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Capítulo I

El suboficial Pedro Román se encontraba en la oficina del Director de la Escuela de Especialidades de la Fuerza Aérea y sonreía, el coronel director recién le había notificado que sería trasladado a la nueva Estación de Puerto Edén, en la patagonia, cuya construcción y equipamiento estaba prácticamente terminado. Sería el primer jefe del puesto, repartición que tendría por misión atender la línea de hidroaviones que se establecería entre Puerto Montt y Punta Arenas, y que además proporcionaría datos meteorológicos a las naves que transitan por la zona y obtendría información acerca de los indígenas que habitan el área comprendida entre el Golfo de Penas y el Estrecho de Magallanes. Tendría dos meses para interiorizarse de la geografía de la zona, de los indígenas alacalufes que habitan ese sector y requerir cualquier otra información que pudiese necesitar.
—Suboficial Román, ¿ha leído la historia de Jimmy Button, el yagán que fue llevado a Inglaterra y que después de tres años fue retornado a su tierra de origen? —preguntó el coronel director.
—No mi coronel, no tengo idea de quién se trata pero lo averiguaré —contestó Román.
—Sí, valdría la pena que se informara sobre esa historia que resultó ser una experiencia desastrosa, no vaya a suceder que repitamos los mismos errores con estos alacalufes, podría averiguarlo en la Biblioteca Nacional antes de partir al sur —replicó el director.
Esa tarde, al llegar a su hogar, Román les comunicó la buena noticia a su esposa y a su suegra. En pocos meses más estarían viviendo en la patagonia traslado que los tres estaban esperando desde hacía tiempo. Román y su esposa Raquel no tenían hijos y vivía con ellos la madre de Raquel, la señora Domitila.
—Por fin se va a cumplir nuestro sueño de vivir junto a la naturaleza y en una región que según todos los que la conocen es una de las más bellas del mundo —dijo el suboficial Román a su esposa, mientras los tres cenaban en el pequeño comedor de la casa.
—Y… ¿cuándo cree usted que viajaremos y por qué medio? —preguntó la señora Domitila en voz alta.
—Seguramente viajaremos hasta Puerto Montt en ferrocarril, allí nos embarcaremos en alguna nave marcante que nos llevará hasta Punta Arenas y luego hasta Puerto Edén en un buque de la armada —contestó el suboficial Román.
Los tres continuaron conversando por más de una hora sentados alrededor de la mesa. La destinación sería mínimo por tres años e irían además tres cabos solteros como ayudantes.
Estaban realmente excitados por la confirmación del traslado largo tiempo esperado, pero especialmente, aunque no lo manifestaban, porque este gran cambio de latitud era una de las últimas posibilidades de que Raquel quedara por fin embarazada; uno de los varios médicos que habían consultado les había dicho que a veces estos traslados podían contribuir al embarazo. Al día siguiente Raquel iría a la Biblioteca Nacional y trataría de obtener el máximo de información sobre los alacalufes.
El suboficial Pedro Román tenía cuarenta años, era alto y delgado, de cara alargada, frente ancha y mentón cuadrado, labios finos en que destacaban sus dientes parejos y blancos, sus ojos de color café acentuaban su viva mirada. El pelo negro y corto y su piel blanca pero tostada por el trabajo al aire libre, más el impecable uniforme, le conferían un aspecto marcial y atlético. En 1930 había sido transferido del Ejército a la naciente Fuerza Aérea Nacional cuando esta se creó por la fusión de las ramas de aviación del Ejército y de la Armada, institución que al poco tiempo fue denominada definitivamente Fuerza Aérea de Chile. Chile fue el cuarto país en el mundo luego de Inglaterra, Francia e Italia en unificar los servicios de aviación que dependían de los ministerios de Guerra y Marina.
Raquel Romo, esposa de Pedro, tenía treinta y dos años era delgada y de estatura mediana, cara redonda en la que destacaban sus alegres ojos café claros, frente despejada, nariz recta y corta. Sus orejas pequeñas llevaban aros de perlas y su pelo castaño y largo la hacía verse más alta. Llevaba diez años de casada, pero hasta ahora no había podido quedar embarazada. Era profesora primaria.

—Me fue muy bien en la biblioteca —dijo Raquel al entrar en la casa y ver que Pedro y su madre se encontraban sentados en el living, se acomodó en una silla y continuó—. Libro, no encontré ninguno que se refiriera a Jimmy Button ni a los alacalufes, pero sí encontré varios artículos en el diario El Mercurio de Santiago escritos por un periodista Jorge Valdés que parece ha investigado bastante sobre este asunto indígena.
—No me digas que no hay ningún libro sobre el tal Jimmy —la interrumpió Pedro.
—No, pero los artículos son interesantes los copié y aquí los tengo, ¿quieren que se los lea? —contestó Raquel.
Pedro y la señora Domitila se arrellanaron en los sillones del living y se dispusieron a escuchar a Raquel quién sacó un cuaderno de su cartera y comenzó a leer: “En 1826 la corona de Inglaterra decidió enviar una expedición compuesta por cuatro barcos al mando del capitán Roberto Fitzroy a estudiar el Mar del Sur. Luego de cuatro años de levantamientos hidrográficos en la zona comprendida entre el Estrecho de Magallanes y el Cabo de Hornos, Fitzroy decidió regresar a Inglaterra pasando nuevamente por la isla Navarino, una gran isla ubicada al sur del canal Beagle, lugar donde había encontrado bastantes indígenas yamanas. En una embarcación envió marineros a tierra para contactarlos, pero estos regresaron en una especie de balsa culpando a los indígenas de la pérdida del bote. Fitzroy, en represalia, capturó a cuatro fueguinos, los embarcó en su nave y los llevó a Inglaterra con la intención de educarlos, civilizarlos y luego traerlos de regreso para que instruyeran a su pueblo. Para identificarlos los bautizó con nombres relacionados con lo sucedido. Al mayor, que calculó tendría unos veinte años, le puso Boat Memory en recuerdo de la aventura del bote, este al llegar a Inglaterra murió de viruela; a otro de la misma edad, le puso York Minster, monasterio de York; a la única mujer que tenía alrededor de nueve años la llamó Fuegia Basket, cesta fueguina y al cuarto, que tendría alrededor de catorce años le puso Jimmy Button por haber sido cambiado por un botón”.
—¿Están cansados? — preguntó Raquel.
—No, no —contestaron a coro la señora Domitila y Pedro y este último agregó—, estos gringos si que son frescos, en realidad los raptaron, bueno siempre han actuado así, con prepotencia.
—Cuentan que en las salitreras, en Iquique, los ingleses trataban muy mal a los obreros. Alojaban en grandes galpones de zinc divididos en cuartos pequeños en los que debían soportar las altas temperaturas del día y las bajísimas de la noche, vivían como animales, por eso sucedieron tantas huelgas —dijo la señora Domitila.
—Bueno mamá, ¿quiere que siga con mis apuntes? —dijo Raquel y continuó leyendo— En Inglaterra les enseñaron artes manuales, carpintería y jardinería, fueron presentados a los reyes y luego de transcurridos dos años emprendieron el regreso a la Tierra del Fuego en el mismo Beagle al mando de Fitzroy, el viaje duró un año. En la nave también viajaban Carlos Darwin, naturalista que se hizo famoso por plantear una teoría sobre la evolución de las especies y la selección natural y el joven catequista Ricardo Mathews enviado con el objeto de proseguir la instrucción de los fueguinos durante el viaje, y con la esperanza de que pudiera quedarse en la Tierra del Fuego para catequizar a otros indígenas con la ayuda de sus discípulos —Raquel iba a continuar leyendo cuando fue interrumpida por su madre.
—Perdón, Raquel, pero aún estoy pensando en estos ingleses explotadores. Recuerdo que en las salitreras tenían unos almacenes llamados pulperías donde los obreros obligatoriamente tenían que adquirir sus mercaderías a precios prohibitivos, no permitían el libre comercio y ese fue uno de los principales motivos de las huelgas que condujeron a la matanza de la Escuela Santa María de Iquique, lugar en que fueron masacrados más de dos mil personas, entre trabajadores y sus familiares, fue a fines del año siete, tu estabas chiquitita —dijo la señora Domitila mirando a Raquel, pero cuando iba a continuar hablando fue interrumpida por Pedro.
—Querida suegra, todo eso ya pasó, dejemos que Raquel termine con sus apuntes que es lo que ahora nos interesa —dijo Pedro y se calló.
—Bueno, como les contaba, el Beagle fondeó en una bahía de la isla Lennox, al sur de la Tierra del Fuego y a continuación Fitzroy, Darwin, Mathews y los jóvenes fueguinos con las mercaderías y regalos recibidos en Inglaterra se embarcaron en tres botes, llegaron a Wulaia, preciosa bahía ubicada en la costa oeste de la Isla Navarino donde desembarcaron y construyeron tres chozas: una para Mathews, otra para Button y la tercera para York Minster y Fuegia Basket quienes habían sido desposados por Mathews poco después de desembarcar.
Se juntó un gran número de indígenas que llegaron de todas partes a observar las extrañas acciones de los blancos y de los tres fueguinos, pero contra lo esperado, manifestaron una fría indiferencia con los recién llegados.
Fitzroy, una vez que creyó que Mathews y sus discípulos estuvieron bien instalados volvió a su nave. Afortunadamente días después regresó a la bahía para verificar como funcionaba todo encontrando a Mathews fuera de sí, aún con vida pero brutalmente golpeado. Este le informó que desde que se alejaron los botes había sido maltratado y despojado de todas sus pertenencias, a pesar de las protestas de sus tres protegidos. Mathews se reembarcó y nunca más quiso volver a tierra. Así concluyó este primer intento evangelizador —terminó de leer Raquel.
—Estoy seguro que a mí jamás me habría sucedido algo parecido —dijo Pedro y continuó—, los marinos son muy blandos en el mando, yo no sé por que serán así.
—Yerno, no se crea, a lo mejor los marinos parecen blandos pero tienen más ascendiente sobre sus subordinados, el trato es diferente por su vida a bordo pero tienen tanta o más disciplina que los milicos —terminó la señora Domitila.
—Usted mamá siempre defendiendo a los marinos parece que es verdad lo que contaba mi papá, que usted tuvo un romance con un marino antes de casarse con él, pero yo no he terminado con mi historia —dijo Raquel sonriendo y continuó—, Jimmy y sus compañeros al poco tiempo volvieron a su vida nómada y se olvidaron de las enseñanzas recibidas en la civilizada Europa. Veinticinco años más tarde ocho misioneros anglicanos que se habían establecido en Navarino, fueron salvajemente asesinados por los yaganes; varios investigadores aseguran que este asesinato fue organizado y dirigido por Jimmy Button pero Valdés cree que eso es sólo un cuento, pues en esa época Jimmy habría tenido cerca de cuarenta y cinco años, un anciano para un pueblo que tenía un promedio de vida de no más de treinta años.
Los tres continuaron hablando sobre la conveniencia de desarraigar a los indígenas de su ambiente, de la evolución y de los ingleses. Las opiniones estaban bastante divididas.
La señora Domitila tenía cincuenta años de edad, en su cara redonda destacaban su amplia frente y sus grandes ojos de color café claro que a veces parecían verdes; de nariz corta, boca pequeña y labios delgados. El pelo negro largo, con algunos trazos grises, lo mantenía atado en un moño, su rostro bondadoso y su mirada vivaz hacían que representara menos edad. En sus pequeñas manos destacaban dos argollas de oro en el dedo anular de la mano izquierda. Viuda desde hacía tres años se había ido a vivir al hogar de su hija y Pedro, los tres estaban muy contentos con esta convivencia pues cada uno respetaba los espacios y diferencias del otro pero se apoyaban mutuamente.
—Entre todos los artículos de El Mercurio que leí me impresionó mucho uno que contaba que, en varias oportunidades, indígenas fueguinos fueron trasladados hasta Europa para ser exhibidos en las exposiciones que cada cierto tiempo realizaban en sus ciudades, déjenme ver mis apuntes, porque lo anoté para contárselo —dijo Raquel levantándose a buscar su cuaderno—. Aquí está, para una exposición de 1881 llevaron once alacalufes de los cuales regresaron sólo cuatro y para la gran Exposición Universal de Paris en 1889, llevaron once onas, que fueron mostrados como curiosidades exóticas a los pies de la Torre Eiffel donde la gente les lanzaba pedazos de carne para ver como reaccionaban, de este grupo también regresaron sólo cuatro.
En el mundo indígena

Yuras y su familia vivían cerca de donde comienzan los canales patagónicos. Habían levantado su cabaña en la ribera oriental del Paso del Indio, en la punta Clarke, frente a donde los hombres blancos estaban construyendo varias casas de madera, pintadas de llamativos colores azul y blanco con techo rojo.
Yuras pertenecía al pueblo kawaskar tenía aproximadamente veinticinco años de edad, era bajo pero muy corpulento, de vientre saliente y abultado. Cara redonda de tez amarilla en la que destacaban sus pómulos salientes y sus ojos pequeños de color café oscuro. Su frente era estrecha y la nariz chata, la boca grande con labios gruesos y dientes blancos y sanos. El pelo negro largo cortado en forma de chasquilla para dejarle ver le llegaba más abajo de las orejas. Ese día se encontraba sentado dentro de su cabaña iluminada por una gran fogata que había en el centro y a su alrededor estaban sus cuatro pequeños hijos, cuyas edades fluctuaban entre los seis y los tres años. En el otro extremo, una mujer anciana se encontraba tendida sobre una cama de hojas atendida por su esposo y su hija Kostora, esposa de Yuras, además habían unos diez perros que estaban echados alrededor del fuego. Afuera, el viento huracanado del noroeste soplaba en forma permanente desde hacía más de una semana y la lluvia no cesaba de caer sobre la choza.
Kostora, tenía la misma edad que su esposo y era casi de la misma estatura. Su aspecto físico era muy parecido al de Yuras. Nariz chata, pómulos salientes y piel cobriza, ojos café y pequeños, boca ancha y labios gruesos. Senos grandes y caídos, manos fuertes y brazos musculosos de tanto remar. Su cabeza estaba cubierta de cabellos negros, largos, lacios y enmarañados.
—Ayayema es el espíritu del mal que nos persigue permanentemente. Controla la naturaleza y se vale especialmente del viento del noroeste que con su fuerza da vuelta nuestra canoa —dijo Yuras en voz baja y continuó, modulando lentamente cada palabra—. Durante el día habita en el pantano pero en la noche sale a recorrer las costas y los bosques. Es capaz de alargar las llamas de la fogata, incendiando nuestra cabaña mientras dormimos, hace que brazas salten de ella hasta nuestra piel, quemándola. Los accidentes y enfermedades son producidos por él.
—¿No hay nadie que se le pueda oponer? —preguntó con ansiedad Terwa Koyo.
—No —contestó Yuras—, cuando Ayayema impone su presencia en nuestros sueños o cuando del suelo de nuestra cabaña comienza a salir su olor, olor a podredumbre, la única alternativa es cambiar de ubicación el campamento, cambiarnos a otra playa que este no visite tanto.
Terwa Koyo tenía la cabeza voluminosa, cubierta de cabellos negros y largos, nariz chata y pequeños ojos café oscuro, vivísimos y llenos de picardía, que presentaban el pliegue mongólico acompañado de una hinchazón de los párpados. Su brazo izquierdo se notaba encogido, de ahí su nombre, que significa “brazo tieso”. Era el mayor de los hermanos, tenía seis años y seguía las palabras de su padre con gran concentración e interés.
Mientras Yuras explicaba esto a los niños, en la cabaña se sentían los quejidos de la enferma, el gruñir de uno que otro perro y el lúgubre ruido de la tempestad que no cedía. Todo este tétrico ambiente asustaba aún más a los cuatro niños que permanecían atentos a las palabras del padre. Este continuó explicándoles que también existía Kawtcho, un ser parecido a un hombre gigante que de día caminaba bajo la tierra y durante la noche, cuando salía a rondar por la superficie, hasta los perros aullaban y armaban gran bullicio pues eran los primeros en detectar el olor a putrefacción que expelía. Cuando esto sucedía había que montar guardia y no salir de la choza.
—Kawtcho ataca sólo por atrás. Su cabeza tiene cabellos tiesos y rectos y dos cuernos en su frente. En su pecho hay dos luces que se encienden y apagan y que sirven para guiarlo. Es invencible y nadie se le puede escapar —finalizó Yuras.
—Padre, ¿has visto alguna vez a Kawtcho? —preguntó nuevamente Terwa Koyo.
—Sí, una vez, cuando era niño y acompañé a mis padres a pescar y no alcanzamos regresar a tiempo a nuestra cabaña y se hizo de noche. Por suerte nos escondimos detrás de unas rocas hasta que desaparecieron las luces destellantes —contestó Yuras y continuó—, finalmente hay otro espíritu del mal, Mwono, que ronda en la cima de las montañas y en los glaciares. Es el espíritu del ruido, el que produce las avalanchas.

JORVAL
200206

Texto agregado el 20-02-2006, y leído por 2764 visitantes. (24 votos)


Lectores Opinan
25-12-2007 hijo de puta... anciano de mierda...activa mi cuenta Ciberbaco
21-10-2006 muy bueno.***** sinopsis
11-07-2006 Estupendo relato, en donde se mezclan diferentes visiones, varias perspectivas. La invasión y manipulación de una cultura sobre otra es una especie de denuncia. Me ha gustado sobremanera ***** SorGalim
29-06-2006 Había empezado del ultimo Cáp,ahora voy por orden*5 terref
03-06-2006 A pesar de haber leído de atrás hacia adelante, encuentro una magia especial en las descripciones de lugares para mí desconocidos, a pesar que mi familia viene de esos magallánicos parajes, no he tenido la suerte de conocerlos aún, pero algún día... tal vez. *****. Un beso. Pilef
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