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Una fría neblina llegaba esa mañana, desde la bahía de Portofino, atravesando los bosques, y cubriendo de fino rocío las hojas secas esparcidas por doquier; lo que anunciaba el comienzo de un inesperado invierno.
Paula se estremeció de golpe y se arropó más en la ancha y vacía cama, al hacerlo se percató que le faltaba el calor de Ernesto, entonces se desperezó lentamente mientras se preguntaba adónde estaría su marido. Miró el reloj despertador que estaba sobre la mesita de luz, no había sonado a las siete en punto como ella siempre lo ponía. Debía apresurarse, hacer su corrida matinal, darse una ducha y partir hacia el trabajo. Ya estaba retrasada quince minutos de su rutina cotidiana. No se preocupó mucho por Ernesto, pensó que había recibido alguna llamada urgente del hospital o quizás debía visitar a algún paciente. Así que de un salto se levantó de la cama y se colocó su uniforme de gimnasia. Cuando miró por la ventana, observó la neblina y decidió colocarse la campera con capucha.
Salió de la casa, y trotó en el lugar buscando con la mirada, como ya era tarde pensó que Marta, su compañera de trote, ya habría salido a correr, aligeró el paso para tratar de alcanzarla, luego de una cuadra entró al bosque. Sabía el recorrido de memoria así que no se preocupó por la poca visibilidad, conocía casi cada árbol, cada recodo, cada piedra, lo había hecho por años, cada tanto tomaba un poco de agua de su botellita que siempre llevaba atada a la cintura, gracias a ese especial cinturón que consiguió un día de oferta en el mercado de pulgas de la ciudad. Mientras trotaba pensaba en cómo solucionar el problema con Aldo, debería contarle a su esposo de los avances frustrados que aquél realizaba a diario y que ya comenzaban a molestarla porque interferían con su cotidiano trabajo. De estas cavilaciones la sacó una figura que se dibujaba apenas entre la espesa niebla, movió la cabeza con lentitud sonriendo y sudando a la vez, ¡por fin había alcanzado a su amiga! Pero la figura volvió a desaparecer entre la niebla, la llamó pero nadie contestó, comenzó a preocuparse, cuando de pronto sintió que de atrás alguien le tapaba la boca, quiso darse vuelta, pero no pudo, lo último que sintió fue un dolor profundo, como si un rayo hubiera caído sobre ella, fulminándola sobre el espeso manto de hojas mojadas.
El oficial de guardia sorbía tranquilamente su café matinal cuando entró un hombre con el semblante desencajado. Este le relató con palabras cortadas por sollozos, que había encontrado a su esposa y a la amiga de ésta, muertas sobre un alambrado que colindaba con el bosque. El oficial luego de escuchar el apresurado relato le dijo: Muy bien, entonces, llévame a verlas.
Ernesto retiró de la funeraria la pequeña urna que le entregaron con los restos de su esposa, con lágrimas en los ojos, la colocó en la repisa principal de la sala, y en el cajón de la mesa de luz guardó el certificado de defunción en el que se leía: Muerte Accidental por electrocución. Borró el mensaje que había quedado en la contestadota del teléfono la noche anterior a la muerte de su esposa, que decía: Mañana te espero en el café a la salida del trabajo. Aldo. Su cara comenzó a cambiar, del dolor pasó a la sonrisa, cuando quemó en los leños del hogar aquel pequeño aparatito que había comprado en el mercado de pulgas. cuya etiqueta decía: Peligro 250 voltios, mientras se lamentaba haber confundido a Marta con Paula.

Texto agregado el 18-03-2006, y leído por 105 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
05-04-2006 Interesante, me gusto, saludos, espero leer mas de ti. AA000gabriel18
 
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