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Hoy viajé. Y volví. Algún día viajaré y no volveré. Pero eso no sucedió hoy. Ya estoy en casa, bajo techo, escuchando el repiqueteo de las lluvias veraniles (inconstantes). En la tarde comenté con alguien sobre el clima cariñoso que tenemos. Le dije: "En invierno hay dos posibilidades; o llueve o hace frío. En verano también hay dos; o llueve, o hace calor". A mí nunca deja de sorprenderme que después de un día de desierto obligado venga uno de diluvio con vientos bíblicos. En todo caso, eso no es lo importante. O no es lo importante esta vez. Aunque también supongo que nunca nada es muy importante sino mantenerse activo y pensando, o respirando, si el proceso es más básico aun.
De todas formas, es apresurado decir que el hecho de que hoy haya llovido sea intrascendente al asunto que me lleva a teclear. Es evidente que sí me vi influido, de hecho, en su momento la lluvia calmó mis ánimos cataclíptico-suicidas de escaparse del universo sin dejar rastro o convertirse en el hombre que comía helado de chirimoya de una casatta en el viaje de ida.
Eran dos en realidad. No dos hombres, sino un hombre y una mujer, sectagenarios. Y, ciertamente, era la mujer la que comía de la casatta de chirimoya mientras el hombre degustaba con avidez cinematográfica medio kilo de pan con doble tajada de mortadela la porción. Los ancianos gastaron la mitad del viaje en ello. Casi no recuerdo que hayan hablado o mirado por la ventana (cosas que uno hace cuando viaja). Como sea, tampoco quiero hablar de los ancianos, a lo más para citar que por un segundo quise ser el hombre que comía los panes con mortadela y tenía una chomba con tres piquetes en el hombro y una mujer que comiese casatta de chirimoya y que probablemente me haga la cena cuando llegue al hogar, humilde, pero sincero, fruto del trabajo de toda una vida. Llegaría a recostarme un rato, no sé si a leer, ni sé si tampoco a pensar, pero definitivamente, a hacer algo diferente de lo que haría "yo" al llegar a donde tengo que llegar.
No es importante nada de esto tampoco. Ni el viejo ni el viaje ni la lluvia. Lo importante es el regreso. La vuelta. El retorno. Porque hoy viajé y volví, y no siempre será así. Algún día, no tan lejano, viajaré y no volveré. Quizás me marche en bicicleta o a pie, o robe un banco para irme en transporte seguro hacia algún sitio desconocido; una reliquia inca o despoblado amazónico; una cueva de nadadores africana; una buhardilla parisina para muertos de hambre.
De vuelta llovió. Se juntaban gotas en el vidrio. Se difractaban las luces naranjas de los faroles. Se traslucían los focos amarillos de los autos que pasan en zumbido por la dirección contraria. "Rodoviario o Carrera" dice el hombre de la corbata negra, camisa blanca, boletos en la mano. ¿Carrera? Carrera.
Estaba lloviendo en Carrera. Cuando estuve en Carrera supe qué calle era Carrera. Junto a mí unos diez inmortales esperaban la misma micro. Al rato éramos más. Después menos. El número fluctuaba. Un hombre fumaba. Una mujer colocaba un bolso gigante (negro) bajo techo. Otra mujer le contaba a un hombre de casaca de cuero: "quise fumar en la micro, así que fui para el baño y...". Hay dos ancianos. Habían tres hombres lobo. Mi espada, húmeda, se deslizaba con facilidad por la vaina. "Arko" sonaba distante para mí, casi como un sueño borroso de alguna noche intranquila. Pensé en la tarde y en la matanza. Por un momento, breve, sentí orgullo. Después nada. Me toqué el cuello y noté que ya no sangraba. Los ancianos me miraron con piedad. "No tengo nada que daros" les dije, brusco. El hombre de la casaca de cuero y la mujer fueron tomados prisioneros por Siluro. Siluro estaba taciturno.
Cuando Siluro está taciturno quiere decir que no es un buen momento. Cuando Siluro se pone así es para preocuparse. Hernández me cogió del antebrazo y me susurró al oido: "escuché que Jeremías no volverá". Esa confirmación de mis pensamientos fue la gota rebosante. El peso de mi cuerpo venció la fuerza de mi espíritu, y con la mirada en blanco me arrodillé.
El barro, pantanoso, se abría hacia mí como un tunel desesperanzado. Casi deseaba que todo acabara de una vez, que los Sangark tomasen el fortín y que Carrera se fusionara como sueño nunca vivido. Necesidad de escape. Necesidad de fluir o volar, como Kate Beckinsale en Underworld.
Pero llegó la micro. Y yo la monté (?). El chofer me detuvo justo antes de que comenzara a recorrer el pasillo en dirección al último asiento del cuidado, transporte urbano, frenos de aire, 10 metros de largo. "Señor, están prohibidas las armas blancas" me dijo sosteniéndome del brazo. "No se preocupe, es una reliquia familiar, sin filo" le repliqué cubriendo la espada con la capa.
En el asiento volví a tocarme el cuello. "Jeremías, viejo idiota" pensé mirando distraido la lluvia sobre el cristal. Después me deprimí y decidí imaginarme cosas para olvidar. A veces funciona.

Texto agregado el 19-01-2006, y leído por 189 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
19-01-2006 Me parece una muy buena historia, sobre todo sugestiva, controlando con éxito hasta dónde llegar con lo que se dice. Creo que hay algo a corregir en la frase "...por un segundo quise ser el hombre ...y una mujer que comiese... y que probablemente me haga...". Me parece que sobra la coma en "del cuidado, transporte urbano". Me gustó leer tu cuento. CK CocinasKenia
 
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