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Su padre había fallecido sin siquiera recordar su propio nombre por lo que el hombre sabía que tenía que ejercitar su memoria y una buena manera de autoevaluarse era contestar un cuestionario simple que había formulado para este evento. Recordaba según su pauta, los nombres de algunos conocidos ya lejanos y sus características más marcadas. Luego hacía lo mismo con algunos actores y cantantes famosos y otros que no lo habían sido tanto. Era indudable que su mente aún era ágil a pesar de decaer en algunos detalles casi sin importancia, pero que para él eran vitales. Poco a poco, las insignificancias olvidadas fueron ocupando un territorio cada vez más vasto, lo que tampoco era una complicación muy grande ya que en términos generales, su memoria se desenvolvía con relativa suficiencia. A sus cincuenta y ocho años, se sentía apto para seguir una conversación, sin quedar en desmedro ante cualquier asunto del pasado. Su madre, en cambio, poseía una memoria privilegiada y se floreaba con nombres y apellidos de seres demasiado remotos, se desenvolvía cómoda en las intrincadas avenidas de los parentescos, pintaba con magnificencia los escenarios de su pretérita niñez y él no se hubiese asombrado si su progenitora recordaba con pelos y señales, la fisonomía de la partera que la trajo a este mundo.

Pero paulatinamente, se percató que los protagonistas de sus primeras aventuras infantiles y juveniles se fueron quedando sin nombre. Los recordaba con nitidez, podía rememorar la mayoría de los eventos, era capaz incluso de confeccionar un somero bosquejo de sus facciones, pero muy pocos retenían sus patronímicos e incluso sus apodos. Esto le pareció en extremo preocupante, más aún si, al recurrir a su madre, esta le detallaba sus nombres, recordaba a los padres de estos, las relaciones que tenían con tal o cual familia y una que otra anécdota digna de mencionar. Sintió una envidia que no se podría tildar de sana. Esta era una mezcla de frustración, una pizca de rabia y un deseo sofrenado de retorcerle la cerviz a aquella que no por ser la autora de su existencia, lo humillaba involuntariamente, una y otra vez, con su deslumbrante memoria.

Muy pronto, fueron los grandes artistas, músicos y escritores quienes perdieron sucesivamente sus identidades civiles. Entonces se devanaba los sesos por recordar el nombre de aquel cantante y comenzaba un ejercicio en el cual ponía en su memoria una palabra vaga, por ejemplo: pologodón y comenzaba a manipular y a machacar este vocablo amorfo, tratando de encontrar la clave del nombre verdadero. A resultas de esto, pologodón cambiaba a paligadón y de este a pelogidón y se pasaba horas tratando de invocar el nombre exacto. Hasta que de repente y sin saber explicarse los misterios inescrutables de su memoria, restallaba el nombre exacto, Paul Agreemon, en verdad, no muy parecido al tentativo pologodón. Entonces se enfurecía con su progenitora, quien, sin tener que recurrir a ningún ejercicio nemotécnico, recordaba el nombre y la vida completa del casi desconocido cantante. Y esto lo efectuaba sin hacer alarde alguno, ya que era natural en ella. Su hijo se retorcía los dedos y sentía que en su pecho crecía un sentimiento desmesurado muy parecido al odio.

Cuando los seres sin nombre se fueron desdibujando en su memoria, cuando las anécdotas pretéritas naufragaron en un mar nebuloso, entonces el tipo comprendió que era necesario hacer algo. Nunca había sido muy querendón con su madre y ella, tampoco colaboraba mucho con su aparente frialdad. Esta vez en cambio, la hostilidad del hombre contrastaba con la medrosa actitud de la anciana. Le asustaba esa mirada tan fija en ella, titubeaba al presentir que algo tramaba aquel que, siendo su hijo, se comportaba de modo tan extraño. Siempre fue excéntrico, eso no podía negarlo pero esta vez sus ojos parecían indagar algo que lo mantenía en un estado febril, alterado, particularmente vigilante.

Meses más tarde, la policía descubrió el cadáver de una anciana maniatada en su mecedora. Junto a ella, un tipo escribía incesantemente una serie de garabatos irrelevantes y sólo se detenía para remecer el famélico cuerpo de aquella que al parecer había fallecido de espanto y de inanición. Establecida su locura y encerrado en un manicomio, el hombre continuaba machacando entre sus labios desfigurados el verdadero sentido de la sinrazón…











Texto agregado el 20-10-2005, y leído por 282 visitantes. (0 votos)


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