se quejaba. Vine a ver y era mi vieja, mírala, no despierta, parece hipnotizada, ¿qué le pasa? Mamá, mamá despiértate poh.
- Soledad, Soledad, despierta mujer. Está caliente -, dijo mientras palpaba la frente de su mujer. – Pato, despierta a tu hermano, tenemos que llevarla a la posta.

Cuando estaban en la posta, las miradas cruzadas de los médicos y los murmullos bulliciosos e ignorantes de las enfermeras aumentaban el nerviosismo de la familia.
Don Manuel Salazar, el esposo de Soledad, parecía más calmado. Conocedor de la historia clínica de su esposa y originario de los campos chilenos sospechaba la razón del estado de su mujer y en su mente se adelantaba a los hechos, como si hubiese estado esperando por este momento. Cuando eran pololos, Soledad le relató lo que aquella noche había pasado y lo que su madre le había dicho. El reconoció al agresor, pero guardó silencio, impulsado por la ignorancia y el amor.
Esa noche rompió su propio secreto y le relató sus sospechas al médico. La bata blanca atravesó rápidamente la puerta que decía emergencias, pero retornó lentamente y cabizbajo una hora más tarde.
El examen de sangre practicado confirmaba lo que don Manuel bien sabía. Soledad presentaba los parásitos del mal de chagas. Una enfermedad contagiada por un insecto muy típico de nuestro país, la vinchuca. Su ataque es mortal, pero no como el de una víbora, que es veloz. La muerte por el mal de chagas es lenta. Demora años en completar su mortal proceso. Lamentablemente, se conoce al agresor, pero no la cura para este mal.
La información se había tardado un par de años. La fiebre se demoró pocas horas en llevarse a Soledad. Había muerto hace diez minutos y en el recuerdo de las tradiciones campesinas un nuevo trofeo se guardaba en los estantes de los atacantes nocturnos llamados vinchucas.

Dos días después, la tía Inés (su nombre en la vida real) volvía a ser una con la tierra que amó y comenzaba a vivir en nuestros recuerdos, donde los misterios de la noche no pueden volver a atacarla.

Texto agregado el 30-03-2006, y leído por 140 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
30-03-2006 impactante...mas nuestra realidad latinoamericana...hermoso tu estilo...se ve que sientes el dolor del marginado en tu paìs...bien luzyalegria
 
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