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Me estoy quedando sin hablar. No sé si te conté, no lo recuerdo. Sé que conté esto dos veces ayer, y traté de matizarlo para no aburrirme a mí mismo, pero no fue a ti. No. No fue a ti. Porque tú estabas sonámbula ayer y con miedo a los fantasmas terribles y angustiosos.

Por la noche pasó algo nuevo. En la hora más negra de la noche, la famosa hora aquella, andaban unos pájaros, yo juré que vi un murciélago (escuché un chasquido que sólo haría un murciélago). Ese es el momento en que estás del todo solo y te baja la sensación que es muy cercana al trastornamiento. Jugué conmigo. En vez de cerrar la ventana estrepitosamente y huir como un caracol a la cama u orar me quedé allí, sintiendo, y me decía: "y qué tanto, qué más me voy a hacer si me dejo aquí parado". Me dejé ahí y me abandoné. Y al rato, por inercia, como que el alma salió a flote sola, nadando porque las almas no se suicidan sin que el cuerpo haga de pontífice. Me dio risa comprobarlo. "Y qué tanto, si querís, enloquécete", frases así. Absurdo.

Como te decía. Me estoy quedando sin hablar. Ayer estaba lloviendo. Me levanté en una hora media, ni tarde ni temprano. Empecé un libro de Paul Auster. Divertido. No es profundo, no es basura, no es best seller y es creativo, pero no es profundo. Me agradó. Se me hizo fácil de leer. Después vi una película de Bergman. Una del 78, Sonata de Otoño, y la gente lloraba. Me cansé. Tuve que salir al patio a pensar y mojarme. Entonces vi a los caracoles errantes. Antes, antes de Sonata, había salvado a la mariposa (en las fotos resultó ser verde). Después pinté. El dibujo salió africano primero y después se metamorfoseó a delirante; debe haber sido por la incursión insolente del negro que siempre viene a desparramar. Me agradó. Lo corchetée en la pared. Ahí hice cuenta que no había hablado nada en todo el día. Me sentí solo. Solo e irrelevante. Irrelevantes todos. Supongo que así empezaron a pensar los cabros de Columbine, esos que tomaron metralletas en el liceo como mostraba Gus van Sant en Elephant (y se fue de palma de oro). Cuando entré, y en el lapsus de Sonata, lluvia, caracoles y dibujo, pensé en ver Brodeuses pero se pegó en el minuto 2. Después medité si ver una de Alan Resnais, Hiroshima Mon Amour, del 59, una de las dos películas que iniciaron la famosísima nouvelle vague. Pero estaba desmotivado. Mi oferta quedaba en ver Shadows in Paradise, una película finlandesa del 86 del Aki Kaurismaki, A través de los Olivos, de Abbas Kiarostami (iraní, 1994), leer a Paul Auster (La noche del oráculo), pintar (dibujo africano que termine en decadencia por incursión del negro) o hacer lo que de verdad quería.

Encontrarme con alguien. Quienquiera que este fuera.

Dibujé.
Quise partir con colores poco usuales. Me dije, nada de azul, nada de verde, nada de negro al final echando a perder todo. Usé una especie de rosado, un café claro, un café oscuro, un naranjo claro, un naranjo oscuro, un rojo. Cuando llegó el rojo apareció la sangre. El rojo violó al amarillo, expulsó al naranjo, se esparció como semilla del mal. Después de eso era inevitable que viniera el negro a asaltar una escalerita café, matándola, haciéndola desaparecer, y de pasó succionó al café claro, exterminándolo. Después apareció el azul y el verde, pero venían esquizofrénicos. Por lo general el azul y el verde batallan contra el negro, por abusivo, por matón. Se le aliaron. Los colores de la nueva generación buscaban la guerra contra los de la primera generación. La terrosidad, el pacifismo africano se derretía por demencia moderna, por lineas locas, esparcidas, agresivas, irrespetuosas. Nada quedó de lo primigenio. El caos incoherente, absurdo e irracional ganaba. Kosovo destruido.

Me quedaron los dedos pintados. Y entonces volví a pensar en que no había hablado nada. Miré por la ventana, semi abierta, y unos papeles corcheteados que se mecían inerciales por algún viento. Estaba oscureciendo. Cuando oscurece no se hace nada. Así que no hice nada. Me quedé allí, al frente del dibujo, con una mano medio levantada, como en el camino de hacer alguna acción o rascar la cabeza, arreglar los lentes o golpear la pared. Oscureció y empezó la noche. Para que al otro día empezará otro día. Y después de ese día otro año, otro siglo y otra vida. Una de verdad, quizás, reencarnándose en gacela o murciélago, y chirriar en la ventana de algún inconsciente, de algún puto inestable de mierda, como se autodecía. Lenguaje de algo raro, casi profecía, no sé. O gacela. Para saltar y saltar hasta que te mate un leopardo. Morir en la sabana, en el África terrosa, y morir antes de que llegue el negro, el azul y el verde; antes de que no puedas correr por tu cuenta contra el sol y los árboles de sombras inmortales, y que todo se convierta en un rallazo de rojo sangre esparcido para dar inicio a la noche.

Texto agregado el 07-01-2006, y leído por 1047 visitantes. (0 votos)


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