Los problemas me acosan y me muestran sus fauces hambrientas. El mañana se me aparece como algo oscuro e incierto, busco salidas pero todas ellas conducen a puertas tapiadas, los plazos se vencen y las deudas se elevan sobre una montaña de aterradora cima. Quisiera huir, mas, no puedo. Además ¿adonde iría? Los ingentes compromisos extienden sus oprobiosas garras y me perturban las horas de sueño, me doy interminables vueltas en mi lecho buscando el sosiego. Una ensoñación provoca en mí un estado de fugaz dicha: camino por un sendero suave e iluminado, soy en estos momentos un muchacho indolente que va jugueteando con los guijarros del camino. A lo lejos, diviso una pequeña casa blanca en cuya puerta me espera mi madre. Lleva su típico delantal y al verme, sonríe complacida y me extiende sus brazos. Corro alborozado pero de pronto reparo en un enorme abismo en cuyo fondo se anida el eco. No puedo continuar y la llamo con desesperación. Aunque no diviso su rostro con nitidez, sé que llora por mí.
Despierto sobresaltado. La luz azulada del alba, juguetea con las cortinas, anunciándome veinticuatro nuevas horas de angustia y desasosiego. Ya no lo soporto, me asomo a la ventana del departamento y contemplo la vereda empequeñecida, cuatro pisos más abajo. Los primeros vehículos cruzan veloces por la calle, confundiéndose el estruendo de los motores con el suave cantar de las aves madrugadoras. Una señora ha alzado su cabeza y parece contemplarme. Su figura, distorsionada por la perspectiva parece hacerme señas. ¡La solución! ¡La solución! Abro la ventana de par en par, contemplo por última vez este entorno agreste y me arrojo en un vuelo corto y mortal tras la querida imagen de mi madre…