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¡Silencio, demonios! -Gritó escupiendo la profesora Beltrán. Tenía un memorando en la mano-. ¡¿No saben más que gritar?!
Su cara se había puesto tomate. Como la bulla continuaba, no hubo otra que tirar la regla de madera contra el pupitre. Se rompió, entonces recién todo calló, pero los murmullos volvieron de a pocos.
¡Cómo es posible que se porten así con Gino Grass!... ¡DEMONIOS!

Fue al escritorio y volvió a explotar. Arrasó con todo lo que había frente a ella: los registros de asistencia, el diario del día y varios lapiceros de diferentes colores. Todo fue al suelo, incluso la manzana que le llevaba todos los días la Torito Castañeda. Mientras intentaba serenarse, empezó a leer el memorando. Ya con algunas lágrimas, habló entrecortado: los siguientes alumnos irán con sus cosas a la dirección educativa: Julio Antonio Bueno, Julián Jiménez, Luis Alberto Benitez, Juan Bocanegra, Mariella Calderón y Germán Villacorta. Están expulsados del Santísimo.
Los seis chicos, desconcertados, caminaron desde sus lugares hasta el armario y empezaron a sacar sus cosas. No lograban creer lo que estaba pasando, sobre todo Mariella, que sufrió un colapso preocupando a Villacorta.
Después del recreo todo había pasado al olvido. Los seis expulsados ya no tenían mayor importancia para el Santísimo.

Gino Grass llegó el primer día de clases de 1990 y en la secundaria, si no golpeabas alguna vez, podías ser rechazado. O en todo caso, había que demostrar talento para la humillación: saber insultar, lanzar jodas pesadas y apodos para los profesores o los alumnos más idiotas. Justamente Gino Grass fue la víctima desde aquel primero de abril en el tercero A. Venía del San Sensato (todos lo supimos rápidamente porque tenía la insignia aún cosida en la chompa). Lo que más relucía era la intensidad de sus ojos verdes, color piscina abandonada, a pesar de que bajaba la mirada constantemente de pura timidez.
La profesora Beltrán estaba muy entusiasmada con la llegada de un nuevo estudiante para su salón, fue por eso que lo presentó con ceremonial actitud:
Jóvenes, quiero que conozcan a Gino Grass, espero le ayuden para que se adapte al estilo de vida que llevamos aquí en el Santísimo, con los valores que siempre inculcamos como el respeto y el compañerismo. Es momento de demostrarlo con Gino, ¿no es cierto, señorita Castañeda? -y dirigió su mirada hacia la Torito Castañeda-. Sí, profesora Beltrán –respondió toda estúpida. Entonces la profesora se volvió hacia Gino Grass: ¿No es cierto, señor Grass? Él enterró sus verdes ojos por entre los hombros y soltó: Shí.

Así lo dijo. Shí, como suena. A nadie se le pasó el detalle. Shí, con un vacío en su boca para pronunciar la ese. Todos concluimos rápidamente que el nuevo sería la lorna oficial. Tenía varios tics que lo hacían de apariencia torpe: abría y cerraba los ojos de manera enfermiza, movía la boca como si estuviera masticando todo el tiempo y hasta disparaba de vez en cuando una ráfaga de saliva por entre sus extraños labios. Esa misma mañana se inició la búsqueda del apodo ideal. El primero, obviamente, fue “Shí”. Pero no funcionó. Los pendejos volvieron a la carga: ¡Shipibo! El salón echó a reír, pero no por mucho tiempo, la mayoría quedó inconforme con la poca creatividad de los entonces jefes del salón, sobre todo Mariella Calderón, pues todos sabíamos de su origen loretano, así que la presencia de Gino Grass creó cierta confusión entre los demás. Aún así, el asunto de los apodos se solucionó en la clase de anatomía.
Aquella vez, la profesora Beltrán llegó con un proyector de imágenes y apagó la luz para poner unos slights de los órganos sexuales del ser humano. Cada imagen era motivo de risa aunque la oscuridad ayudaba a calmar esa sensación de picazón. Cuando salió el aparato femenino fue que todo cambió: ¡Carevagina!, gritaron los pendejos. Él volteó, intentando ubicar al desgraciado que le tiró la maldición, pero chocó con la oscuridad en la que nos había dejado la profesora. Entonces se volvió hacia delante, intranquilo, y enterró sus verdes ojos entre los hombros.
De nada le había servido cambiarse una vez más de colegio. Su papá le había dicho que éste sería el último cambio, que si quería ir a otro colegio tendría que ir al nacional, que no cuesta nada.
A Gino Grass también se le acusó entre otras cosas de comerse los mocos, de estornudar feo, de no meter chongo, de no golpear a nadie, además, de ni siquiera saber jugar fulbito ni ajedrez. Por esto último se le alejó el único amigo que tenía en la sección: el Marciano Rafael García, sus días de infeliz habían terminado con la llegada de Carevagina, quien desde ese día quedó aislado en su propio salón.
Antes de las fiestas patrias, no sólo la gente de la sección le había perdido el respeto. Habían niños de la primaria que cruzaban el patio sólo para gritárselo: ¡Gino Carevagina!

La vez que me llamó a casa, mi mamá me avisó que un amigo quería hablarme, pero que no quería decir su nombre. Ayúdalo –me dijo-. Se le escucha buenito.
Al estar en el fono, sentí que luego de aquella consulta sobre matemáticas, él no quería colgar: ¿Tienes hermanos? –Me preguntó-. No, le dije para no entrar en ningún tipo de confianza. Entonces, tu papá, qué hace…
Mi papá se fue de la casa, ya no vive con nosotros.
¿No tienes papá?
No.
Es una lástima. A mi me gustaría no tenerlo.
Sí, bueno, adiós –y le colgué antes de que empiece a contarme su historia, cosa que escucharía después.

Al día siguiente volvió a llamar, pero me hice negar, por lo que me sentí un tanto mal. Incluso tuve una pesadilla: era una mañana en la iglesia del Santísimo, la novia tenía un gran velo que le ocultaba el rostro y su vestido tenía una larga cola cargada por varias damitas de honor, todas eran downs. La novia me tomó del brazo y ambos nos dirigimos hacia el altar mientras el teclado entonaba la marcha nupcial. Gino Grass era quien esperaba en el púlpito junto al sacerdote. Me estrechó la mano emocionado y luego destapó el rostro de la novia. Ambos sonrieron de felicidad. La novia era mi mamá.
Lo llamé a su casa, entonces me contó sus expulsiones. Dijo que el maldito slight del aparato sexual femenino había sido distribuido en todos los colegios y era de uso obligatorio para el curso de anatomía. A colegio donde iba, Gino Grass chocaba con el mismo insulto, así que terminaba peleando con todos, hasta que lo acusaban de problemático. Su papá le decía que la culpa de las expulsiones era él mismo, por acomplejado, por eso lo encerraba para la pateadura y no le daba de comer hasta el día siguiente. Una vez, llegó a no comer por una semana, por lo que llegó a comprobar su resistencia para sobrevivir, cosa que lo hizo más infeliz, pues lo que más deseaba en aquellos encierros era morir. Morir, y volver másh guapo.

La última vez que Carevagina asistió al santísimo, fue aquel viernes que la profesora Beltrán no había ido a clases. A la primera hora, Julio Bueno le abrió la mochila por detrás y le sacó sus panes de refrigerio. Eran de Huevo. Los huevos fritos terminaron en el tacho de basura, Jiménez y Benitez fueron deshaciendo los panes en trozos y se los fueron aventando de a pocos. Todos rieron hasta que Gino Grass se dio cuenta de la broma, entonces rieron con más ganas. Antes de enterrar su verde mirada, intentó buscar al responsable, y como Germán Villacorta era quien más gozaba, intentó írsele encima. Villacorta no hizo mucho para dejarlo en el suelo y le dictó la sentencia entre gritos y pedidos de clemencia: ¡apanao a Carvagina!
Después del recreo, cuando ingresó al salón, los pendejos lo veían fríamente, esperando el momento indicado para iniciar la golpiza. Él quiso volver hacia la puerta pero ya estaba rodeado. Entonces alguien anunció a gritos el castigo: ¡¡¡Túpac Amaru a Carevaginaaaaaaaaaa!!! –Y todos fueron arrimando las carpetas para tener el espacio suficiente para la tortura.
Julio Antonio Bueno y Julián Jiménez lo cogieron de los brazos, uno por cada lado; y Benitez con Juan Bocanegra de los pies. Antes de empezar a estirarlo por cuatro lados, Mariella Calderón, que se jactaba de ser la reina del salón, se le acercó jugando con su dulzura y empezó a acariciarle el rostro, cosa que todos celebraron con piropos y gestos de amor. Hizo un ademán, como queriendo darle un beso, pero al tenerlo cerca le dijo: hasta acá llegaste, cara de vagina. Y le escupió la cara.
Carevagina intentó zafarse, pero poco pudo hacer. Al estirarlo, explotó a llorar. Dishculpen, por favor, con miedo, dishculpen, mientras se veía suspendido en el aire. Los cuatro pendejos lo iban meciendo hasta que iniciaron el conteo final: diez, nueve, ocho, siete, seis… Y cuando llegó la cuenta cero, lo lanzaron por los aires fuera del salón.
Gino Tardó varios minutos en despertar. Cuando logró ponerse de pie, caminó directo al salón y sin mirar a nadie, recogió sus cosas y se marchó. El director fue quien redactó el memorando. Esa misma tarde lo volví a llamar por teléfono, me contestó su padre y lo negó: está castigado. Llámelo en cinco días.

Texto agregado el 21-11-2003, y leído por 485 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
17-05-2005 la crueldad infantil no tiene límites... un buen texto. KaReLI
 
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