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En la sala, todos callados con ese silencio abrumador de funeral esperábamos el veredicto final del juez 13.
Los abogados se miraban con cautela y se comían las uñas ante los gestos del jurado, mientras yo pensaba en él, en su rostro.
El juez se paró de su estrado y llamando la atención abrió el sobre en donde se encontraba la decisión mas propicia para este caso, acto que se vio interrumpido por un extraño negro de traje blanco, con mirada pasiva y en sus manos… una mujer de cabello blanco que escasamente pronunciaba palabra.
Ella que miraba bajo al cielo, conmovió a todos, pues la mayoría la creía muerta… al decir verdad, todos pensamos que hacía parte del “otro mundo”… mas ella yacía regocijante y llena de amor por su hijo, individuo que hacía parte principal de esta diligencia ante la ley.
Lo miró y con una fuerza sobrenatural contuvo sus lágrimas, tomó un poco de aire y le dijo al señor juez que su mesada la retiraría mañana, pues hoy el médico no le dará salida.
El negro de traje blanco, que resultó ser no mas que el enfermero de turno de hospital en donde ella se encontraba, empujó la camilla con su mujer y sueros a bordo por entre el pasillo infinito que daba a la luz de la tranquilidad y levantó su mano diciendo adiós, diciendo… hasta pronto.
El juez, analizando lógicamente lo acontecido y sin el ánimo de caer en la trampa de conmoverse ante la imagen tétrica y dolorosa de la madre del muchacho, llamó a su estrado al jurado, los abogados y con un tono inflexible dijo…”se aprueba”…
Abrazos iban y venían, lágrimas y risas al son de palabras dulces, azules, como el cielo se dejaron ver entre las comadres que sin necesidad presenciaron el acto… y al final, una de ellas que me preguntaba quien era, que hacía, que necesitaba.
Algo confundido le dije que la imagen de este muchacho ahora en el estrado me era familiar, pero que en el fondo no sabía quien era; sin embargo me causaba gran curiosidad la manera como él logra en mí una atención inusual.
Cuando volví la mirada hacia la señora que me preguntaba con tanta insistencia mi procedencia, para ahora yo preguntarle quien era él… ya no estaba, se había marchado al estrado a abrazar al juez, los abogados y al muchacho que por lo que pude apreciar apenas la conocía.
Decidí marcharme, dejando esta experiencia como una incógnita más de las muchas que habitan en mi cabeza…
Tomé mi maletín y salí por el callejón que lleva a la libertad, a la luz… y en él, ella, aquella mujer que había entrado con su enfermero y que ahora reía como una chicuela, tomándose el estómago y hasta revolcándose en el piso…
Quedé perplejo, atónito y feliz pero no entendía el porque… prácticamente inmóvil, observé a esta mujer durante muchos minutos y luego me acerque para saludarla, encontrándola desahuciada y sedienta…
Quiero agua por favor, me dijo, y yo corrí como pude al baño, llene un vaso en el que había tomado café y cuando volví ya no estaba… supongo que el enfermero se la llevo porque el médico aún no le daba salida, supongo por fe, que aún vive…
El muchacho salió con la mirada gacha, con una alegría disimulada y al verme lloró y me abrazó con tanta fuerza que casi me desmayo.
Miro al techo y limpiándose las lágrimas me dijo: “llegaste, llegaron como lo prometieron… los amo”.
Dio media vuelta y susurrando una canción desapareció por entre el pasillo que lleva a esa luz de libertad.
Manuel Arango

Texto agregado el 19-02-2006, y leído por 96 visitantes. (0 votos)


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