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Sandra acunaba a su beba dentro de la habitación bajo el calor abrupto de la siesta, afuera el sonido de los árboles gemía a la par de su canción. Su vientre ensanchado había dejado ir a su hija unos días atrás en el hospital del pueblo, como un parto normal según las formas estatales. Pero la angustia persistía en su mirada como una queja cotidiana, viéndola mamar de sus pezones oscuros, los mismos que había acariciado hasta el hartazgo su pareja Julián. Él había partido a la ciudad con su mirada perdida en la única mujer que amaba, aunque no lo comprendiese, bajo las alpargatas de yute, bombachas y pañuelo al cuello acompañando su figura. La tarde lo vio partir ese domingo después del entredicho con Sandra, donde los vecinos se habían alborotado junto a la casa; ella con los ojos llorosos pidiendo ayuda a gritos, él tomándola del brazo para que se callara. Y luego el alejamiento después de tantos años juntos con los rencores trepándoles las manos. Nunca más se dijo nada de lo sucedido, Sandra siguió criando a su bebé mientras trabajaba en la mercería del pueblo, Julián de vez en cuando le enviaba alguna carta que ella rompía de inmediato. Y el tiempo fue creciendo junto a ellas bajo las calles de tierra que guardaban el secreto. Para el cumpleaños de la nena sus vecinos más cercanos habían prometido una pequeña fiesta en el galpón de al lado, idea que ella aceptó sólo por su hija. Y los preparativos deslumbraban a la pequeña que nunca había dejado de preguntar por su papá, respuesta que Sandra había encauzado en la mentira: - Tu padre nunca nos quiso, por eso se fue de aquí para no volver a vernos – decía siempre indignada, mientras la niña se dormía trasparente entre los sueños –
El día del cumpleaños había llegado, con su vestido blanco la pequeña iba y venía por el pasillo lindero a la vez que Sandra recibía sus regalos; los globos ataban sus colores en el patio entre la risa de la gente al momento de soplar las velas de la torta. Desde adentro la sombra de Julián se divisó frente al portón como un castigo del destino, Sandra salió a su encuentro casi sin pensarlo mientras él solo la miraba caminar con sus piernas macizas, la cintura moldeada por sus manos, los pechos erguidos dibujándole el pasado que tanto había amado: - Aquí no sos bienvenido – gritó aturdida de temor - no te queremos en la casa –
- Aún te amo mi pequeña Sandra, te lo imploro – balbuceó él con sus labios carnosos que pedían más –
- Nada de nosotras Julián, ya hemos hablado todo, ahora no castigues a tu propia nieta...
Y el sol plasmó su luz en esa frase que seguía perpetuada con el aire, los demás habían permanecido enmudecidos hasta que la pequeña preguntó asustada: - ¿Sos vos abuelo...?
Y los rostros atónitos se miraron unos a otros sin decir palabra.

Puertas afuera el silencio se mantuvo con los años, sólo a veces la anciana del pueblo les murmura a los extraños el secreto: - ¿Saben que el papá de la pequeña Sandra era también su abuelo?- aunque la gente del lugar se encarga de decirles que la vieja siempre ha estado un poco loca...

Ana Cecilia.

Texto agregado el 30-01-2003, y leído por 671 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
31-01-2003 Triste y real al mismo tiempo.Muy bien Ana.Besos Manuel. lorenzomontserrat
31-01-2003 Buen final marxxiana
31-01-2003 Eres una excelente narradora. Atrapas al lector y no lo sueltas sono hasta que termina. ¡Me vas a dejar ciego de tanto leer en el monitor de la PC! Un abrazo. Gustavo gammboa
 
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