Sabía que al despedirse de su trabajo debería en lo futuro irse despidiendo poco a poco de todo el resto y que finalmente nada le quedaría, nada más que el riesgo. Antes de tomar la decisión definitoria hizo un repaso de su relación con todo lo que tenía: una vida de lujos que mantenía mediante un corazón vaciado, una esposa para quien la alegría consistía en ir de compras todos lo días y de la cual sospechaba que tenía un amante jóven quien probablemente no ha terminado el bachillerato; y un buen empleo en el que si conocía las reglas de juego se podía recibir una buena paga pero en el cual no había lugar para la iniciativa propia. Sabía que si se despedía del empleo se despediría de todo el resto, de todo ese poco resto: de la esposa, de la casa y si hubiese tenido hijos de los hijos.

Presionó el botón marcado con el cinco en el elevador, todavía estaba a tiempo, a tiempo para amar lo que tenía porque le costaba creer que podía huir para alguna parte. Desde el elevador, a través del cristal en movimiento, se veía la ciudad, la misma ciudad en donde había nacido y crecido. Creció sin haber visto mucho y lo sabía, sabía que todas sus decisiones habían sido apresuradas e ingenuas y suspiró al borde de un llanto silencioso y constante como un niño que reconoce que ha perdido la pelea. Observó el planear de dos zamuros en el aire, diestros en su propia naturaleza; observó la arquitectura de la ciudad como algo que trasume pobreza por todos sus poros, no conocía la pobreza, jamás la había vivido, sólo era capaz de imaginarla y creerla en todas las cosas. Eran dos zamuros los que parecían estáticos en el aire, siempre buscando muerte desde tan por encima de todas las cosas.