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Estaba triste. Sus ojos eran dos fuentes de gimiente dolor. Lo vi llorar sin tregua. La sangre de su alma hacía mares en el bosque y las pequeñas hormigas que andaban sobre la tierra ahogáronse en esas aguas melancólicas. Fue entonces que una hoja de árbol le cayó sobre la mejilla. Era la caricia de una ninfa consoladora, aquella que fue atravesada por el odio y que cambió su belleza por un denso follaje. Naturaleza, dulce madre de los ángeles, era testigo de su tristeza y quería secar su lloro. Él no pareció darse cuenta de ello. Hizo caer el pañuelo de la vida y siguió vertiendo un diluvio de azules lágrimas. ¡Pobre poeta! ¡Pobre soñador solitario! La dama de las nieves le arrebató a Dulcinea. Derramaba toda el agua del mundo y las flores suplicaban:-" ¡O cielo! ¡Ángel de los prados de Venus! Que las puertas de tu alma no nos vayan a ahogar...

Texto agregado el 18-10-2003, y leído por 282 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
21-10-2005 ¿Quien no ha llorado debajo de un árbol?, rogándole Dios que te conceda volver a obtener lo perdido. Contando cada hoja, imaginando que en cada una se escribe ese deseo tan anhelado, y que un viento viajero le llevará al mismo Dios todas las hojas las cuales contienen el mismo deseo. Volver a obtener a la amada. Muy lindo. PichujoGueno
 
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