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PORTERO

¡Qué impersonales son los timbres! No hay nada como un conserje de los de toda la vida. Sí, ya saben, un señor de unos cincuenta años, con uniforme, gorra de plato, voz modulada y acento castizo. Vamos, un portero como Dios manda, que conozca a todos y a cada uno de los vecinos; un portero como Gonzàles que disuada con una simple mirada a los maleantes y sea un cancerbero amable y afectuoso con las visitas.
Gente como Gonzàles da el toque personal y humano a edificios como éste y los tornan habitables: hacen siempre la pregunta acertada
-¿Va mejor su hija? En el tono, ni familiar ni neutro, adecuado. Y reciben al forastero con la deferencia que sólo dan los verbos en pasado:
-¿Por quién preguntaba, caballero?
-¿A quién deseaba ver, señorita?
Gracias a Gonzàles. Nadie en aquella anónima colmena hubiera sabido quién era Pèrez si no hubiera sido por él. No, nadie se hubiera enterado de aquel drama si Gonzàles, el portero, no hubiera soltado prenda:
-Osteoporosis; Doña Paula, la mujer del señor Pèrez, el de la asesoría, sufre osteoporosis.
-Hay tipos, desde luego, con los que se ensaña la fortuna: primero, continuaba, lo de su hija y ahora esto. ¡Puta vida!.
Sí, había gente con la que se empleaba a fondo la fatalidad. Un ejemplo era, según Gonzàles, el tal Pèrez, el de la asesoría: todo el santo día trasegando pólizas y trampeando las declaraciones a perfectos desconocidos para que la suerte le pagara con ese corte de mangas.
Por Gonzàles, porque Gonzàles es en este edificio, para bien y para mal, como radio solidaridad, sino el tema no hubiera tenido arreglo.
Gracias a Gonzàles empecé, como todos los inquilinos, a fijarme en Pèrez, a reparar en sus idas y venidas, en su apatía evidente, su decaimiento y aspecto. Gracias a Gonzàles esbozábamos todos una sonrisa al cruzarnos con Pèrez en los descansos y nos demorábamos al pasar frente a la puerta de su departamento como si a través de la puerta se pudiera atisbar la desgracia.
Gracias a Gonzàles comencé a preocuparme por Pèrez. A hablarle, hasta ese momento nos habíamos limitado a saludarnos educadamente, a preguntarle, si lo tropezaba a la salida del inmueble, por sus planes para el fin de semana, a invitarle a un café pero siempre tenía que rematar un informe.
Era comprensible su estado de ánimo, su inicial extrañeza, sus educados pretextos. No, si no llega a ser por Gonzàles nunca me habría percatado de que aquel tipo con el que compartíamos techo, gastos de comunidad y antena parabólica, estaba moralmente hundido.
Gracias a Gonzàles, el único con el que el pobre Pèrez se mostraba ligeramente confidencial, supimos que aún se podía hacer algo. En la Clìnica Lincoln Center Connecticut practicaban una terapia costosísima y revolucionaria y que nuestros hospitales sólo podían ofrecer un tratamiento paliativo contra la dolencia.
Fue Gonzàles el que nos juramentó a todos para ganar esa batalla, el que abrió la cuenta en el Banco con los primeros cien pesos que consiguiò con una discreción proverbial apelando al altruismo de cada uno de nosotros.
No. Si no hubiera sido por Gonzàles nunca hubiéramos llegado a los veinticinco mil pesos ni hubiera sido una sorpresa para Pèrez que èl, se encargaba de transmitir.
Era Gonzàles quien cada mañana, al repartir el correo, nos ponía personalmente al tanto del estado financiero de aquel milagro. Nos pedía entonces un último esfuerzo y nos hacía rascarnos los bolsillos con una vehemencia encomiable, como si Doña Paula fuera su propia esposa. Se peleó cada céntimo; fue piso por piso, departamento por departamento, apelando reiteradamente a nuestras conciencias y a nuestra probada solidaridad.
Algo debía de barruntarse Pèrez cuando aquella tarde, tuvo ese detalle conmigo al pagar el cafè. Estaba tal vez al corriente de nuestro gesto y buscaba el momento y las palabras para agradecérnoslo a cada uno individualmente.
Carraspeó con una de esas toses que no son sino una premonición de complicidad y me palmeó el hombro:
-¡Arriba esos ánimos! Dijo, llevándose la mano a la cartera.
-Hoy en día hasta la osteoporosis de tu Marta tiene arreglo....
Desde ese día tenemos un sofisticado videoportero. Pero no es lo mismo: cuando este martes le confié entre lágrimas los trámites de mi divorcio, me observó estupefacto con su ojo de cíclope y guardó silencio.
Ni siquiera me abrió la puerta.


Tortuga

Texto agregado el 27-10-2003, y leído por 159 visitantes. (0 votos)


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