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Inicio / Cuenteros Locales / daicelot / Seis días en el botón del océano

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Cosa número 1.

Te escribí algo como salto de león, rosquillas, harina volando, hojas de verano cayendo como en otoño.
Sensaciones viscerales en busca del paraíso.

Era tan luminaria. No sé, el lugar entero, como casa, o no, no como casa. Definitivamente como casa, sí. Pero no es importante. Lo importante es que no es importante nada. En las mañanas puedes asomarte y ya, halcones y soles peleándose los resquicios del rocío. ¿Te imaginabas algo así? No creo. Yo al menos pienso que no. Pero yo puedo estar equivocado, como siempre. No importa en todo caso. Tener la razón es irrelevante. Porque en el lugar como casa, o no como casa, no es importante nada, ya lo dije, y no tengo porque andarlo repitiendo. Aunque no importa si lo repito tampoco.

Más lejos, donde ya no alcanzas a ver (porque ni estirando los iris puedes ir tan allá, y yo menos) hay una entrada como de muralla roja. Como la del otro día, ves. Una entrada roja, enana, nimia, arbolística, misteriosa, bosquicémbala, qué sé yo, todas esas cosas. Todas esas cosas y más cosas. Porque las entradas condenadas a 100 años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra. Esa entrada es igual que la historia del pájaro espino. Pero tu no conoces la historia del pájaro espino y yo no te la voy a contar. ¿Que por qué? Porque las historias de los pájaros espinos no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra. Pero no es por eso. Y es que si te cuento la historia del pájaro espino entenderías tantas cosas que los misterios de la entrada del muro rojo perderían el encanto apócrifo que llevan ahora, como libro fantástico anónimo o invento escondido en una anfora de greda.
Casi en sexta es necesario ir a buscar trigo y esos asuntos. Uno no puede enviar a los monjes para todas las tareas domésticas, además, esta no cansa, es mas, te relaja abundantemente los pulmones y recrea en ti la sensación de estar conquistando algo preciado, como el santo grial o tickets gratis para el cine. Pero no en realidad. Porque acá no te importa el santo grial o el cine, por más fan que seas de las dos cosas, porque acá lo único importante es que nada es importante, lo dije una vez y lo repetí otra, y de decirlo una cuarta caería inexorablemente en esos extraños acertijos paradojales que destruyen el universo.

¿Te has puesto a pensar alguna vez en cómo sería el universo bajo esas paradojas? Yo no. Creo que me enloquecería. Creo que me enloquecería y terminaría en un trabajo con corbata explícita. Y eso es peor que la muerte. Porque allá si que importan todas las cosas. Pero no vamos a hablar de allá cuando tenemos un acá tan trigo, tan luminaria.

Ahora, siéntate, acomódate cerca mío y mira lo que quieras, muro de piedra, sol subiendo o halcones kamikazes en busca de la ambrosía de los dioses, lo que quieras, son tus ojos, es tu espacio, pero escucha con atención, que te contaré la historia del pájaro espino...

Cosa número 2.

Si te pongo audífonos no te escucho. Afuera y adentro, voy como describiéndote, pero no te escucho. No puedo. ¿Querré? Yo creo que sí. ¿Por qué no querría? Si eres como una canción para nuestros padres.
Supongo que es una extraña melancolía mística efervescente. Un extraño deseo pulsionar de revivir el otoño, ¿sabías? Es de lo más, no sé, plácido, o reminiscente.
En la mañana, apoyado en un árbol, pensaba varias cosas, sin importancia, con audifonos. El sol me calentaba la parte de mi cara que está viva. Los fósforos se apagaban por una brisa ingenua que soplaba desde el otro lado (como vaivén de barco). No te escucho. Si te pongo audífonos no te escucho. ¿Por qué?
Es el invierno del próximo año. El sol y esas cosas... no existen. No pueden existir. Eres tú y el horizonte citadino, o la música, la post, la que se mete por los iris y sale por los párpados, un ciclo etéreo.
Oyeras. Tan bonito.
Es como si mis pulmones se abrieran callados. ¿Y después?
Y después el tiempo se detiene.

Me saludas. Un arpegio. Se desarticula lo que respiro y queda en la garganta. Los ojos se ponen más oscuros. Dos arpegios, algo de fondo (la brisa apaga los fósforos).

Dios. Se para el tiempo. Estás tan consciente de eso, y de nada más. Se para, se para el tiempo. Es como una involución, centrífuga de ti mismo visceralmente nostálgico. Y va creciendo. O sea, no es que crezca, pero tienes que decirlo de alguna manera, y se larga como la lluvia que no cae por el sol que no calienta, que es como la misma interpolación, el momento raro, mágico, pseudo algo inentendible. Repites, te. Como murmullo, pero no va, no es eso ni mucho menos. Y dejas de pensar instantáneamente desligándote de todo. Y qué importa todo. Al final es un vuelo de pájaro, toda la vida. Y apenas lo dices, se nubla, quedas tú, los extranjeros, las micros y los ojos suspirando(te).

Texto agregado el 29-10-2005, y leído por 233 visitantes. (0 votos)


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