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Lima. Agosto de mil novecientos noventa y dos. Soy miraflorino. Soy jovencito, no más de quince. Soy blanquiñoso y mis rizos se mueven cuando camino con gracia por el malecón que da al Pacífico.
Soy guapo. Estoy en el colegio y no quiero estar en el colegio, no soporto un año más junto a las monjas. Ellas tampoco me quieren, me lo han dicho, se lo han dicho a mis papás. Es pura envidia, porque soy guapo.
Aun no sé lo que quiero estudiar en la universidad. Aun no sé si quiero ir a la universidad. Aun no sé lo que quiero hacer por el resto de mi vida. Falta mucho. Solo quiero andar por la calle, mirar el mar cuando hay tablistas, ver salir de mi boca el humo del invierno y buscar labios para el frío que pueda aplacar esta soledad.
Tengo una BMX cross con la que paseo todas las tardes a lo largo de mi malecón. Mí. Malecón mío: mi sitio preferido. El malecón gris de la Costa Verde.

El puente Villena
O el puente de los suicidas. No sé quién fue el tal Villena, quizá nadie lo sepa, porque más le llaman el puente de los suicidas que el puente Villena.
Por ahí suelo cruzar a toda velocidad sintiendo el vacío del acantilado de la costa que de verde ya solo tiene el nombre. Porque a pesar de ser julio el más húmedo del año, la vegetación en mil novecientos noventa y dos es cada vez menor. Ahora todo es tierra y cemento. Cemento y sangre fresca de los suicidas.
Más allá del puente, hacia Barranco, está el parque Salazar. Tampoco sé quién era Salazar, ni qué hizo por Miraflores. O si hizo algo, porque al final terminaron destruyendo todo para hacer Larcomar.

En realidad, éste no es mi malecón. En realidad, no soy ni miraflorino ni tengo no más de quince años. Obviamente, tampoco soy blanquiñoso ni mis rizos se mueven cuando camino con gracia. Tampoco tuve en mi vida una estúpida BMX cross con la que solía pasear todas las tardes a lo largo de mi malecón. Pero les juro que estuve allí cuando vi al muerto.
Acababa de caer del puente. Yo bajaba con la BMX a media velocidad, ni tan rápido como para atropellar a alguien, ni tan lento como para que me atraque un choro. Al llegar donde el muerto me bajé de la bicicleta y traté de acercarme un poco más, pero un horrible olor a caca me apartó.
Le pude ver un ojo, el izquierdo, permanecía blanco. Tenía el pájaro aún erecto y su pantalón estaba a medio salir del cuerpo, todo igual como me lo había explicado Largo. El único zapato que tenía estaba desatado y los calcetines apenas colgaban desde los tobillos. Estaba boca abajo, como dormido, eternamente dormido.

Desde el inicio de la Bajada Balta hasta llegar a la autopista junto al mar, hay un camino de rocas que no permiten a los autos aumentar la velocidad. Todos tienen que bajar muy lento, algunos dicen, porque las llantas se malogran. Paralelo a los autos, bajan también los bañistas. Todo quien va por ahí no puede evitar percatarse de la gran altura del puente, justo antes de llegar a la autopista. Pero tampoco uno puede mirar hacia arriba por mucho rato, le pueden robar los choros, porque Miraflores, a pesar de todo, será siempre un distrito de pitucos. De pitucos que bajan a la playa sin prisa, pero con la velocidad de la gravedad hacia el mar. O hacia la muerte.

“Cuando bajes por Balta debes tener cuidado con la velocidad. Ni muy lento, porque te atrapan los choros; ni muy rápido, porque si pierdes el equilibrio, pierdes y te caes de cara”, así me explicó Largo cuando le pregunté si sería peligroso bajar hasta el mar por ese camino. Largo era miraflorino y no usaba BMX. Por eso le decían Largo, porque ya ninguna bicicleta le hacía a su talla. Largo tampoco sabía muy bien lo que quería hacer en la universidad, pero igual iba a la pre. Y fumaba tantos cigarrillos que en el colegio empezaron a creer que por eso crecía.
Días después de que vi al muerto, Largo me contó lo de Tarata, el jirón cerca de su casa. Me dijo que apenas escuchó la explosión, cogió la bicicleta y salió disparado. Cayó varias veces al suelo por las explosiones mientras llegaba adonde empezaban los primeros gritos de pavor. Había fuego por todo el edificio y los vidrio iban cayendo como lluvia sobre la gente que aún no lograba comprender que habían sido víctimas del peor terrorismo.

En realidad, Largo nunca fue miraflorino. Y en realidad, yo nunca tuve un amigo que le apodaran Largo, que no manejara bicicleta por ser muy patilargo. Pero, sí tuve un amigo de gran estatura, a quien le decían Largo, por el mayordomo de Los Locos Adams. Y, si bien no tuvo nada que ver en aquel atentado terrorista del dieciséis de julio de mil novecientos noventa y dos, en Tarata, este Largo perdió a su viejo por culpa de Sendero Luminoso. Antes, lo habían secuestrado seis meses y pagaron un rescate por él. Luego lo asesinaron en Monterrico. Todo porque el señor había hecho un curso antisubversivo en el extranjero, era militar de carrera. Por eso fue que me habló de cómo era un muerto, como luce.
Al viejo le habían puesto un balazo entre los ojos, nunca no me habló del rostro. Pero me dijo lo del pantalón, lo de la ropa a medio salir, el pájaro erecto. “Si tiene la pinga parada, es porque acaba de morir… En la pinga se nota que el muerto hizo su último esfuerzo”.

Al tiempo, ya en la universidad, cuando Fujimori se hacía un autogolpe de estado, a Largo le cortaron la cara. Pero eso no se lo hizo Sendero, ni Fujimori. Fue un lío de faldas, sí, con la mujer de un delincuente asalta cajeros. Con tres tajos lo marcaron hasta no sé cuándo. Pobre. Pobre el muerto.

Ya cuando éramos dos personas las que estábamos alrededor del muerto, los bomberos estaban empezando a tardar, o la policía, quien fuera. Total, para los que viven en mi malecón, cuando menos han visto tirarse una docena. Aunque pocos han logrado ver a uno caer, muy pocos. La gran mayoría, o bien lo ve antes, cuando está sobre el puente; o bien después, cuando ya cayó.
A uno que otro de por ahí le he oído decir que, cuando cae, el muerto no llega a morir sino hasta minutos después de haber gritado tan fuerte como una sirena, avisando que se iba.
La vieja se había dado el gusto de bajar Balta para ver al muerto. Ella sí lo había visto rato, desde su ventana. “Se ponía de cuclillas, mirando el mar, agarrándose de la baranda como si fuera un salvavidas. Yo me fui a comprar pan, y ahí lo vimos en la autopista”. La vieja cogía su rosario y rezaba con harto nervio. Yo medio que me uní al rezo, porque, ante todo, yo soy un jovencito católico con rizos que se mueven cuando camino con gracia frente al Pacífico.

Llegaron un par más de curiosos hasta el muerto, y nadie venía por el muerto. Eran deportistas, no paraban de trotar en su propio sitio para no perder el ritmo, mientras botaban un ligero humo de la boca, “qué lástima, otro más”, dijo uno y la otra agitada soltó “deberían poner un guachimán allá arriba”. Se fueron. Entonces continuamos con la consternación junto a la vieja y seguir rezando. Nadie venía a recoger al muerto.
En ese silencio fue que el muerto se movió.

En realidad no se movió. O tal vez, no se movió del todo. No sé. Pero qué puedo decir. Nunca he visto un muerto. Solo lo he imaginado tal como me lo contó Largo. Porque además de lo de su papá, también pudo ver a los muertos de Tarata.
Cuando llegó al jirón, todo parecía un carnaval de colores y fuego. Largo me había dicho que la sangre era más intensa cuando sale de la cabeza. Había un señor bañado en rojo. Tenía bigote, entonces su cara era rojo y el bigote negro. No tenía camisa, estaba en bvd, un pantalón y sandalias. Era como si lo hubieran sacado de su cuarto mientras veía la tele. Cuando se repuso, entre la gente, se dio cuenta y empezó a gritar: “Carlos, Carlos, no, por el amor de Dios, Carlos, por Dios, Carlos CARLOS” y trató de correr como un loco hacia el edificio que estaba totalmente encendido. Carlos, Carlos por el amor de Dios, Carlos, gritaba. Y un camarógrafo lo grababa y otro le enfocaba con una luz tan fuerte que el rojo de su cara se veía más rojo con su bigote negro. Carlos, por el amor de Dios, Carlos. Te amo.
Al final se metió al edificio, pero lo sacaron los bomberos bien rápido. Así estuvo como una hora, gritando por su hijo. Pero Carlos volvió, estaba totalmente humeado, parecía un carbón, despeinado y tosiendo. Y ambos se abrazaron, fuerte, porque habían sobrevivido a la explosión. Sendero Luminoso se había bajado toda una calle de Miraflores y se llevó decenas de personas. Algunas no aparecieron más. Murieron en pedazos. A uno, sólo le pusieron en el ataúd el anillo de compromiso. Sólo velaron eso, el muerto era un anillo.
Largo dijo también que algunos muertos se cagaban en el último suspiro. “Se cagan porque hacen el último esfuerzo por quedarse. Aunque estos casos son mayormente cuando mueren de improviso. Se cagan de miedo y luego se mueren”.
Algunos de los que sobrevivieron a la explosión caminaban como zombis por el jirón, habían los que Largo pensaba que estaban por morirse en cualquier momento, “¿señor, se encuentra vivo?”, preguntaba y trataba de abrazarlos para que se les pase el pasmo. “Señor, ¿cuál es su nombre?” y la gente ni siquiera sabía qué responder.
Ya cuando el incendio estaba controlado en los edificios, las familias empezaron a preguntarse por sus familias, por sus pertenencias. Entonces se dieron cuenta que estaban totalmente desamparados en su propio Miraflores.

Cuando empezaron a entrar a sus casas destruidas, Largo dejó la bicicleta a un lado y se metió a uno de los edificios. Había varios periodistas que se pugnaban por buscar la mejor imagen. Largo siguió a uno de ellos, no lo dejó en ningún momento. Con él llegó hasta el último piso y pudo ver a un hombre carbonizado, sentado en su silla, con la boca abierta, sin ojos, con los pelos totalmente en punta, y las medias a medio salir, el pantalón abajo. Pero seguía sentado. “Ese muerto esperaba su muerte, ni siquiera se le paró”, me comentó.

La vieja fue la primera en gritar. “¡Aaaaaahhhhh!, está vivo!!!” y empezó a persignarse tan rápido como pidiendo piedad. Yo quedé estático junto al muerto. En medio del silencio posterior al grito de la vieja, pude distinguir el sonido lejano de la sirena. Todo quedó el silencio y el muerto no se movió más.
“Fue un pedo, señora”, repliqué a la vieja. El muerto había movido un poco el brazo y gruñó por una milésima de segundo. Ni siquiera podría decirse que logró decir palabra alguna. Luego, se surró y botó lo último de caca que le quedaba en el cuerpo. Entonces el muerto no se movió más. Continuó boca abajo con sus ropas medio zafadas y las pitas de los zapatos a lo largo del cemento. Todo apestando a caca.

Luego de que el muerto se movió fue que empezó a chorrear la sangre a su alrededor, pero, como andaba de espaldas hacia nosotros, no podíamos distinguir de dónde salía. El rojo intenso iba surcando el camino hacia el mar. Parecía una serpiente que iba, al igual que todos los bañistas, hacia la playa.
Cuando llegaron los bomberos, éramos casi quince personas. La señora que rezaba no paraba de hablar, a todos contaba que lo había visto desde muy temprano, hasta que llegó la policía y la metió al auto para interrogarla.
Uno de los bomberos cercó el cuerpo con cinta de peligro y sacó a los curiosos, entre ellos, yo. “Primero, que llegue la fiscal, después, si quieren, se toman fotos” y nos empujó un metro afuera. Yo permanecí curioso, quería verle la cara al muerto. Largo nunca me había detallado la cara de un muerto. Había cotejado prácticamente todo lo que me había dicho acerca de los muertos: el pantalón, los calcetines, el pájaro, la caca.

Al rato, un policía se dio cuenta que Largo no tenía nada qué hacer ahí en el edificio de Tarata, pero había tanta desgracia que un curioso más ya no molestaba. Sólo se oyó un concierto de nombres: Julia, Alberto, Mamá, Papá, Arianita, Francisco, miles de personas que buscaban a sus familiares, algunos ancianos, otros niños que nada tuvieron que ver con Sendero.
Mientras caminaba por los pasillos del edificio en ruinas, Largo se empezó a dar cuenta, entre el humo que reinaba, que en el suelo había gente aplastada, pedazos de brazos y zapatos sin dueño. Y sangre, sangre mezclada con el grisáceo polvo del cemento. Las pérdidas de aquel atentado no se supieron sino hasta días después. Pero Largo nunca me terminó de hacer entender cuánta pena sintió aquella noche de las explosiones.

En realidad, la literatura siempre ha representado espacios físicos, lugares reales que sirven –ficcionando- de escenario para los seres que desarrollan sus tragedias en ellos .
Yo no soy miraflorino, tampoco tengo no más quince años ni mis rizos se mueven cuando camino con gracia. Pero les juro que el dieciséis de julio de mil novecientos noventa y dos, el año del quinto centenario de la llegada de los españoles al país, Sendero Luminoso hizo explotar medio Miraflores, y con esto dieron a entender que aquí podía pasar cualquier cosa. Meses después, cuando capturaron al líder de los terroristas, hubo algunos atentados más. Uno de ellos fue cerca de mi casa, cerca de la casa de un general que había participado en la captura. La hicieron volar con toda su familia adentro. Yo recién llegaba a mi casa, era de madrugada y mi papá había decidido abandonar la casa para irse con otra mujer. El primer bombazo fue un tanto lejos, luego el sonido del bum fue llegado, hasta sentirlo en las ventanas. Ya cuando estaba de pie listo para salir disparado, escuché la voz de mi mamá: “Juanito, ¿estás ahí?”, sí, le dije. Y fui saliendo de puntitas de mi cuarto, mientras los bum de afuera iban llegando a nuestra casa. Cuando escuchamos el más fuerte de todos, la ventana de la sala ya había reventado. Pero todos estábamos abrazados en el cuarto que ahora solo le pertenecía a mi mamá: mi hermana, mi mamá y yo.
“Si el desgraciado de tu padre estuviera aquí, esto no estaría pasando, maldita sea”, gruñó hacia nosotros, y nos abrazó fuerte. Entonces el silencio volvió en el vecindario hasta que empezaron los gritos de la familia del general. Había sobrevivientes, pero también había un muerto.

La fiscal tardó una hora en llegar. Ya los reporteros habían grabado al muerto desde todos los ángulos, pero nadie daba con su identidad. Ni bien llegó, trató de no mirar mucho y ordenó levantarlo. Entonces vi su cara, lo que quedaba de su cara, porque, al parecer, fue lo primero que se le reventó.
Tenía cabello crespo, negro, que se mezclaba con la sangre que caía desde la corona, era un tanto robusto y mantenía los puños cerrados. En el primer intento por ponerlo en la camilla no lo pudieron levantar, el cuerpo estaba pesado y con tanta sangre que nadie lo quería tocar. Se les cayó el muerto. Entonces la vieja gritó en auxilio “tengan cuidado que aun está vivo” y la gente volteó hacia ella pero la vieron tan nerviosa con su rosario en la mano y la bolsa de pan, que la dejaron hablando sola. “Yo lo vi, lo juro, estaba con aquel muchacho, pregúntele a él”.

Pero él nunca había estado con la vieja.
Nunca hubo aquel joven de la bicicleta de no más de quince años, con rizos que se mueven cuando camina con gracia. Pero les juro que el muerto se movió para tirarse el último pedo de su vida y se parecía mucho a los muertos que me había hablado Largo durante tanto tiempo. Tanto tiempo de violencia.

Cuando se cumplieron diez años de haber salido de la secundaria, Largo me envió una carta de saludo. Es abogado, un profesional liberal, sigue siendo patilargo y fuma tanto como cuando era jovencito. Me ofreció un café, pero se lo rechacé. “Esa persona a quien le escribe, no existe”, le respondió mi secretaria por escrito.
Se me había quedado una idea que Vargas Llosa usaba de Bakunin, “la sociedad prepara los crímenes y los criminales son sólo instrumentos para ejecutarlos” . A lo largo de estos años es difícil olvidar el terror de aquella época en que mi padre se fue y nos dejó con las cuentas por pagar. Él siguió bebiendo constantemente, siguió rompiendo copas y golpeando con sus palabras, medio balbuceadas por la borrachera.
No hace mucho fuimos con mi papá a almorzar. A la hora de los vinos fue que empezamos a discutir. Juro por Dios que estuve apunto de golpearle el rostro. Tal vez hubiera sido un abusivo, pegarle a un viejo cincuentón, ¿no te da vergüenza?

En realidad nunca existió tal amigo Largo que es abogado. Por lo que aquella invitación a tomar el café nunca existió. Y, obviamente, tampoco hubo aquella carta de rechazo por escrito. Mucho menos, que tengo secretaria. Pues la realidad de las cosas, es que he vuelto a recaer en el arte, en el peor de todos, en el arte escrito.
Y aceptarme como escritor ha sido la más dolorosa de mis realidades. Incluso, más que tener un padre loco.
La verdad de las cosas, es que hoy me siento más miraflorino que nunca. Y ha sido hermoso sentirme un jovencito de no más de quince, blanquiñoso, con rizos que se mueven cuando camino con gracia, con la BMX cross, como la que me regaló mi papá cuando cumplí quince, a pesar de no habérmela entregado, porque prefería su ausencia a volver a entrar a mi casa.
Ha pasado tanto tiempo de violencia por mi cabeza que estoy agotado de pensar. El puente es más mío que nunca. Voy a saltar para ver como me veo frente a los vecinos. Ya me estoy cagando de miedo.




Lima, Agosto de 2003. A Mariela, por abandonarme en esta humedad.

Texto agregado el 21-11-2003, y leído por 585 visitantes. (0 votos)


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