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TUMBAS INDIGENAS EN LA ESTANCIA YAPEYU

Hoy el día se muestra tranquilo.
Estamos en un 15 de enero, que no ofrece por otra parte mayores diferencias con cualquier otro día transcurrido en esta lejana Patagonia.
Un 15 de enero que como día lunes inaugura una semana más en la febril existencia del hombre de hoy.
Me parece ver a los hombres de las ciudades. Seres que viven el apuro. Que apuran su existencia.
No sólo los veo a ellos, sino que además me veo entre ellos. Corriendo por esas calles de Buenos Aires como quien corre desesperadamente al tiempo que se le escurre como agua entre las manos.
Aquí el día se muestra tranquilo. Todo es tranquilidad en esta estancia Yapeyú que vive su propia vida a 200 Km de Puerto San Julián.
No nos importa demasiado a ninguno de esos tres hombres que nos encontramos en la caballeriza, que fuera lunes, jueves o sábado.
Lentamente vamos ensillando nuestros caballos.
Casi no hablamos. Tenemos nuestras mentes puestas en el objetivo de la expedición que se iniciaría.
Mucho nos habían hablado de esas tumbas indígenas, tumbas centenarias, que se encontraban allá arriba, en el extremo de aquella meseta rocosa que nos desafiaba airosa con sus seiscientos cincuen-ta metros de altura.
Mucho nos habían hablado. La meseta estaba allí. Nunca nadie había intentado tocar esas tumbas. Seríamos los primeros.
-Alcanzame el recado, por favor, Eduardo…-
Era la voz de Alejandro que me sacaba de mis cavilaciones.
-Alcanzame el recado y luego traé la máquina. Vamos a sacar una foto. Merecemos una foto antes de partir.-
Le alcanzo el recado. Traigo la máquina…
Nunca pensé cuando compartía mis horas en un cuartel de Tandil con Alejandro MacKinlay que nos podríamos encontrar ahora allí no ya compartiendo la amargura del soldado por obligación, sino la excitación en libertad ante una aventura que está por comenzar.
Tulio Miyacura, fiel peón empleado de la estancia, completa la trilogía que en este mismo instante deja sus imágenes impresas en un rollo fotográfico.
Son las nueve de la mañana. Nueve y quince en realidad. Los caballos están listos. Los ánimos dis-puestos. Sólo falta partir.

Van ya quince minutos de marcha.
Yo, con mi caballo alazán, voy a la zaga. A unos cien metros delante se recortan las siluetas de Tu-lio y de Alejandro.
El camino es ascendente. Es necesario volver la cabeza, mirar hacia atrás, para poder apreciar el hermoso espectáculo que vamos dejando a medida que avanzamos.
El andar es pausado, tranquilo, como todo por acá.
Atrás el paisaje. Adelante la incógnita.
Sigo a la zaga. Es interesante observar a esos dos hombres que me preceden. El uno de la ciudad. Igual que yo. El otro de campo. Quizá sin alcanzar a comprender en su plenitud el sentido de esa marcha. Pero dispuesto a ayudarnos y a orientarnos en ese terreno que le es tan familiar.
Dos hombres que en este momento están compartiendo vaya a saber qué diálogo. No los alcanzo a oír. Pero adivino el tema…
A medida que, al paso, vamos avanzando miro el terreno. Miro el paisaje. Vuelvo a mirar el terreno. Pensar que nos dirigimos a las tumbas de aquellos que fueron un día amos y señores de estas tierras que yo, arrogantemente, piso ahora.
Pensarían que alguna vez alguien iría a revisar sus tumbas..?

El viento comienza a soplar. Cada vez con mayor intensidad. Esto es común aquí.
Ya van dos horas de marcha.
Llegamos a la parte plana de la meseta.
Y ahora sí.
Aparece lo que buscábamos.
Dos montículos de piedra.
Es lo primero que se ofrece a nuestros ojos en esa inmensa planicie.
Uno de ellos de aspecto circular. El otro, en cambio, presenta una forma rectangular.
Esas dos elevaciones, a pesar de ser pequeñas, contrastan con violencia con la asombrosa plenitud del resto del terreno.
El día semi gris, el ulular especial del viento (en la Patagonia el viento ulula de una manera especial), la excitación propia de estar posiblemente ante esas tumbas de la que tanto nos habían hablado, le dan un matiz muy particular al momento que estamos viviendo.
La voz de orden llega. Y llega de Alejandro.
-A trabajar…-
Tulio con una pala y Alejandro con un pico están ya de lleno abocados a la tarea de remover una de las formaciones rocosas. La rectangular.
Yo me aparto y con la mano comienzo a remover las piedras del otro montículo, el circular.
Este presenta una primera capa de piedras grandes que, por estar a flor de tierra, son fácilmente re-movibles. Luego de esta capa, aparece otra más ahondada en el terreno.
Aquí sí ya me veo en la obligación de recurrir al pico, única manera de poder extraerlas.
-Y ustedes…, encontraron algo..?-, pregunto. O mejor dicho grito, porque el viento impide casi que la voz se propague.
Alejandro asiente con la cabeza.
-No demasiado, en realidad… Pero algo hay.- Seguimos excavando.
Ese algo rápidamente se transforma en restos que parecen pertenecer a un cráneo. Aparecen ade-más, acompañados de unos trozos de planchuelas agujereadas que se nos da en pensar podrían ser de cobre.
Al menos la primera parte de la teoría parece confirmada. Eran tumbas no más.
-Sigan ustedes acá entonces…, yo continúo con la otra. Eso sí, me llevo el pico.-
La tarea se dificulta. No sólo por la dureza de la piedra sino por el terrible viento que nos azota sin piedad.
Solamente tierra voy encontrando debajo de cada piedra. Tierra que se levanta en remolino dando de lleno en la cara.
El polvo se introduce sin clemencia en los ojos tal como si la naturaleza estuviera intentando una última y desesperada defensa a favor de esas, hasta ahora, vírgenes tumbas.
La tarea es difícil. Pero el fruto debería llegar. Tendría que haber alguna piedra que al levantarla mostrara algo más que tierra. Que diera indicios al menos que allí también se encuentra lo que bus-camos.
Y es piedra al fin llega. Al levantarla no hay solamente tierra. Hay un hueso. Y humano.
Justo en ese preciso momento se acercan Alejandro y Tulio
-Algo nuevo..?-, pregunto.
-Y poco…-, contesta Tulio.
-La verdad-, agrega Alejandro, -es que siguieron apareciendo huesos. Pero trozos pequeños y, ade-más, en bastante mal estado. No sé, pienso que deben ser muy antiguos.-
-Bueno, no importa. Usted Tulio tome la pala y comience a cavar con cuidado alrededor de eso, creo que es un fémur, y que está entero…-
Observo como al unísono mis compañeros clavan sus vistas en el interior de la incipiente fosa. La expresión de uno demuestra el interés propio de ir encontrando aquello que tantas expectativas des-pertó. Tulio, en cambio, con cierta indiferencia toma la pala. No observa, sino que tan solo mira el hueso, y comienza a cavar.
Lo demás llega como consecuencia.
Una hora de trabajo silencioso, pausado pero intenso, nos lleva a desenterrar parte por parte los hue-sos constitutivos de un esqueleto humano. De un indio.
De tanto en tanto hago alguna incursión en la otra tumba pero solamente voy encontrando trozos óseos muy diseminados. Y más planchuelitas agujereadas.
En la tumba circular en cambio, creemos poder afirmar que los huesos pertenecerían a una persona no muy anciana, a juzgar por el impecable estado de la dentadura. La contextura física nos habla de un hombre más bien alto y de aspecto general muy similar al de cualquiera de nosotros, salvo su cráneo. Este aparece algo más alargado y con frente más estrecha.
-Seguimos excavando..?-, pregunta Alejandro.
-Y para qué..?- Yo ya estaba sintiendo algo de apetito.
-Como allá aparecieron planchuelas, a lo mejor acá también enterraron algo.-
-Y bueno, adelante-, me resigno ante tanta lógica.
Tulio sigue con la pala, yo continúo observando y ordenando como puedo los huesos y Alejandro se va a fotografiar otras protuberancias similares que había en la zona.

Cómodamente sentado, mientras escribo esta crónica, no puedo dejar de recordar la expresión de sorpresa de Alejandro cuando al regresar de su recorrida se encuentra con las veinte hermosas fle-chas color azabache que acabábamos de desenterrar.
No fue fácil llegar a ellas, estaban a bastante más profundidad que el cuerpo.
Era ya la una y media. Parecía necesario hacer un alto. Nuestras provisiones nos reclamaban.
El viento seguía soplando intensa y brutalmente.
La conversación se extendía sobre lo que acababa de ocurrir.
Hasta ese momento Tulio había sido el más callado.
Ahora hablaba y, a su modo, explicaba.
-Sabe que pasa, don..?, en esta meseta alta los indios enterraban a sus jefes.-
-Y me contaron que cuando un cacique se moría, lo enterraban junto a su mujer.
O a su mujer junto al cacique… Depende quien murió antes, o después.-
Más o menos creíamos entender qué nos quería decir.
-O sea que la tumba con los huesos más débiles debería ser el de la mujer y este otro el del cacique-, trato de razonar.
-Si-.
Y las planchuelas?
-Bueno podrían ser collares o aros de la mujer del cacique,- continúa Tulio.
-Y flechas se encuentran muchas en el campo. Pero no negras. Parece ser que estas eran consideradas muy valiosas-.
-Otras cosas de valor no debe haber.-
-Estos indios eran medio vagos, vio..? No eran como los de Chile o los de Tierra del Fuego que eran mucho más habilidosos.-
-Eran medio displicentes. Solamente se preocupaban por la comida y el abrigo.-
Con atención y en silencio, Alejandro y yo escuchábamos esa suerte de explicación antropológica que, a su manera, intentaba brindarnos Tulio.
Y el cobre de las planchuelas? Podrían resultar del intercambio con sus pares chilenos, que sí traba-jaban metales, o de intercambio con algún cristiano que se haya aventurado por aquellas pampas. Pero en realidad eso poco nos importaba.
Habíamos ido tras el esqueleto de algún indio. Y teníamos nada menos que el de un posible cacique. Misión más que cumplida.

Como hace unas cuantas horas atrás voy regresando con mi alazán, a la zaga.
No sé por qué, pero me gusta ir cabalgando desde atrás.
Ahora el terreo es descendente. No hace falta girar la cabeza para poder observar el panorama que esta Patagonia increíble es capaz de brindarnos. Allá adelante el Cerro Ventura, a la derecha las Sierras de Chonque, a la izquierda el infinito.
Todo es como a la ida, pero al mismo tiempo muy distinto que a la ida.
A la ida íbamos subiendo, ahora estamos bajando.
A la ida todo era calma, y ahora este maldito viento… Si hasta el caballo se resiste a avanzar.
A la ida había algo de sol. Ahora todo está nublado. Muy nublado.
A la ida llevaba toda la ansiedad de quien pensaba descubrir algo que iba a cambiar la historia de la humanidad. Ahora regresaba con una bolsa de arpillera con un montón de huesos adentro. Claro que eran huesos de un cacique…
Con el movimiento del caballo y la fuerza del viento, dentro de la bolsa los huesos del cacique crujen de tanto en tanto. Que lo tiró, estarán queriendo decirme algo?
Ya no voy a la zaga. Estoy junto a mis dos compañeros.
No es como a la ida. Ellos tampoco hablan.
Allá abajo está la estancia. Al adentrarnos en el acogedor valle, ya el viento casi no se siente. Ahora todo es silencio. El humo que sale de la chimenea contrasta con el rojo intenso de las chapas de cinc. Más acá el galpón de esquila y los corrales. A la derecha la carpintería y el garaje donde se guardan la chata y el Ford modelo 57 de mi fallecido abuelo. El camión, un Internacional modelo 46, quedaba afuera.
A la izquierda el gallinero y más a la izquierda la caballeriza.
Hacia ahí nos dirigimos.
Los perros hace rato que nos detectaron.
Los tres estamos cansados. Los caballos también.
Al fin llegamos.
Mientras Tulio se encarga de cerrar la tranquera, Alejandro y yo comenzamos a desensillar.
Una palmada cariñosa a los animales, una buena ración de heno, que bien se la merecen y a casa…
-Chau Tulio, hasta mañana.-
-Se olvida la bolsa don..!-
Es verdad. Parece mentira pero es verdad. La bolsa con los huesos del cacique adentro estaban que-dando en un recoveco de chapas que tiene la caballeriza.
Ahora sí a casa. Pero con la bolsa de arpillera al hombro.

Estamos en el año 2005. Esto ocurrió el 15 de enero de 1968.
La enseñanza más importante que esta aventura me dejó no es precisamente todo lo relatado.
La enseñanza más importante fue la sabiduría de esa vieja adorable que era mi abuela Natividad.
Ella no sabía a adonde habíamos ido. Tantas veces habíamos salido a caballo…
La conversación junto a esa chimenea de la que salía el humo ese que contrastaba con el rojo de las chapas fue muy larga.
Un indio en una bolsa de arpillera..? Un ser humano en una bolsa de arpillera..?
Eran las diez y media de la noche y seguíamos charlando. En realidad escuchándola.
Eso de las diez y media de la noche es una forma de decir. En la estancia a esa hora solíamos regre-sar de cazar liebres luego de haber cenado. Era pleno día.
El contenido de esa charla entre Alejandro, la abuela y yo, la expresión de los primos más pequeños que habían abierto desmesuradamente los ojos ante esos héroes que se habían aparecido en casa nada menos que con un indio, podría (y debería), ser motivo de otro escrito.
Al día siguiente, a las tres de la tarde, los restos del cacique volvían a ser depositados en el lugar del cual quizá nunca deberían haber salido, de no haber mediado un verdadero interés científico.
El descubrimiento no iba a cambiar la historia de la humanidad.
A los primos más pequeños nunca se los dijimos, pero creo que se dieron cuenta ellos mismos que no habíamos sido tan héroes, por más cacique que aquel indio hubiera sido.
Tratamos de que todo, rectangular y circularmente quedara como lo habíamos encontrado.
El que vaya hoy, pasado tanto tiempo, posiblemente se encuentre con que todo está igual.
No estoy en condiciones de juzgar si el paseo al que sometimos al cacique y la visita que realizamos a su mujer habrá sido o no de su agrado. Ni siquiera sé si estuvo bien o mal.
Lo que sí sé es que nunca voy a olvidar, supongo que Alejandro tampoco, la enseñanza humana que todo esto nos dejó.

Eduardo M. Rossi Arregui
DNI 4.544.332
Funebrero.

Texto agregado el 29-12-2005, y leído por 1041 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
14-07-2006 Un verdadero testimonio en este relato. Lo hice imprimir, lo tendré como un favorito. Siempre se encuentran tesoros literarios. pero este es emocionante. Felicitaciones amigo funebrero. Mis ***** para ti. Peucayall chilicote
18-03-2006 Gracias por escribir tan hermoso!!!!! Ciiara
28-01-2006 Es una manera espléndida de ralatar. Soy de la llanura más extensa de mi islita y encontré una relación entre la Patagonia y el Cibao: los huesos del Cacique,igualmente se hubieran resistido al traslado. Te felicito. peco
30-12-2005 Muy buen texto Eduardo. Claro, como te darás cuenta, tu relato para mi excede lo literario, me meto en él y respiro el aire, escucho ulular el viento y huelo la tierra. Hasta siento la alegría de divisar el casco de la estancia con su chimenea humeante cuando se regresa exhausto de una cabalgata. Y también me imagino a tu abuela, Nativa, como la llamabámos nosotros, hablándote en la forma sabia en que lo hizo. Me has emocionado con la belleza de tu aventura y te felicito sinceramente. negroviejo
 
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