Me enrosco haciéndome pequeña
-cada vez más-,
volviendo a lo que era,
la niña que siempre interrogaba,
se sorprendía y no perdía lo que buscaba.
Ahora busco y de tanto buscar
-ciegos mis ojos y rotas mis manos-
me pierdo entre las hojas de un naranjo.

Soy la oruga verde que lo recorre,
enamorada de sus flores
y embriagada con su azahar,
sin pensar que pronto
-demasiado pronto-
tengo que transformar mi cuerpo
-mudo mi alma de estancia-
hacer olas de sueños,
hacer colores de risas
-mis sonrisas dulces sonoras y rojas-
y emprender un vuelo que me lleve
-yo no quiero ir, mi naranjo me tiene-
donde tendré nueva materia por cuerpo
y el sopor me guíe al ensueño.

Y ese dormir haga
-de nuevo-
un cruce de mi otro yo
-la duda eterna del ser-
con un ente fantástico, lejano e indómito
capaz de volar y luchar,
alborotando cuanto hay a su alrededor
-haciendo del movimiento su mano-,
mostrando los dientes
-precisa arma encerrada en su boca-
mientras ríe y el deseo sale,
se esparce y balbucea los corintos rizos de su pelo.

Ese ser encerrado entre mi carne verdemar
-camaleónica metamorfosis-
y ígnea
-fuego hilarante en que se convierte-
que es capaz de todo
-despertar, jaranear y volver-.

Mañana ese naranjo agitará sus ramas
dejándome caer en una tierra
que no sabré si brama
-trueno de puyas y picas-
o si musita
-caricias en mi alma-
al verme llegar sin rodillas,
sin dedos y sin labios.

¡Naranjo, déjame una pequeña flor!
Me recordará los ebrios besos de tus hojas.