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En el interior de la combi estábamos: el chofer, de bigote hirsuto y con el brazo izquierdo cubierto por una franela verde. El cobrador, con un arete de fantasía, en el borde de una de sus fosas nasales, que brillaba como los pendientes de la señora que se sentaba a mi lado, como sus labios, exagerados de comisuras hondas y negras, y como sus pestañas escarchadas de tornasol…

El chofer, el cobrador, la señora, yo, y unos asientos más adelante “las demás”.

Una de ellas estaba con un pantalón rojo muy ceñido a ella misma, y sus caderas al viento y su cintura frágil de dejada ver también.
La otra, también ceñida a ella misma con un pantalón blanco, sin bolsillos traseros y apenas una cadenita dorada que fungía de cinturón.
Finalmente una más. Su cabello tan crecido ocultaba su espalda y se detenía, justo, en la etiqueta del pantalón. Esa etiqueta era de cuero, y de cuero parecía su trusa, apenas un hilo de encaje marrón…
Hubimos de viajar veinte minutos esperando que una de ellas diga: -bajo-
Pero nadie se pronunciaba. Mi paradero había pasado cinco cuadras atrás. El cobrador mantuvo la puerta cerrada sin que el chofer diga nada. No se marcó la tarjeta.
Y nadie decía: -bajo en la esquina-…

Tres cuadras adelante mientras la luz roja de un semáforo cambiaba a verde, un joven insistente perseveró golpeando el parabrisas del chofer que mantenía la mirada esquiva, hasta que el cobrador abrió la portezuela de mala gana y le hizo subir.
Este se sentó en el último asiento y no quitó su vista de donde los demás la teníamos, excepto el chofer y la señora de pestañas escarchadas.

Hubieron de pasar más minutos sin que nadie dijera: -bajo en la siguiente por favor-.
De pronto, cuando el carro estaba a diez cuadras de dar la vuelta completa ellas como si una sola, dijeron: -bajo-…
El carro frenó en seco y se estacionó luego, muy pegado, al sardinel de la vereda, el cobrador se apeó inmediatamente… Si por el fuera, abría desenrollado una alfombra roja hasta la acera.

Todos nos inquietamos y nos frotamos los párpados, nos deshicimos de los diminutos restos de legaña que nos quedaban… Estábamos listos para observar.

Entonces ellas se levantaron de sus asientos casi agachaditas, y una a una, bajaron muy lentamente.

El chofer, aguardaba apoyando un brazo sobre el parabrisas, con el cuerpo muy separado del vehículo…
Ellas desfilaron con gracia, como serpientes, midiendo la vaporización de nuestras hormonas, y sabiendo que tras ellas cuatro pares de ojos se rompían la retina tratando de grabar esas impresiones en la memoria…

Por fin desaparecieron a la vuelta de un casino, y todo fue normal, otra vez. El chofer arrancó en primera viendo con preocupación su pequeño reloj pegado al retrovisor, y el cobrador empezó a llamar gente, colgado de la portezuela de la combi…

De repente cerca del siguiente paradero la señora dijo: -bajo-, nadie se inquietó… Luego se dirigió a mí y me dijo: -Joven, ahora les toca verme a mí… Por favor-.





Texto agregado el 28-01-2006, y leído por 103 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
28-01-2006 Naturalmente que como buen escritor habrás visto bajar a la señora para contarnos en detalle su periplo, no? ---Me gustó. 5* zepol_RECARGADO
 
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