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Inicio / Cuenteros Locales / moebiux / Incubando el mal (de los extraños diarios de Alexander Íllic)

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Este es uno de los relatos más largos extraídos de los diarios de las aventuras (permitidme calificarlas así) de mi tío abuelo segundo político Alexander Íllic. Por lo general, las historias suelen estar trufadas de anotaciones al margen, a veces fechas, horas, datos sueltos que no querría olvidar y que demostraban que usaba los diarios como herramienta habitual mientras duraba el caso. Al transcribirlos, prescindo de esos datos porque en ocasiones no está claro su significado o porque molestarían en la lectura de los hechos sin aportar nada en especial. Pero eso no ha sido necesario en esta ocasión. Deduzco pues, que lo debió escribir una vez hubiera concluido todo, quizá en el viaje de vuelta de Inglaterra, pues allí aconteció. Y el título de “Incubando el mal” no me lo asignéis a mí, fue él quien lo dispuso y, tras su lectura, entendí que no era necesario cambiar nada. ¡Ah!, un último detalle: sí que hay una anotación, justo debajo del texto, anotación que debió realizar tiempo después de escribir la narración, ya que la tinta es diferente. Se trata de una dirección de Bristol. ¿Por qué lo menciono? Cuando lean la terrible historia que aquí acontece, lo entenderán. Y me agradecerán que se lo haya mencionado, ya me dirán.




Incubando el mal

La muchacha tenía los ojos enrojecidos, las ojeras marcadas y la piel pálida, casi grisácea. A pesar de todo, era hermosa. Pero en esos momentos tenía el aspecto de un ángel exhausto, como agotado de batir las alas.
El profesor Sebastian estaba examinando a la jovencita con la ayuda de Hans. El padre, Lord Steele, se mantenía a poca distancia con gesto tenso. Minutos después vimos como Hans y Sebastian conversaban en un aparte. Kepler parecía darle indicaciones al profesor e, instantes después, ambos se dirigieron hacia nosotros.
-El caso es más complicado de lo que parecía. La muchacha realmente está enferma, aunque dudo que sea una posesión diabólica. Pero está claro que algo sucede. Y esta noche daremos el primer paso para averiguarlo –nos dijo el profesor.
Noté como Roberto Monglofierro tensaba los músculos de la mandíbula al oír lo de la posesión, y cómo su mano hurgaba en el bolsillo de su chaqueta, seguramente en búsqueda de su rosario. Por mi parte miré de reojo a través de la ventana, hacia el jardín, donde, envuelta en mantas, descansaba al sol Marieanne Steele, una muchacha de dieciocho años que, desde hacía unas semanas, sufría unas extrañas convulsiones todas las noches, convulsiones que ninguno de los médicos personales de Lord Steele había conseguido explicar.
-Miss Marieanne tiene los síntomas de una anemia –comenzó a explicarnos Hans-, sin embargo hay cosas que no acabo de ver claras. Y por lo que nos dice el padre, esas convulsiones podían ser debidas a la epilepsia pero... ¿por qué sólo de noche? Además...
-Además –interrumpió Sebastian- la niña tiene un comportamiento durante esos ataques que no provienen de la epilepsia. Quizá no sean más que supersticiones, quién sabe. La única forma de saberlo es vigilarla durante la noche y ver qué ocurre. Y eso es lo que haremos hoy. Así que vayan a descansar, échense una siesta. Los necesitaré bien despiertos. No sabemos lo que nos vamos a encontrar...
Un pequeño escalofrío me subió a la nuca. Volví a mirar a la muchacha y me costaba creer que algo maligno pudiese surgir de un cuerpo tan frágil. La chica estaba dormida. De pronto, abrió los ojos de forma desorbitada, presa del espanto. Me sobresalté. Quise decir algo a mis compañeros pero, antes de que reaccionase, Marieanne volvió a cerrar los ojos, sumida en un profundo sueño. “Sería alguna pesadilla”, pensé. Pero... ¿qué extrañas imágenes perturbarían a esa jovencita, a esa casi una niña?


Nos instalamos en una habitación del servicio personal de Marieanne, justo al lado de su dormitorio, con la que se comunicaba mediante una puerta. Decidimos establecer turnos de dos en dos, escuchando atentos cualquier ruido para entrar con sigilo a estudiar el comportamiento de la joven. Descartamos la idea de establecernos en el mismo dormitorio ya que eso cohibiría a la muchacha impidiéndole dormir.
-Cuando oigamos algo sospechoso, despierten al resto del equipo –nos aleccionaba Sebastian- Entraremos primero Kepler y yo y, a continuación ustedes. Procuren no hacer ruido y, ante todo, no se les ocurra despertar a la muchacha, oigan lo que oigan y vean lo que vean. Déjenme a mí tomar esa decisión, ¿de acuerdo?
Hay que reconocer que el profesor sabe darle intriga al asunto más nimio. Porque sólo íbamos a velar el sueño de una muchacha, nada comparado con otros casos en los que nos hemos enfrentado a peligros de lo más extraño... ¿o sí? En fin, sólo cabía esperar...


Para no dormirme durante la guardia, evité sumirme en profundas lecturas e invité a Roberto a realizar unas partidas de tute, un juego de cartas español que aprendimos de unos exiliados republicanos, hace ya unos años, en aquellos nefastos y románticos años de la Guerra... De pronto, oímos algo. Roberto y yo cruzamos nuestras miradas. En susurros me dijo:
-Parece que se le agita la respiración, ¿verdad?

Asentí mientras le relaté lo que vi esa mañana, cómo se despertó sobresaltada durante unos instantes mientras dormía en el jardín.
-Sí, será sólo una pesadilla... Quizá sea eso lo que le ocurra, ¿no crees? Tan sólo pesadillas...
-Quizá, Roberto, quizá sólo necesite somníferos. En ese caso, ¿qué hacemos nosotros aquí?

Roberto se encogió de hombros con una mueca divertida. Una mueca que se le quedó helada. Porque, de pronto, entendimos por qué estábamos allí.

Marieanne acababa de proferir el alarido más espantoso que había oído en mi vida.


Entramos tras el profesor Sebastian y Hans Kepler, quien se precipitó sobre ella blandiendo una jeringuilla con lo que sería algún sedante. Y bien que le hacía falta, porque la muchacha se retorcía sobre la cama realizando unos movimientos bruscos, exasperados, casi mecánicos. Al entrar, Marieanne abría las piernas y las cerraba, como si fuera una tijera, los brazos abiertos, como si alguien la sujetara, mientras chillaba de una forma insoportable:
-¡¡Déjameeeee!! ¡¡No quierooo!! ¡¡Déjameeee!! ¡¡Papaaaaá!!
Era desesperante ver como se le caían las lágrimas como puños mientras se movía convulsa.
-¿Quién te sujeta, Marieanne? –preguntó el profesor elevando la voz, pero sin chillar, sereno.

Ella sólo respondió con gemidos y llorando. Sus ojos estaban cerrados. Y, por entre los labios hinchados, se le escapó un suplicante “por favor...” que hacía que se te helara el alma.
-El calmante está haciendo su efecto –dijo Hans.

Mientras la muchacha iba recuperando la respiración normal y su cuerpo se relajaba ya quieto, eché un vistazo a la habitación. El mal olor se desvanecía por momentos. Todo parecía estar normal. Bueno, menos un jarrón allá al fondo de la habitación, que se encontraba caído y roto en el suelo. Seguramente se rompería antes, porque se hallaba casi a dos metros de donde estábamos... De pronto, vi como una figura de porcelana caía desde el mismo lugar donde estaba el jarrón, una mesita auxiliar al lado de la ventana. El ruido fue casi imperceptible, mis compañeros ni se dieron cuenta, pero me sorprendió. Era como si la hubiera empujado una pequeña corriente de aire. Pero estaba todo cerrado. Me acerqué a echar un vistazo, intrigado. Lentamente, me agaché para recoger un trozo de la figura. Era un pastorcillo con su ovejita, muy típico de una muchacha pero... ¿cómo había caído al suelo? Escuché algo... Me pareció oír una especie de silbido, o algo que rascaba muy suavemente que provenía de la mesita auxiliar... Me fui levantando con lentitud mientras un escalofrío me recorría la columna vertebral... En la mesita otra figurita se estaba moviendo... Y, detrás de ella, un ratoncito.
Me sentí ridículo, me estaba asustando de la presencia de un ratoncito, algo muy típico en cualquier casa situada en el campo. Tenía razón el profesor al insistir en no dejarse llevar por la imaginación. Así que hice un gesto con la mano para espantar al pequeño intruso. Y la mano se me quedó ahí, en el aire, sin saber dónde ir.
Porque mis ojos tropezaron de repente con algo en la mesita.
Alguien había arañado “Help her” (ayúdela).
Y, por motivos obvios, no podía ser el ratón.


Reunidos en torno a una gran cafetera y bollos recién hechos, el profesor Sebastian argumentaba:
-A pesar de las apariencias, Marieanne no está poseída. Sé que esos gestos, esos gritos dan esa apariencia, pero...
-¿Y ese olor, profesor? –preguntó ansioso Roberto- Usted sabe muy bien que ese fenómeno está íntimamente ligado a los casos de posesión.
-Cierto, hay cosas en ese caso que me desconciertan, como ese olor, o ese escrito arañado en la mesita... Aunque el arañazo no podemos saber si se hizo antes o durante el ataque de la muchacha. Por otro lado, cuando hablaba era ella, era su voz. De haber estado poseída habría hablado el... “ente”. Y hubiera hablado en plural. El diablo cuando se refiere a sí mismo siempre usa el plural, son Legión. Y hubiera blasfemado, pues esa es la base de una posesión, arrancar un alma a Dios para hacerla dueña del infierno. Por otro lado, quizá no sepan una cosa que debería explicarles Hans...

Hans Kepler carraspeó.
-A indicación del profesor rellené la jeringa mezclando el sedante no con agua mineral normal, sino con agua bendita.
Roberto y yo le miramos un tanto perplejos. Éste se ruborizó.
-Verán, en realidad es agua mineral que hicimos bautizar antes de venir aquí. Sé que no es científico, por supuesto, pero eso tampoco iba a variar las propiedades del calmante o de cualquier medicamento que necesite diluirse, claro...
-Exacto –prosiguió Sebastian-, y, de paso serviría para descartar que era una posesión. Y ya han podido contemplar que la inyección tuvo su efecto normal, relajar a la pobre muchacha.
-Entonces... ¿qué opciones tenemos?
-Un íncubo –dijo Roberto.
Sebastian le miró pero no dijo nada, indicándole así a que prosiguiera.
-Un íncubo es una especie de demonio de carácter sexual. Los íncubos poseen a las mujeres y los súcubos a los hombres. Aunque hay mucha confusión en torno a su leyenda, dado que su origen es pagano y no cristiano, en lo que sí suelen coincidir es en que atacan de noche y suelen elegir como víctimas a aquellos más débiles, como es nuestro caso, una muchacha inocente. Provocan, por lo tanto, una especie de posesión, aunque no con las características habituales. Y debido al carácter sexual de la posesión del íncubo, podríamos explicar esos violentos gestos de la muchacha y sus gritos: estaba tratando de evitar ser violada por el demonio. Normalmente para combatirlos se usa un exorcismo, aunque no existe un ritual específico para ellos, pero...
-Pero nada –interrumpió Sebastian-. No vamos a realizar ningún exorcismo aquí.
Roberto enrojeció un tanto violento.
-No lo tome a mal, Roberto, no va con usted. Creo simplemente que debemos agotar la vía científica.
-¿Y qué haremos, profesor? ¿Electroencefalogramas? No sé yo si eso...
Esta vez fue Kepler quien habló.
-Vamos a hipnotizarla.


Tras un sueño reparador, conversamos con Lord Steele sobre nuestros planes.
-¿Hipnotizarla? ¡Ni hablar! Ya me han hablado de esa técnica nueva típica de charlatanes, ¡me niego!
-Lord Steele, el hipnotismo es una técnica descubierta hace ya bastantes años y totalmente científica si se usa como es debido –argumentó Hans.
-Pero, ¿qué pretenden conseguir con la hipnosis esa? Esa pobre chiquilla tiene un diablo dentro, ¿pretenden espantarlo con trucos de feria?
El profesor Sebastian frunció el ceño.
-Un exorcismo sí que es un truco de feria, al menos en la inmensa mayoría de los casos. Mire, este tipo de fenómenos, como las posesiones o similares, son producidos normalmente por el propio sujeto.
-¿Insinúa que mi hija simula estar poseída? –preguntó con retintín.
-No, señor, es un proceso inconsciente. El... paciente no es consciente, hay algo en sus recuerdos, en su psique que le perturba y, ante la imposibilidad de afrontarse a ese trauma, desarrolla una manera de expulsarlo de sí. Puede ser que su hija simplemente esté reclamando auxilio, que la ayudemos a liberarla de él. Y eso es lo que queremos hacer, milord. Confíe en nosotros y en nuestro médico, Hans Kepler, todo un experto en esas técnicas que usted califica como “nuevas”.

Lord Steele mudó su semblante, que se tornó grave. Su voz perdió la severidad habitual cuando habló:
-Entiendan que esa chiquilla es todo lo que tengo. Hace cinco años que murió mi mujer, y esta mansión es enorme. Más de una vez he pensado en venderla y trasladarnos a la ciudad, a una casa más pequeña y a un lugar con más bullicio. Pero yo siempre he vivido en el campo y este lugar está tan lleno de recuerdos... Quiero lo mejor para mi hija, porque mi hija es todo lo que tengo. Sólo quiero que evitar que sufra, sólo eso...

Las lágrimas comenzaron a asaltarle la mirada, pero se recompuso recuperando su habitual tono grave.
-Está bien. Hablen con el mayordomo para pedirles todo lo que precisen. ¿Cuándo comenzarán con esa... hipnosis?
-Esta misma tarde, señor –dijo Sebastian-, tras el té.
Lord Steele asintió con la cabeza.
-Si me necesitan para algo, estaré en mi despacho. Buenos días, caballeros.
Y se alejó de la biblioteca con un paso firme que no podía ocultar unos hombros cansados de quien comienza a estar agotado de la gravedad de la vida.



Pensamos en realizar la sesión en la habitación de la muchacha, para su mayor comodidad, pero Hans insistió en que podría sentirse demasiado vulnerable en un espacio muy íntimo para ella, así que se decidió hacerla en la biblioteca. Allí colocamos un sofá a modo de diván, con Kepler dirigiendo la sesión, el profesor al lado de la muchacha, transmitiendo esa serenidad que sólo Sebastian sabía transmitir y Roberto y yo a unos metros de la escena, procurando estar fuera del alcance de la visión de Marieanne, de tal forma que se olvidara de nuestra presencia. Armados con libretas y útiles de escritura, comenzamos a tomar nota de todos los datos, incluido el proceso de relajación de la muchacha. Hans Kepler nos advirtió que es raro conseguir nada relevante en una primera sesión, que más que nada serviría para tantear el terreno, conocer la reacción de Marieanne ante la hipnosis y los posibles bloqueos.
La muchacha se mostró obediente, pero nerviosa, así que su relajación se demoró durante un buen rato. A punto estuvo Kepler de suspender la sesión, cuando la muchacha dio muestras de entrar en trance. Hans y Sebastian se miraron y el profesor nos pidió un cuaderno: en él anotaría las preguntas que se le ocurrieran para que Kepler se las trasladara a la muchacha. Pero apenas tuvo tiempo de formular ninguna.
Antes de que pudiéramos tocar el espinoso tema de sus “posesiones”, Marieanne se comportó de una forma extraña.
De pronto, abrió los ojos. Kepler dio un leve respingo, pensando que se había despertado inesperadamente. Pero Marieanne no reaccionaba ante las preguntas. Seguía callada, aunque sus labios comenzaron a temblar y su rostro empezó a componer un gesto compungido, como a punto de llorar. Susurraba algo así como “no te vayas, no te vayas, no me dejes...” mientras su voz somnolienta se iba quebrando. El profesor Sebastian, que sostenía la mano de la muchacha entre las suyas, hizo un gesto a Kepler para que interrumpiera la sesión: Marieanne no parecía reaccionar a los estímulos externos. Su cuerpo se agitaba por momentos, su voz se atropellaba entre lamentos inteligibles y las lágrimas ya recorrían su rostro a borbotones. Kepler se levantó raudo para despertarla cuando de pronto, la muchacha se incorporó.
Sentada sobre el sofá, Marieanne logró dejar un gemido de una tristeza infinita justo antes de caer desvanecida.


El profesor Sebastian nos confesó con pesadumbre:
-Es normal que Lord Steele se niegue en rotundo a que sigamos adelante con la hipnosis. El grito de la muchacha se dejó oír en toda la mansión. Pero sin embargo, hemos de convencerlo. El avance en una sola sesión ha sido extraordinario.
Roberto y yo nos miramos perplejos.
-Disculpe, profesor, admito que apenas he sido testigo de sesiones de hipnosis pero... ¿realmente cree que ha servido para algo? Y sólo he visto a la chica sufrir y...
-¡Claro que ha servido! ¡Y mucho! ¿No se han dado cuenta de lo que ha pasado durante su trance? ¿Qué es lo que dijo ella? ¿Lo anotaron?
Miré mis notas y repetí las pocas palabras que Marieanne dijo: “no te vayas, no te vayas, no me dejes...”
-¿No lo ven? ¡Nada que ver con lo que dice en sus supuestas posesiones! Con tan sólo una sesión ya sabemos que esa muchacha no tiene ningún problema con demonio alguno, sino con su interior.
-La muchacha tiene dos reacciones totalmente distintas en función del trance –comenzó a explicar Kepler-. En sus trances nocturnos, prefiero llamarlos así, antes que posesiones, Marieanne parece querer desasirse de una posesión sexual, tal y como indicó Roberto –éste agradeció la referencia con una leve sonrisa-, debido a los movimientos de su cuerpo y su desespero por zafarse de... “alguien”. En cambio, en el trance hipnótico de esta tarde, ha sido todo lo contrario: una infinita tristeza por la marcha de alguien. Es obvio que reacciones tan diferentes han de estar provocadas por motivos distintos. Y si el motivo es “alguien”, hay dos personas que han marcado de forma traumática a nuestra paciente.
-En el caso de esta tarde, podría ser la madre, ¿no? Marieanne tenía por entonces 13 años y es muy probable que a esa edad la pérdida de una madre deje tan amarga huella –dije yo.

-Cierto, podría ser. Pero hemos de ser cautos, apenas sabemos nada aún –puntualizó Kepler.
-Y si la madre es la que provoca que Marieanne esté tan profundamente triste, ¿quién es el que provoca sus... trances nocturnos? –preguntó Roberto.
Un incómodo silencio hizo acto de aparición entre nosotros. Sebastian lo rompió con una voz un tanto apagada:
-Sigamos con la investigación, señores, antes de sacar conclusiones precipitadas.
Pero la sospecha tiene la dolorosa virtud de engancharse al pensamiento, aun desobedeciendo a la prudencia que la sensatez nos estaba reclamando en un caso así.



Mientras el profesor y Kepler se dedicaban a convencer con sus mejores argumentos de la necesidad de seguir con la terapia de hipnosis a Lord Steele, Roberto y yo intercambiamos notas con el fin de disponer de un informe para esa misma tarde. Monglofierro se prestó a pasarlo en limpio en nuestra vieja pero inseparable máquina de escribir, por lo que me vi con un rato libre antes de la cena, así que me dediqué a pasear por los alrededores de la mansión. En aquella época del año todavía había luz del día a esa hora, aunque el cielo se teñía de añil y violeta en la que iba a ser una noche clara, sin nubes, algo poco corriente en esa zona. Aquella tarde no hacía nada de viento, ni siquiera soplaba una ligera brisa. Tan calmo parecía todo que resultaba un tanto extraño, como si la mansión estuviera dominada por una ingravidez inquietante... Sacudí la cabeza tratando de quitar de mi mente esa sensación, consciente de que el poco sueño y los acontecimientos vividos influían en mi estado de ánimo incluso ante un bello atardecer, cálido y tranquilo. Pero quizá es que mi subconsciente me avisaba que las emociones no se iban a terminar ese día. Quizá quería advertirme de lo que me iba a suceder la mañana siguiente, algo que de manera forzosa iba a cambiar nuestra investigación.
Y no de una manera agradable.



Esa noche fue tranquila, sin sobresaltos. Marieanne no tuvo pesadillas ni sufrió trance alguno, así que Sebastian nos dejó dormir algo más para recuperar horas de sueño. Por lo visto, ese día por la tarde seguiríamos con la hipnosis, ya que consiguió una oportunidad más por parte del padre. No es que fuéramos muy optimistas –una segunda sesión era bien poco-, pero menos es nada. Y entre nosotros existe la costumbre de, una vez comenzado un caso, seguir hasta el final. Aunque alguna vez nos habíamos visto obligados a renunciar. Y era horrible ver al profesor durante los días siguientes: envejecía, se volvía iracundo y se sumía en un terco silencio que nos trastornaba a todos.
Aquella mañana, con el sol bien asomado, me despertó el servicio con el agua caliente para el aseo. Somnoliento a pesar de haber dormido más, me serví algo de agua caliente –aunque debería decir hirviendo- en una palangana y me dispuse a afeitarme. Coloqué espejo y palangana cerca de la ventana, todavía cerrada para evitar la humedad de la noche, pero por la que entraban templados rayos de sol. Mientras me embadurnaba de espuma vi a través de la ventana a Marieanne. Estaba paseando con su doncella, cogida de su brazo, y sonreía. Aunque su paso era dubitativo, como el de un convaleciente de una larga enfermedad. Me alegró verla sonreír, porque no podía evitar sentir cierto sentimiento de protección hacia esa muchacha. El haber sido testigo de esos espasmos, esos horribles gritos y ese llanto tan angustiado me congelaba el alma.
Como en aquel instante, justo cuando giré la cabeza.
El espejo.
En el espejo alguien había escrito con mal pulso en el vaho las palabras.
“Help her”.
Y no había nadie más en la habitación, nadie más que yo.
Si hubiera entrado alguien en ese instante, se hubiera dado de bruces contra algo viscoso y húmedo.
Mi miedo.




Este hecho aceleró nuestros planes y trastocó las ideas de Sebastian y Kepler sobre el caso.
-Admito que olvidé el asunto ese de las palabras arañadas en la mesita, Alexander. Debí hacerle más caso, ya que usted no se impresiona así como así –sonreí por dentro ante el reconocimiento del profesor, que todos agradecíamos. Sebastian suspiró-. Estaba totalmente convencido de que no había nada paranormal en este caso, pero este nuevo suceso, en el fondo, me reafirma en nuestra estrategia. Kepler, esta tarde hemos de acelerar al máximo. Sé que quizá no esté usted de acuerdo, pero necesitamos ser más directos durante la sesión. A menos que avancemos con claridad, Lord Steele acudirá a cualquier santurrón que empeorará el estado de Marieanne. Por cierto, Íllic, ¿le ha comentado lo sucedido a Lord Steele o a alguien de la casa?
-No, profesor, no me ha parecido oportuno.
-Bien hecho, muchacho. Me desconciertan esas manifestaciones. Roberto y usted tienen trabajo para esta mañana: hablen con el servicio, con su doncella. Traten de averiguar algo más sobre la vida de Marieanne. Quizá nos ayude a saber de dónde provienen esas señales.
-Quizá sea una manifestación de su madre –señaló Roberto-
-Es posible. Pero, en realidad, no sabemos nada. Traten de averiguar lo que puedan. Pero sean discretos, por favor. No echemos más leña al fuego, ¿de acuerdo?
Asentimos con gravedad.
-Bien, Hans, usted y yo discutiremos cómo afrontar la sesión de esta tarde. Nos reuniremos aquí tras la comida. No perdamos más tiempo.






No me andé por las ramas y acudí directamente a su doncella, una joven de 26 años que cuida de Marieanne desde hacía seis años, cuando la madre aún vivía, “pero ya estaba muy enferma, la pobre, tras la guerra contrajo una tuberculosis que se la acabó llevando. Los últimos meses fueron muy duros, porque apenas se podía entrar en su habitación y eso afectó mucho a la niña”. Así llamaba la doncella, Alice Austen, a su ama, la niña. Aunque se mostró reticente a dar detalles sobre su “niña”, cuando aludí a que necesitábamos su ayuda para curarla, no dudó: habló por los codos. Y es que se le notaba dolida porque Lord Steele no había contado con ella para conocer su opinión. “No me malinterprete, Lord Steele es un hombre justo, y muy formal, pero... es muy severo, muy rígido. Y marca mucho las distancias entre el servicio y ellos, ¿entiende?” Asentí cómplice. “Eso sí, adora a esa muchacha. Mucho. Incluso creo que se pone celoso si la ve feliz conmigo o con otra persona que no sea él. Sobre todo, tras la muerte de la señora.” Alice me ofreció una taza de té que acepté con gusto, se notaba que tenía ganas de hablar con alguien que no fuera de la casa. “Esta mansión es a veces muy aburrida, ¿sabe usted? Pero, ¿qué le voy a decir yo a usted? ¡Con la de cosas que habrá visto por ahí!”. Estaba claro que la señorita Austen me estaba pidiendo que le contara alguna de mis aventuras, así que la complací. Admito que la señorita Austen era una presencia demasiado agradable como para desperdiciar la oportunidad de alimentar la vanidad y de darse un respiro, sobre todo en esta historia, que cada vez más transpiraba a tristeza, dolor, a muerte...
Por fortuna, la señorita Marieanne estaba echada un rato, en uno de sus muchos descansos que últimamente se veía obligada a realizar. Nos iba a bien a nuestras intenciones –realizar la sesión de hipnosis tras la comida- y a mis intereses, sonsacar más datos de Alice Austen.
Había un tema que me rondaba por la cabeza mientras charlaba con Alice: los misteriosos “Help her”. La duda era saber si alguien del servicio los había visto alguna vez, si ya habían aparecido antes (y desde cuándo) o si comenzaron con nuestra llegada. Pero no tenía suficiente confianza con nadie de la casa como para plantearlo abiertamente, además de que podría crear más alarma, cosa que no deseaba. Así que tendría que acercarme dando rodeos, sabiendo más cosas sobre su relación con el resto de los habitantes de la casa, quién o quiénes podrían ser de la confianza de Marieanne para posteriores entrevistas.
-Señorita Austen...
-¡Oh, por favor! Llámeme Alice –dijo sonriéndome.
-Está bien, Alice –contesté sonriendo a mi vez-, ¿qué tal es la relación de Marieanne con el resto del servicio? ¿Tiene amigos fuera de la mansión? ¿Recibe visitas?
Por un momento, las delicadas mandíbulas de Alice se tensaron.
-¿Amigos fuera? Bue... no, sí... sí, claro, la señorita ha acudido a fiestas de mansiones de alrededor, claro, a puestas de largo de otras chicas, como la que deberá hacer ella dentro de poco, cuando se recupere...
Se mantuvo en silencio unos instantes. De pronto, clavó sus ojos en mí con una mirada triste, casi de súplica.
-¿Promete no decir nada de esto?
Me incorporé sobre mi silla. Algo se avecinaba.
-Claro, sabe usted que sí.
Alice tomó aire.
-Está bien... La señorita tuvo un... bueno, un joven que la rondaba hasta hace pocos meses.
Ah, era eso. No acaba de entender por qué las mujeres le añaden tanto misterio a algo tan banal.
-El problema es que era el hijo del anterior jardinero, ¿sabe? Y Lord Steele se habría puesto hecho una furia de haberlo sabido. Así que... así que...
Esperé con gesto interrogativo.
-Bueno, tuve que ser yo su correo, quien hacía llegar las cartas entre ambos –y, dicho esto, Alice se puso colorada como una amapola.
Me pareció un gesto enternecedor por parte de Alice, así que no tuve más remedio que disimular una franca sonrisa.
-No crea, ¿eh? El chico era muy inteligente, el párroco le daba clases y le animaba a que siguiera estudiando, quería que consiguiera alguna beca, que saliera del pueblo. Pero...
-¿Pero...?
-Era el hijo del jardinero, y Lord Steele jamás hubiera permitido una relación así. Supongo que por eso desapareció un buen día.
-¿Dejó de cortejarla?
Alice negó sacudiendo la cabeza.
-No, no, desapareció. El padre, el anterior jardinero, se puso hecho una furia porque culpaba al señor de la huida de su hijo. La realidad es que se fue sin decir nada a nadie, ni dejó nota a su familia ni escribió a Marieanne. Simplemente se fue. Y nadie ha vuelto a saber nada más de él.
Alice comenzó a recoger las tazas del té de forma un tanto nerviosa. Lancé la pregunta:
-Fue a partir de entonces cuando Marieanne comenzó con sus terrores nocturnos, ¿verdad, Alice?
En sus ojos se podía ver el reflejo de las lágrimas que comenzaban a brotar. Un ligero color escarlata tintó a su rostro. La natural suave sonrisa había desaparecido.
-Sí. Justo desde entonces, señor Íllic. Justo desde entonces.




La doncella se marchó a realizar sus tareas y yo salí al lado posterior de la casa, dando un breve paseo rodeando el jardín. Debía ordenar la información obtenida y decidir el siguiente paso. El chico se llamaba Philip, y su padre Charles. Por lo visto el padre abandonó la mansión y ahora se hallaba trabajando en el pueblo, ofreciendo sus servicios al párroco, quien le acogió tras la huida de su hijo. Por su parte, Lord Steele contrató a un nuevo jardinero días después, un hombre ya mayor, viudo y con la precaución de que no tuviera hijos. ¿Sería un dato importante o tan sólo una aventura propia de la edad? Desde luego, la parte más fría y racional de mi cerebro me advertía que los enamoramientos a esas edades suelen ser como fiebres, intensos pero poco duraderos. Aunque también sabía que podían dejar huella y que, precisamente por ser tan joven y el espíritu aún inmaduro, hacernos tanto daño que provocara enfermedades. Como le ocurría a Marieanne.
Cuando llevaba caminados unos cuantos pasos, vi el cobertizo del jardinero. Me lo quedé mirando unos instantes, quién sabe si buscando alguna respuesta, quién si simplemente por dejar vagar la mente. Pero mi mente tuvo poco descanso.
Porque algo me alertó sobremanera.
Vi el rostro de un joven tras la ventana del cobertizo. Me miraba. Tan sólo eso, me miraba.
No tenía ningún motivo aparente para alarmarme, pero lo hice. Respiré hondo y fui corriendo al cobertizo.
El chico, mientras, había desaparecido de la ventana. Pero nadie había salido por la puerta, la cual seguía cerrada.
Llegué a la puerta y alargué el brazo hacia el pomo.
El corazón me latía con fuerza. Traté de contener la respiración. Acerqué mi mano temblorosa.
Giré despacio el pomo.
Cerrado.
-¿Quién anda ahí?
Me sobresalté y di un bote.
-¿Me estaba buscando, señor?
La voz venía a mis espaldas. Al girarme espantado vi al actual jardinero. Balbucí una respuesta en la que no dije nada.
-Siempre cierro este cobertizo por precaución, ¿sabe usted? Evito robos y evito que me desordenen mis herramientas, cosa que odio.
Respiré hondo y dibujé como pude una sonrisa a modo de disculpa.
-Estaba dando un paseo y...
El jardinero abrió la puerta con una llave que colgaba de su cinturón mediante una pesada cadena.
-Vaya, parece que le he asustado, ¿eh, joven? –dijo divertido. –Usted disculpe, voy a dejar estas herramientas.
Entré de forma mecánica tras él. En el pequeño cobertizo no había nadie excepto nosotros dos. Eso sí, tuve que taparme la cara ante la bofetada que recibí por la presencia de un fuerte olor nauseabundo. El jardinero rió.
-¡No se me espante, señorito de ciudad! Eso que nota es el mejor abono que se conoce para las flores en toda Inglaterra. El señor lo hace traer expresamente desde Chelsea, y seguro que la tentación de más de uno que le gustaría tener un bonito jardín. Además, fíjese en la cantidad y variedad de herramientas que hay, todas ellas prácticamente nuevas. Lord Steele no repara en gastos para mantener en las mejores condici... ¿Qué le ocurre, joven? ¡Está usted más pálido que un fantasma!
Tenía mis razones para estarlo.
Bajo la ventana, en el polvo que cubría levemente una estantería estaba escrito “Help her”.




Inmediatamente comuniqué el incidente a mis compañeros. El profesor Sebastian paseaba arriba y abajo mientras insistía en preguntarme todos los detalles de mi relato. Más que una actitud incrédula hacia lo que yo había vivido, era como si buscara memorizar, interiorizar hasta el más mínimo detalle.
-Está claro ahora que tenemos un nuevo elemento en esta historia. Un elemento... perturbador.
Todos permanecimos unos instantes en silencio.
-Bien, muchachos, resumamos: tenemos ese mensaje que se repite desde que llegamos aquí, “Help her”. En un primer momento, pensamos que podría ser ella misma, o alguien del servicio. Pero esa posibilidad se descartó tras el incidente de Íllic en su habitación. Otro punto importante: han hablado con el servicio y ninguno le ha comentado nada respecto a ese mensaje, por lo que se deduce que comenzaron a aparecer tras nuestra llegada. Y un nuevo detalle: Alexander ha visto quién –o qué- podría ser el autor.
-¿El hijo del jardinero? Pero que se sepa no ha muerto, y por lo que ha contado parece más obra de un fantasma –comentó Roberto.
-Fantasma... Alexander, ¿está seguro que no había forma de salir de ese cobertizo?
-Sí, profesor, sólo esa ventana y la puerta que estaba cerrada por fuera. No pudo salir nadie de allí –contesté.
-Puede que el hijo del jardinero haya muerto. O quizá sea el ectoplasma de algún familiar, o de alguien que habitó la mansión y que quiere ayudar o...
-O demasiadas dudas, Roberto -cortó Sebastian-, dudas que ahora mismo no podemos resolver por falta de datos. Lo que sí está claro es una cosa: sea lo que sea, y por razones que desconocemos, se está comunicando con Alexander –y diciendo esto me clavó la mirada.
Me sentí un tanto incómodo, como si fuera poseedor de un secreto que no tenía y dueño de una responsabilidad que no me pertenecía.
-¿Y qué puedo hacer, profesor? ¿Una sesión de ouija en el cobertizo?
Negó rotundo con la mano mientras sacudía la cabeza.
-No, no, Alexander. Usted será la voz cantante en la siguiente sesión de hipnosis. Nosotros –refiriéndose a Kepler y a él mismo- le guiaremos, por supuesto. Pero será su voz la que oirá Marieanne. Estoy convencido de que algo sucederá.
Asentí murmurando un “por supuesto, a su disposición” pero sin poder evitar que me embargara cierto desasosiego. La verdad, no tenía por qué, pero me sentía un poco como si fuera indiscreto, como si fuera a espiar a una inocente muchacha. El profesor se acercó a mí y, colocando su mano en mi hombro, me dijo mirándome con templanza:
-Alexander, esa muchacha confía en usted. Ése es el mensaje último de... de, bueno, ese fantasma. Tenga confianza, su concurso la puede ayudar. Y mucho.
Agradecí esas frases del profesor y me sentí halagado.
Pero cuando me quedé solo, sentí frío. Y humedad, como cuando la niebla te envuelve de madrugada. Y, sin embargo, una chimenea encendida chisporroteaba a mis espaldas. No me sorprendí de esa contradicción: es el frío que se siente cuando te asalta un presagio, un aviso de que algo nuevo va a llegar. Y no con buenas noticias.


La comida fue rápida, nuestro apetito no se dirigía hacia los alimentos, sino a saber qué nos depararía la sesión de hipnosis próxima. El escepticismo de Lord Steele había aumentado hasta el punto de exigir estar presente. Kepler y Sebastian pudieron hacerle desistir en esa idea, aunque aceptaron su presencia en el cuarto contiguo, e incluso su silenciosa aparición cuando hubiera comenzado el trance de Marieanne, nunca antes.
Cuando llegué a la habitación, Marieanne se encontraba recostada en el sofá, en su espalda varios almohadones y el doctor Kepler auscultándola y tomándole el pulso.
-No se apure señorita, su pulso es el adecuado, incluso diría que ha mejorado, así como su color.
La muchacha dejó escapar una amable aunque desvaída sonrisa. El profesor Sebastian, de pie a espaldas de la chica, me hizo gestos para que ocupara el asiento de Kepler. En cuanto el doctor se levantó, yo me senté. Marieanne me sonrió y yo abrigué su mano entre las mías. Estaba helada. Sebastian me habló al oído para decirme que siguiera las instrucciones y que simplemente fuera amable con ella. Asentí, aunque no sabía muy bien qué hacer, así que me limité a sostener su mano y le dirigí unas palabras para mantenerla serena.
Kepler tomó el mando y, de pie tras de mí, comenzó a mover un péndulo mientras me conminaba a relajarla hablando. Un tanto perdido le hablaba calmo, con suavidad, incitándola al sueño. De reojo vi a Sebastian afirmando satisfecho. Notaba como la mano de Marieanne se relajaba entre las mías y como sus párpados se iban cerrando mientras su respiración se sosegaba.
Durante un instante, en la habitación reinó la quietud, con todos en silencio escuchando el confiado reposo de la muchacha. Y yo mudo, casi con miedo a respirar por no despertarla, con la sensación de tener un pajarillo entre mis manos, de tan frágil y hermosa que me pareció Marieanne envuelta en sueño.
El profesor me hizo un gesto. Me enseño un cuaderno del cual arrancó una hoja sobre la que había escrito algo. Al pasármela entendí: ese sería el medio para decirme qué debía preguntar a la chica. Las primeras se referían simplemente a saber por su estado, si sentía bien, si estaba relajada... Pero enseguida comenzó la sesión en sí, porque pronto le pedimos que volviera meses atrás. Y una hoja que me pasó el profesor me hizo sonrojar. Un tanto turbado miré a Sebastian y éste, con gestos de impaciencia, me alentaba a seguir adelante:
-Marieanne, tengo aquí una carta para usted. La firma Philip...
La mano de la chica se cerró en un gesto tenso, así como sus párpados. Balbució el nombre del chico mientras su respiración se agitaba.
-Philip... no podemos... nnno...
Otro papel, otra pregunta:
-¿Dónde está Philip? ¿Adónde se fue?
Frunciendo el ceño contestó:
-No sé... no vino... me dijo que por la noche... pero no vino, nunca... Philip...
En ese momento entró Lord Steele, justo a tiempo para oír el nombre de Philip. Se puso colorado y se acercó indignado a Sebastian:
-¿Es este su medio para curar a mi hija? ¿Quién les ha hablado de ese bribón? ¿A qué viene todo esto?
-Por favor, sire, procure no elevar la voz...
En aquel instante Marieanne abrió los ojos llenos de miedo y comenzó a llorar:
-No, papá... hoy no... porfavorporfavor... papá...
-¡Detengan esta fantochada! –gritó indignado Lord Steele.
Pero Marieanne seguía con sus súplicas:
-Me haces daño... papá porfavorporfavor...
Lord Steele estaba fuera de sí.
-¡Despiértenla, por el amor de Dios! ¡Ya basta!
A una señal del profesor, Kepler se acercó a la muchacha y yo me incorporé sobre mi asiento sin soltar su mano, que ahora rígida, se apretaba a la mía. La muchacha despertó enseguida y le sobrevino un ataque de llanto. La abracé un tanto azorado tratando de calmarla. Lord Steele se movía por la habitación presa de un ataque de nervios, agitando los brazos y acusando al profesor Sebastian:
-¡Y yo me fié de usted! ¡Farsante! ¡Es usted un farsante! ¡Mire lo que ha hecho a mi hija! ¿Estos son sus métodos? ¿Hacer llorar a una pobre criatura?
De pronto, Marieanne le gritó:
-¡Cállate, monstruo!
Todos nos quedamos petrificados. Marieanne se abrazó a mí llorando nerviosa. Lord Steele se quedó mudo, el rostro pálido y el gesto helado. Lentamente, la mano que tenia alzada acusando a Sebastian fue bajando, derrotada. Balbució algo parecido a una excusa y salió de la habitación. Ni tan siquiera se acercó a su hija.
Por un lado, la imagen tan triste de aquel hombre abandonando la habitación movía a la compasión. Por otro lado, el grito acusador de Marieanne hacía pensar que, detrás de toda esta historia no había ningún íncubo ni demonio. Al menos, sobrenatural. Hacía sospechar algo más mundano, pero sin duda más turbio.



Lord Steel nos ordenó recoger nuestras cosas y marcharnos inmediatamente. Aún tendríamos tiempo para tomar el tren a Londres, así que no había excusas. Roberto se dirigió al profesor:
-Pero... ¡no podemos abandonar a esa muchacha así! ¡Algo tenemos que hacer!
-No se apuren –comenzó a decir Sebastian-, recojan sus cosas, nos marcharemos inmediatamente. Pero tenemos tiempo de sobra para hacer una última cosa: hablar con el anterior jardinero. Nos falta esa pieza, saber qué pasó con Philip. Después, veremos qué hacemos. Vamos, no pierdan tiempo.
Lord Steele nos hizo llegar mediante un criado un cheque por los días dedicados aunque añadiendo una nota en la que explicaba que lo hacía “por ser un caballero como soy, aun no mereciendo nada puesto que nada han hecho por mi hija”. Kepler, mas frío que el resto, guardó el cheque entre sus cosas y, subidos al automóvil de Lord Steele, partimos hacia el pueblo. El chófer nos dejó en la estación. Una vez allí, Sebastian nos hizo esperar unos minutos para, acto seguido, mandarnos a alquilar un taxi hacia la parroquia, lugar donde trabajaba ahora el anterior jardinero.




Charles Stockton se encontraba en la taberna habitual, Old Jack, a la que acudía tras su jornada de trabajo según nos informó el párroco. Y, por su aspecto –esas venillas marcadas en la nariz, ese color amarillento-, acudía con demasiada frecuencia. Escudado tras su pinta de cerveza negra, el señor Stockton gruñía más que hablaba:
-¿Quieren saber la verdad, eh? Pues la verdad es que ese estirado de Lord Steele mató a mi hijo. Ahí la tienen.
Y dio un largo trago a su jarra.
-¿Y saben por qué lo sé, eh? –doblándose hacia adelante, bajó el tono de voz y nos dijo: -Porque mi hijo me confesó que se iba a fugar con la moza. Ahí lo tienen. Ella estaba de acuerdo, ¿eh? Se iban a escapar juntos. Pocos días después mi chico desapareció. Así, sin más. ¡Pluf! Se llevó todas sus cosas y sin decir ni mú se largó.
Volvió a dar otro trago.
-Claro, yo le dije que se dejara de tonterías, que nada de eso de fugarse, que esa chica no le tocaba a él. Pero, claro, ¡menudo braguetazo! –rió- ¿Yo como me iba a oponer? Pero el padre, ese malnacido, se ve que se enteró de que mi hijo y su hijita se veían a escondidas y se puso hecho una furia. Poco después vino lo de la fuga. Me dijo: “Padre, me voy a fugar con Marieanne. Ella está de acuerdo, quiere venir conmigo. No le digo más, pero no le extrañe si un día de estos no vuelvo.” Yo le dije lo normal, que a dónde vas a ir, que qué tonterías, que la chica se aburriría en cuanto viera que tiene que ponerse a trabajar, bla, bla y bla. Pero Philip era muy tozudo. Y muy buen chico, sí señor... –se detuvo unos instantes, mirando al vacío- Fíjese con los estudios. Yo siempre he sido un cazurro y él, en cambio... –se le quebró la voz- El párroco siempre le animó, y el chico seguro que se me habría hecho médico o abogado, algo así, ¿saben?
Los ojos se le empañaron en lágrimas. Todos guardamos unos segundos de silencio mientras se acababa su pinta. Cuando se estaba limpiando la boca con la manga, Roberto se atrevió a preguntar:
-Pero... ¿cómo puede estar seguro de que su hijo ha sido asesinado?
-Hijo, no me encuentro otra explicación. No me dejó ninguna nota, no ha vuelto a aparecer, no ha mandado ninguna carta. Se llevó todas sus pocas cosas, que las tenía preparadas en la caseta donde las herramientas. Y la chica sigue allí, en esa mansión del demonio. Mi chico no me hubiera hecho eso, no me habría dejado solo, no, nunca.
Se volvió dirigiéndose a la camarera reclamándole otra cerveza.
De pronto, se me erizó el vello. Y mi rostro debió volverse pálido, porque Sebastian me preguntó si me encontraba bien.
-Sí, profesor. Y acabo de tener una idea. Tenemos que volver inmediatamente a la mansión. No pregunten, tengo una intuición. Confíen en mí.
-Alex, ¿seguro que estás bien? –insistió Roberto.
-Perfectamente. Y tengo la solución al caso.





En cuanto llegamos a la mansión, les dirigí a paso ligero a través del prado que rodeaba la casa. Varios miembros del servicio nos miraban con perplejidad.
-¿Se puede saber a dónde nos lleva, Alexander? –preguntó nervioso Kepler–. Quiero que sea consciente de que estamos invadiendo una propiedad privada y...
Le silencié con un gesto impaciente. Apreté aún más el paso. Les señalé el objetivo.
-¿El cobertizo del jardinero...? –preguntó casi sin resuello Kepler.
En unas pocas zancadas más, nos plantamos ante la puerta. Me dirigí a abrirla pero estaba cerrada, tal y como esperaba.
-Vamos, ayúdenme, hay que abrirla.
-¿Qué? ¿Se ha vuelto loco, Alexander? –chilló Kepler mirando extrañado al profesor. Éste a su vez, me miró a mí con suspicacia. De pronto, abrió los ojos. Sebastian había comprendido.
-Háganle caso. Vamos, antes de que llegue el servicio.
Roberto y yo comenzamos a golpear la puerta con nuestros hombros y Kepler se unió, aunque poco convencido. El jardinero apareció haciendo aspavientos y gritándonos. Para cuando había llegado, la puerta había cedido. Una vez dentro del cobertizo, repartí palas y herramientas entre mis compañeros. El jardinero se asomó.
-¿Qué hacen? ¿Se han vuelto locos? ¡Se les va a caer el pelo! ¡Voy a avisar al señor! ¡Y al resto del servicio! ¡Y a la policía! ¡Esto es un atropello!
En cuanto se fue, ordené a Roberto que atrancara la puerta.
-Afírmala todo lo que puedas, Roberto. Necesitamos tiempo. Vamos a cavar. Justo debajo de ese estiércol.




Cuando llegó la policía, nosotros ya habíamos encontrado lo que buscábamos: un cadáver con sus pertenencias. Llamaron a la puerta, pero ninguno hizo caso. Estábamos exhaustos, sudorosos, manchados de tierra y estiércol. El olor en aquel cuartucho era repugnante. Y en nuestras miradas perdidas me reconocí, nos reconocí, en tiempos pasados pero demasiado recientes aún, cuando durante varios años esta sensación que nos embargaba se convirtió en cotidiana: la sensación de haber hecho lo correcto, pero rodeado de cadáveres. Aguanté una arcada que amenazaba con salir, y me dio rabia. Pensaba que nunca más me sucedería, pero había vuelto: ese asco por el lado miserable de lo humano.
Mientras, seguían aporreando la puerta. Yo creo que nos daba igual, que la derribaran. Ya teníamos lo que necesitábamos: Lord Steele sería detenido.
-¡Abran inmediatamente, por favor! ¡Policía!
Me sorprendió el uso de ese “por favor” en unas circunstancias como aquellas. Pensé que sería un ejemplo más de la flema inglesa. Ante el silencio de mis compañeros, alcé la voz:
-Vayan a detener a Lord Steele, es sospechoso de un asesinato.
El policía me respondió:
-Eso va a ser imposible, señor. Lord Steele se acaba de suicidar de un disparo.



Las horas siguientes las recuerdo lentas, como si transcurrieran de forma pesada, viscosa. Tuvimos que acudir a comisaría a declarar, respondiendo a todas las preguntas que realizaban unos policías que se notaban incómodos, casi molestos por tener que enfrentarse a un caso que sólo traería escándalo a la comarca. Acudió a la comisaría otro lord, Lord Stevenson, conocido del profesor Sebastian quien fue el que nos recomendó a Lord Steele. Tras las declaraciones, nos visitó en la posada donde nos alojamos.
-Todo esto es algo terrible, sin duda, terrible...
-¿Qué pasará con Marieanne? –pregunté.
-Mañana partirá hacia Bristol, donde una tía suya, hermana de su madre, la acogerá el tiempo necesario. Luego ya la ayudaré personalmente a gestionar el patrimonio de su padre, ya que ella es la única heredera. Está afectada por la muerte de su padre, sin duda, pero por fortuna no sabe nada del cadáver hallado en el cobertizo. Y me cuidaré de que no sepa nada hasta dentro de un tiempo, cuando recupere fuerzas.
Asentimos comprensivos y con cierto alivio al saber que no le faltarían cuidados.
-¿Era Philip Stockton el cadáver, verdad? –preguntó Roberto.
Lord Stevenson asintió compungido.
-Parece ser que sí, que era él... Yo conocía de la excesiva dependencia de Lord Steele hacia su hija, pero ¿quién se podía imag...?
-¿Dependencia? –espeté indignado- Disculpe, milord, pero creo que había algo bastante más... terrible, como diría usted.
-Mire, joven, Lord Steele está muerto. Ese joven está muerto. ¿Para qué vamos a remover aguas que no mueven molino?
-¿Por justicia? –soltó Kepler.
Lord Stevenson se revolvió incómodo en su asiento.
-La justicia afecta a los vivos, caballero.
-Charles Stockton está vivo, milord –recordó con voz suave pero fría el profesor Sebastian.
-Sí... ejem... sí, es cierto, es cierto. Y estoy convencido de que la señorita Steele no tendrá ningún inconveniente en aceptar mi sugerencia de destinarle una pensión en compensación por todos los servicios prestados a lo largo de estos años y, bueno, todas las... molestias que estos hechos le han provocado, sin duda.
-Y para que cierre el pico, claro.
Fue Roberto quien lo dijo. Sebastian le reprendió con la mirada, pero no se atrevió a contradecirle. Supongo que era porque todos pensábamos lo mismo. Lord Stevenson se enrojeció y se volvió hacia el profesor al tiempo que se levantaba de su asiento.
-Bien, profesor, sin duda no me equivoqué cuando le recomendé. Nuevamente ha resuelto el caso. Aunque estaremos de acuerdo en que ojalá hubiera sido otro el final. Espero que me disculpen, pero mañana me espera un día ajetreado y debo descansar. ¿Necesitan algo? –Sebastian negó con la cabeza- Bien, si necesitan algo, no duden en llamarme. Si no nos vemos antes de su marcha, permítanme desearles un buen viaje. Y buena suerte, caballeros.




Aquella noche apenas pude conciliar el sueño, así que poco después de haber amanecido, me levanté. La posadera, ya en pie desde hacía rato, me ofreció amablemente un té recién hecho que acepté encantado. Mientras lo bebía, miré el reloj: faltaban más de dos horas para nuestro tren. Me dirigí a la posadera:
-¿Sabe donde podría encontrar un taxi?
-Oh, si es para dirigirse a la estación no se apuren, mi marido les llevará en nuestro automóvil –me respondió sonriente.
-Me gustaría... dar un paseo, todavía falta un buen rato hasta que nos vayamos de aquí.
-Pues mi marido está fuera de la posada en estos momentos, pero está cerca. Si quiere lo hago llamar...
-No, no es necesario. Si pudiera usar un taxi...
-¿Sabe usted conducir?
-Sí, claro.
-Si lo desea puede usar el nuestro. Mi marido ha ido andando, el coche está aquí al lado. ¿Le parece?
Sonreí complacido.
-Fantástico. Gracias.
Pasé por delante de la mansión y pude comprobar cómo el servicio traía y llevaba paquetes y equipaje al viejo Rolls de Lord Steele, aparcado justo en la puerta. Paré unos cuantos metros más adelante, donde empezaba un pequeño bosque. Al bajarme, decidí caminar por entre los árboles evitando ser visto por nadie. Por un lado, me hubiera gustado despedirme de Marieanne, mostrarle mis condolencias, saber cómo estaba. Pero me figuraba que el servicio no me dejaría. Y si se hallaba Lord Stevenson, menos.
Desde el bosquecillo me asomé al claro y vi el cobertizo del jardinero, que mantenía su puerta abierta y se hallaba vallado por la policía. Miré el prado, la casa, las ventanas, sin poder evitar un sentimiento de desazón. A pesar de la belleza del lugar, todo me parecía revestido de una pátina de tristeza, de amargura. La prisa del servicio con los preparativos me rememoraba a la angustia que vi muchas veces durante la guerra, cuando la gente abandonaba su hogar ante el posible avance del enemigo, ante la amenaza de bombas. Y si bien sabía que habíamos hecho un buen trabajo, la sombra de la derrota planeaba. Y la duda. ¿Qué sería de aquella muchacha? ¿Cómo superaría todo lo que había pasado?
“Algún día te volveré a ver, Marieanne”.
Este pensamiento me confundió un poco. Porque no sabía bien hasta qué punto era una demostración mental de cortesía o la expresión de un deseo íntimo. Me encogí de hombros y me dirigí hacia el vehículo. No debía de entretenerme demasiado, no era cuestión de que mis compañeros se preocupasen.
Pero cuando cruzaba la carretera, algo me detuvo.
A unos veinte metros, donde comenzaba una curva que se adentraba en el bosque, vi la figura de un joven.
Era él. Philip Stockton.
Quizá fueron tan sólo segundos, pero me pareció una eternidad. Pero estuvimos mirándonos sin decir ni hacer nada. No podría decir si sentí miedo. Tan sólo me quedé allí, mirando.
Lentamente, levantó su brazo. Y, sacudiendo con suavidad la mano, me saludó.
Y yo le devolví el saludo, naturalmente.
Se giró despacio desapareciendo tras la curva.
Aún tardé unos segundos en volver al coche, con la mano todavía levantada, la respiración detenida.
Y un molesto escozor en la mirada que pude evitar se convirtiera en lágrimas.




© ® Pedro Marín Mármol, 2003


Texto agregado el 24-11-2003, y leído por 1739 visitantes. (15 votos)


Lectores Opinan
16-01-2007 Muy bueno, barbudo. 2666
06-05-2005 Cuando vi la cantidad de palabras que tenía el cuento, decidí imprimirlo para leerlo de noche con la respectiva taza de chocolate caliente. Y no me arrepiento. Una gran historia, narrada con la maestría que ya nos tienes acostumbrados querido Moebiux. Mis ***** y que sigan tus éxitos. Eugenio10
15-07-2004 ¿por donde empezar?, uffffff. ¡Que pedazo de historia!. No exagero cuando digo que es de los relatos que más me han gustado (y no me refiero sólo a loscuentos.net, sino en general). Esta historia es de editar en tinta sobre papel, estos personajes son de esos sobre los que se crean clubs de fans (en serio). Todo esta medido a la perfección, la intriga y el suspense, las dosis de humor, los sustos, la ternura, etc... ¿Me vas a decir que con esta se acaba todo?. Espero que estes preparando algo más de estos investigadores, porque a mi personalmente me encantaría poder saber mas de ellos. Sobre el relato, solo decir que es soberbio. Un abrazo. Eddy_Howell
23-04-2004 hermoso.... gacias por compartirlo, me atrapo de principio a fin como todos los anteriores que leido de ti. *****.besos lisinka
11-04-2004 Ja! WOW, que largo, pero sin duda excelente, te mantiene en vilo hasta el final. MUY bueno. CHEwy
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