María descubre que ya está muerta pero que aún puede mover los brazos. Está rodeada de un profundo silencio salpicado de acechadores tiburones. El que la ataquen o no sólo depende de sus gestos. En el fondo ve una estrella. Si la ve como una salvación ante su situación; si desea ir hacia ella, si la ve y la entiende de esa manera, puede darse por enteramente muerta. Pero, a pesar de todo la ve como un ser viviente, y aquello que ahora es ella, otro.

María adora ese silencio y esa estrella. Los tiburones no la molestan, le sirven como indicadores de lo correcto y lo incorrecto. Está en un paisaje simbólico, en una especie de purgatorio capaz de convertirse en paraíso o en infierno, todo depende del más mínimo gesto de suyo. La estrella la observa, no como juez, sino como una amistad extraña en el mismo estado de tensión que el de ella. "Me prometiste..." susurra María, pero olvida de qué se trataba la promesa, sólo la intuye como quien intenta recordar una cosa muy lejana e importante.

Descubre, desde donde se encuentra, que el silencio y la muerte es un campo fértil. Que mediante la fuerza del deseo y la inmovilidad se pueden ser sembradas muchas cosas. La estrella parpadea y ella toma conciencia de que para la estrella ella ella es otra estrella. Se asusta, los tiburones nuevamente la acechan, respiran el susto excitándose como para devorarla; la estrella en el fondo gime...

- ¡María, despierta! - María despierta, tiembla y llora, nada la consuela.
Un fuerte temblor sacude su cuerpo como si le hubiesen devorado toda su energía, grita ante el pensamiento de que los tiburones del sueño la han seguido hasta la vigilia. No sabe qué hora es, se asoma a la ventana, no se siente tan mal como supondría. Aún puede mover los brazos.