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Cuando Carevagina salió de la cárcel, yo tenía una novia muy hermosa que se veía al espejo ochenta y seis veces al día para comprobar que su cutis era el mejor de Lima. También solía caminar tintineante con una carterita roja por todo Miraflores para desprender ese olor mágico que misteriosamente hacía del hombre más pulcro un perro excitado.
Ya cuando me encontraba bajo sus conjuros románticos, la llevaba a una matrimonial y le exigía ponerse lencería que compraba para la ocasión (digo la ocasión, porque las prendas terminaban rotas a mordiscos), siempre luego de cenar en algún restauran que ella elegía con muchos días de anticipación y luego de habérselo comentado a medio mundo.
A pesar de su hermosura y lo delicioso que era hacerle el amor, no llegamos a algo serio, primero porque detestaba hacer compras, pues tenía esa compulsión de ir todos los días, así no usara las prendas que compraba. Andaba calculando los precios pasándolos a dólares y viendo qué más se podía llevar, cosa que me irritaba. Y segundo, me incomodaba el hecho de que no pudiera controlar su lucidez con el alcohol, pues tenía esa tendencia a calentarse en público, lo cual provocaba ciertas rencillas mías con algunos galanes que la sacaban a bailar pegadito en las fiestas.
Carevagina quedó libre después de once meses en Lurigancho. Yo creí nunca más volverlo a ver, hasta que Gracia me dijo lo de su embarazo.
No quise aparentar ser un canalla al comienzo. Matrimonio, fue la sugerencia. Yo permanecí callado. Dudaba de la paternidad y de mi capacidad de ser papá. Ella volvió a intentarlo: mis padres te pedirán que lo hagas, Juan. Seguí callado, con la mirada gacha, tratando de ubicar mentalmente a todos los que se habían acostado con ella, pero no lograba dar con ninguno a quién culpar.
Entonces le hablé a Carevagina.
Me dijo que el trabajo se podía hacer, siempre y cuando colaborara con su tranquilidad. Me pidió quinientos, y quinientos después del asunto concluido. No pensé mucho la propuesta, los días pasaban como una bomba de tiempo y Gracia iba adquiriendo mayores antojos. Había dejado sus salidas tintineantes por Miraflores, pues la idea de que alguien la viera gorda, la deprimía. Le llevaba chocolates a diario para que digiera la idea, pero las angustias iban creciendo a medida que los pechos se le ponían cada vez más grandes.
Un día, intentando olvidar su tristeza, en un arranque de pasión, le mordí ligeramente un seno, disparando éste un chorro de leche. Ambos nos miramos asustados, con la certeza de que el embarazo estaba entrando en una etapa cada vez peor.

A los días conseguí los quinientos. Carevagina andaba por la calle sorteando autos, con cara de pánico temiendo que lo atropellaran, como si estuviera escapando de los toros sueltos de Pamplona, extendiendo la mano a los conductores y esperando que le caigan algunas monedas para seguir fumando pasta. En la cárcel –me dijo- no hay carros, primo, aún no me acostumbro al movimiento.
Tenía no más de un mes fuera del penal y los quinientos era la única propuesta de trabajo que había recibido, salvo la autorización para limpiar carros en las afueras del hospital de la Policía. Fuimos a un menú para acordar los detalles y entregarle el dinero. Mientras comía, apresurado, mirando desconfiado de que no le quitaran su comida, me explicó que desde que había salido del penal no comía arroz blanco. Cada vez que lo veía en su plato, le daban ganas de vomitar, así que me cedió su parte intacta. Le iba explicando lo que estaba sucediendo con Gracia y que necesitábamos de alguna manera olvidarnos del asunto. Ambos sabíamos que el doctor Bocanegra era de confianza, pero su fama había crecido tanto que los precios que proponía eran inalcanzables.
Al entregarle los quinientos, por un momento, sentí que estaba cometiendo un error, Carevagina había puesto tal cara de emoción al ver el dinero, que por un instante tuve la idea que el trato nunca se cumpliría. Él había prometido solucionar el problema sin dejar evidencias. Contó el botín y guardó la mitad entre sus calzoncillos. Después de comer, pedí una cerveza helada, pero Carevagina no quiso beberla, más bien, pidió una chata de ron y la fue tomando a pico. Con las horas encima, los recuerdos del colegio fueron saliendo, la secundaria, los pendejos, las expulsiones, hasta que llegamos al punto de su extraña detención transmitida por TV: había una fiesta electrónica en la costa verde. Él era asiduo concurrente, un raver, y sobre todo, un distribuidor de pastillas. Conocía a la gran mayoría de chicas que iban a las fiestas, las más guapas y también las más adictas. Su nombre circulaba, constantemente, como el que “la llevaba” siempre. Por eso, el equipo de investigaciones de un conocido programa periodístico, se infiltró aquella vez entre la juventud extasiada, y comenzaron a indagar sobre las drogas que se podían conseguir. Su apodo ya era famoso y encontrarlo era fácil.
Su mala suerte no pudo ser peor aquella noche. Él bailaba solo junto a la barra, con una botella de agua por la mitad, moviendo juguetón sus manos fosforescentes, cuando el periodista infiltrado le preguntó la hora. Su manera ñaja ñaja de hablar lo delató. ¿Tú eres Carevagina?, el mismo, respondió con orgullo. Entonces el periodista entendió que había llegado a la pulpa de su noticia.
Le ofreció un trago, pero lo rechazó de inmediato. Estoy roleado, le dijo. ¿Tú me puedes conseguir una pastilla? Por supuesto, respondió, y sacando pecho remató: por algo soy el más conocido de aquí. El periodista fue al baño y telefoneó a todo el equipo que se encontraba afuera de la fiesta, con policías encubiertos y una fiscal con la documentación lista para comprobar el delito. Al volver, el periodista le ofreció dinero, pero Carevagina, que no era ningún caído del palto, comenzó a dudar, por lo que empezó a hacerle algunas preguntas sobre drogas. Cuando se dio cuenta que el tipo no sabía del tema, le mostró la mercancía: una pastilla blanca dentro de una bolsita transparente. Esta es para mi consumo, se excusó, pero te la puedo vender en cincuenta dólares. Era una aspirina, siempre cargaba varias de esas para estafar a los más drogados. Pero el periodista, apenas la vio, le entregó el dinero y se fue.
Al rato suspendieron la fiesta, prendieron las luces y entraron con todo la policía y los camarógrafos. Carevagina, al verse iluminado, sólo atinó a llorar y a pedir perdón mientras lo grababan. Ya en la Dirección Nacional Antidrogas, tuvo que aceptar que las quince pastillas que llevaba en su bolsillo eran de su pertenencia. Diez eran aspirinas.

El menú estaba apunto de cerrar. Las sillas estaban patas arriba y la única mesa que se ocupaba era la nuestra. El muchacho que limpiaba advirtió que nos teníamos que ir, cosa que a Carevagina no le agradó, se ofuscó tanto que tuvieron que llamar al guardia que custodiaba el local, pero su estadía en Lurigancho lo había hecho tan fuerte y tan achorado, que se agarró a golpes sin que lo pudieran controlar. Yo me fui del lugar y no supe de él hasta que Gracia fue atacada.

Ella estaba inconsolable. Fue horrible, Juan, fue horrible. La sangre caía al piso y nadie me auxiliaba. ¡Nadie! Yo intentaba guardar seriedad. La abrazaba mientras le pasaba las toallas de papel para la nariz y la dejaba desfogar. Nunca voy a olvidarme de la cara de ese delincuente, Juan, nunca lo voy a olvidar. ¡Si pudiera tenerlo al frente...!
A los días, Carevagina me lo contó todo: la siguió por toda la Avenida Larco hasta el Exclusive Gym, la esperó durante tres horas que duró la sesión de cutis. Gracia salió de allí caminando con dos amigas y las despidió en el paradero. Iba a tomar un taxi, pero había mucha gente esperando, así que caminó un poco hasta la siguiente esquina. Mientras llegaba, un par de autos bajaron sus lunas y le lanzaron piropos, a los que ella sólo sonrió. Cuando pasó por una tienda de vestidos de novias, se entretuvo buscando alguna pieza para ella. Fue ahí donde vio a la mamacha que pedía limosna. Buscó un par de monedas en su cartera roja, se apoyó sobre su pierna y se le cayó el colorete al suelo. Justo cuando se inclinaba para recoger el objeto apareció Carevagina, que le propinó el puntapié. Sólo uno, directo al vientre.
Gracia cayó en silencio, el golpe la dejó sin aire.
Cuando la recogieron del suelo, intentó pararse pero volvió a caer, esta vez desmayada. La Ambulancia demoró un poco en llegar, la sangre era escandalosamente abundante.
Lo que pasó en Emergencia lo escuché de ella misma. Cuando despertó, una enfermera le dijo que había sido una niña, pues los hombrecitos se hacen menos sangre cuando mueren.

Texto agregado el 21-11-2003, y leído por 295 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
17-05-2005 toda una historia la del carevagina KaReLI
24-11-2003 una ciudad bien podría ser la más bonita, la más fea, la de los reyes o la ciudad trance de américa latina. pero la muerte siempre acompañará las vivencias de sus ángeles. barrunto
22-11-2003 mi ciudad tambien es Lima. que historias diferentes se tejen. que vidas distintas se viven en una mismma ciudad sduv31
 
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