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Con mis sucias manos recogí lo poco que quedaba de mi, lo introduje explícitamente en una caja de zapatos, y se lo envié a mi madre por uno se esos correos rápidos.

Lo más increíble fue lucirme armando el propio estratagema de mi cuerpo.
Lo más sorprendente aún, es que tenia el croquis de las piezas para armar bien memorizado.

Así fue, puse primero mi fémur izquierdo que había sido quebrado en un accidente siendo chico. Luego acomodé, como pude, un par de costillas rotas, la cadera, las manos, los pies medios desparramados, y al fin... el cráneo desorbitado.
Cerré la caja con intensidad, la golpeé, la zamarreé... y luego la llevé al correo.
Desde entonces todo era mas simple sin mi cuerpo, todo era mas liviano.
No existían heridas visibles y había dejado de ser el blanco de algunos manotazos de mi padre.
Las manos ya no podían sujetar. Mis uñas ya no sangraban. Las caricias traspasaban.
Era incapaz de lastimar.
Era solo un parlante invisible, rodeado de carnes y huesos ajenos.

Ya había dado mi alimento a los hambrientos de mi. Pero no pudieron agradecerme... no podían verme.
Ya había dado todos mis objetos, había dado todo... hasta mis huesos.
...A mi madre, a ella...
y a mis queridos, a ellos.
Todos tenían guardado un trozo de mi en algún arsenal.

Pero un día vino lo peor:
Había dado todo y no pedía nada. Todo mi cuerpo estaba fuera de mi. Me había convertido en un repliegue de mi esencia dentro de inverosímiles rastros de corazón...
Hasta que ella, la mas carente de sensatez y calidad humana, fue usurpando, escarbando con trabajos de hormiga, toda mi alma, todo lo que aún no se había rajado, lo que aún no se había comprado, ni regalado.

No había percibido éste hurto de mi persona...
¿Cómo percibir?, si mi cuerpo no existía. Si estaba fuera de lo descomunalmente mundano.
Yo era pureza, esencia...
¿Cómo darme cuenta que una especie de demonio se alimentaba de mi?.

Al fin, luego de interminables recaídas, destellos, cuevas, túneles, morbosidades, desprecios, iras y, especialmente, sus manos... morí encarnado. Sin rastros de mi existencia. Me disolví en un aire de holocausto interior, dejando un hueco en el espacio...
Había sido solo un soplido.
Un estornudo de la vida.
Nadie me recordaría, ni yo mismo. Ni Dios se daría cuenta que había caducado mi ser entero...

Con la poca vida y fuerza, comencé, con trágicos dolores de alma, a recurrir a mis huesos perdidos, repartidos, comprados, y confiscados, que se encontraban en alguna parte de la historia de mi vida. Pero ni eso.... porque al ir muriendo, se me fue olvidando donde los había escondido, a quién se los había regalado.

Texto agregado el 23-03-2006, y leído por 94 visitantes. (0 votos)


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